8. La forma que tienen los monstruos
Los monstruos tienen muchas formas. Si no poseen alguna, las personas se la dan. La dibujan en murales una y otra vez hasta que creen que es real, luego adoptan esa figura y aprenden a vivir con ella hasta el día de su fin, porque el miedo se lleva mejor cuando sabes qué forma tiene. Hay tantos aspectos y tantos monstruos diferentes que es imposible no temer a alguno.
Existen muchos miedos transformados en monstruos, desde fantasmas hasta perros de tres cabezas. Mas uno de ellos, la muerte, es el más presente dentro del corazón de cada uno. De ella no escapan ni los ancestros, ni los más sabios, ni los más fuertes. A ojos de la muerte la vida es un ser isnignificante que puede llevarse cuando quiera, no espera su turno; puede aparecer un día cualquiera para recoger las almas que se lleva. Hay quien dice que lo hace con cuidado de que no se caigan, pues estas son frágiles, otros dicen que es cruel y disfruta arrastrando a la vida hasta lo más profundo.
La gente teme lo que ve y no entiende. Teme desaparecer un día y convertirse en polvo condenado al olvido.
Ethan lo sabía bien, porque él convivía con la muerte. No supo cómo ni por qué, pero al igual que todas las cosas de su vida aprendió a vivir con ello. Lo aceptó al igual que un naúfrago dejaba llevarse por las olas del mar, sin preguntarse por qué tomaban dicha dirección, sin más dejó que su barco fuera a la deriva a la espera de una orilla en la que desembarcar. Pero en aquella situación las olas rugían, chocaban entre sí y nadie se imponía sobre nadie, el agua subía y bajaba deseosa de poder hacerse paso entre sí misma. Hasta que vio que aquello no llevaba a nada.
Había robado un colgante feísimo. Cuando se levantó a la mañana siguiente no comprendió el por qué, si no le veía ningún interés. A quien sí prestó atención fue al musketón que descansaba en su escritorio. Seguía dormido y encogido entre algodones, cuando Ethan movió el cajón, el animal abrió un poco los ojos y luego siguió durmiendo. Aquella calma casi parecía artificial.
El niño tenía una mascota que debía guardar en secreto. A su padre le daría igual, como todo. «Mientras no se cague y se mee por toda la casa, quédate lo que quieras», sería su respuesta, porque siempre opinaba igual. De hecho, él mismo en su juventud había sido dueño de un montón de gatos y perros, tantos, que cuando le hablaba de ellos Ethan ya no sabía quién era Rosseta o quién era Mich. Por el lado de su madre sabía que ni muerta dejaría que un musketón viviera bajo su techo. No por el animal, sino por él. A veces lo trataba como si fuera tonto, la gente lo hacía. «Soy mudo, no tonto», rezaba por decirles. Más le dolía su madre, que era la que más lo comprendía (aunque exagerara las cosas de vez en cuando). Sabía que no le veía capaz de tener una mascota, ni un pez o una planta le dejaban. Nunca le dijeron el motivo, pero creía que era porque le tomaban por estúpido. Así que decidió que podría tomar al musketón como mascota. Primero debía buscarle un nombre, así que le puso Bobby. Sonaba bonito y, de no gustarle, ya se lo cambiaría.
El animal jamás dio un ruido salvo agudos chillidos cuando algo le incomodaba: el algodón no era lo suficientemente suave y esponjoso, la comida sabía mal o tenía frío. Esa era su forma de mostrar el desagrado. Era tan clara y directa que al chico no le costó apenas un día darse cuenta de aquel método de comunicación. Por lo demás, cuando salía del cajón olisqueaba y siempre obedecía a Ethan. No había problemas en sus cuidados, porque él mismo se limpiaba con la lengua, sabía de primeras dónde tocar y dónde no, en qué lugares podía moverse y en cuáles no, y el niño se subía chuches o le llevaba de incógnito las sobras, así que tenía alimentación. Para el agua se buscó el tapón de una botella vieja y lo iba llenando desde la que usaba, con lo cual, todo estaba cubierto.
Pero había algo extraño en él. Era condenadamente inteligente. Demasiado para ser un animal no superior. No solo era capaz de entender las palabras de Ethan, también comprendía cada frase por muy compleja que esta fuera. La sensación que provocaba este hecho en el niño era demasiado compleja como para poder describirla en una sola palabra. La más cercana podría decirse que era temor, y quizás se sentía tan lejana e imperceptible como una hormiga vista desde la ventana de un avión. Era difícil relacionarse con algo a lo que podías llamar amigo, y que despertaba en ti una nueva ola de sentimientos que durante mucho tiempo se mantuvieron latentes, deseosos por salir de tu interior. Pero al mismo tiempo percibir que en él residía maldad, incluso cuando parecía ser fruto de una ilusión. Era como comer la manzana más deliciosa del mundo aun sabiendo que estaba envenenada.
Había algo extraño en aquel musketón aparecido de la nada, la naturaleza de esa sensación que transmitía era desconocida. Alguien lo había puesto en el camino de Ethan y este mismo sabía que debía estar junto a él. A pesar de toda esa confusión y pérdida de sí mismo, podía estar seguro de una única cosa: el animal sabía que el colgante era malévolo.
Aquel día lluvioso dos sucesos no tuvieron sentido y parecía que uno había aparecido para compensar al otro. No solo hizo a su primer y único amigo, sino que también halló la muerte.
El colgante era tentador e irresistible, la magia con la que atraía a sus víctimas no necesitaba de engaños ni de disfrazarse de cordero. Era un titiritero que manejaba con cuantos hilos hicieran falta a sus víctimas, quieres obedecían sin apenas ser conscientes más que de un deseo que creían suyo y de sus instintos más rastreros. Y de esa forma se hizo con el collar, sin ser dueño de nada, ni de sí mismo. Para cuando a la mañana siguiente entendió qué había pasado, ya era demasiado tarde.
Los objetivos de aquella cosa hecha por la mismísima muerte eran claros: debía matar a alguien. Pero para entonces esa voz dejó de controlar nada. Se quedó en eso mismo, una voz que podía escuchar en su mente, una voz sin género, ni edad. No parecía ser robótica, pero el matiz parecía provenir de un lugar cuyo origen no existía, ya que era de algún lugar que la mente humana ignoraba.
Luchar contra ella se volvió imposible, esa enorme templanza como respuesta a los gritos que Ethan hacía sonar en su cabeza lo ponía todavía peor. Parecía burlarse de él, le hacía saber que no era nadie y que ni siquiera ese musketón que casi se comportaba como una persona podría hacerle frente.
El colgante gustaba de jugar con él. «Mátala, puedes aplastar esa voloreta. Es tan sencillo como pisarla mientras está sobre la flor». Creyó con mucha fuerza d evoluntad que no pasaría nada, que no era más que un insecto y que podría hacerlo, pero el niño, que ya conocía el lado más oscuro desde la infancia, sabía que no debía hacerlo. ¿Cuántas atrocidades le seguirían a esta? Dejó el pie en el suelo, signo de rebeldía. Y la voz, que no se inmutó, siguió dándole macabras ideas hasta que un día el chico pensó que eran suyas.
Jugó con su propia mente y sus pensamientos, y así le hizo ver que aquello no era un templo, sino las ruinas de un sitio por el que ya nadie pasaba. Estuvo a punto de pensar que en su interior se encontraba el ser más oscuro cuando, un día, la voz le susurró que podía tirar a su madre por las escaleras. Y él, convencido del gran monstruo en el que se había convertido, decidió mantenerse quieto, encerrarse en su habitación y llorar. Parecía que nunca lo había hecho, y que esas lágrimas tampoco eran suyas. Creía que era alguien fuerte, mientras todo ese daño caía por sus mejillas y se detenía sobre la colcha de su cama. De las mismas lágrimas salieron también ideas, ideas llenas de sentimientos y pensamientos reprimidos. En uno de ellos, surgió una gran pregunta: si esa voz era de él, ¿cómo es que sabía de la existencia del collar antes de conocerlo? Y el objeto malévolo rugió.
Pensó en el otoño, en cómo el viento traía consigo la palabra de la muerte. Vio aquellos árboles del bosque tras su jardín, esos que vivían sobre una colina, los mismos que estaban desnudo. Se acordó del invierno, narrado de forma cruel en todos los cuentos. Se imaginó a un hombre ornitae sobre una nube blanca, de ella nevaban enormes copos que dañaban la naturaleza, y supo que, de ser una persona, el invierno sería así.
Un día, en el colegio y alejado de aquella maldad, descubrió que allí también le seguía. La intimidad pasó a ser un recuerdo, algo que ahora se contaba en los cuentos de fábulas. «Odialos, se merecen morir», le dijo la misma voz. Entr ese, y más pensamientos donde hasta los más insignificantes insectos merecían morir, supo que tenía que alejarlo de él.
Un sábado, día de sus habituales paseos, se guardó el collar en el bolsillo y echó a correr. Llegó a la colina detrás de su casa, donde los árboles descansaban y pensó que ellos servirían de guardas. Escarbó en la tierra como si fuera un perro, en el momento en el que debió enterrarlo, se vio incapaz de hacer tal acción, y no tuvo más remedio que volver. No hubo palabras aquel día, ni tampoco órdenes de cometer asesinato contra animales indefensos. Todo quedó dicho en ese instante.
No era capaz de deshacerse de él. Lo intentó, miró el agujero, pensó en tirarlo y olvidarse para siempre de aquella experiencia. Un recuerdo para olvidar. No pudo, sencillamente no pudo. El collar se había vuelto una droga y Ethan era adicto a ella. Una droga que le tenía dominado, se había vuelto víctima de un vicio tan simple como asqueroso, a sabiendas de que no le traía ningún beneficio, solo una falsa ilusión que el propio corrompido se aferraba por creer. Necesitaba más para ser feliz, a pesar de que jamás sería capaz de ello, porque no le quedaba una vida donde serlo, solo una adicción. Solo que Ethan era consciente de lo que pasaba, y aunque aquello parecía más una maldición que otra cosa, sabía que necesitaba ayuda.
Demasiado loco para estar cuerdo, demasiado cuerdo para estar loco. Así le quería quien fuera que le hablaba.
¿Dónde obtener ayuda? Los únicos con los que mantenía relación eran sus padres, y dudaba que le creyeran si decía que una voz le hablaba y que venía de un collar. Bobby tampoco era de ayuda, de hecho, se lo dejó muy claro: nadie podía hacerle frente.
Apareció igual que lo hacen las estrellas fugaces en una noche de verano, brilló tres segundos en el cielo de su mente, e iluminó por completo toda la oscuridad que había en él. Pudo agarrar la idea antes de que se desvaneciera por completo, para leer en ella la idea que tenía. Debía hablar con aquel hombre de la tienda, al que había robado, podría ponerle la excusa de que venía devolverle el colgante, entonces preguntaría sobre él. Por fin, tras una semana sin ver el horizonte, consiguió divisarlo.
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