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7. El lugar prohibido

Nada.

Eso era lo que había permanecido siempre tras el muro: nada.

Aquel bosque que siempre se había asomado desde el muro no era nada en comparación con lo que Alicia tenía delante. Casi parecía que se encontraba en otra parte del mundo. Largos árboles de tronco delgado, rodeados de astillas y vestidos por hojas que asomaban con timidez de ellos. Sus ramas se extendían a todos lados: izquierda, derecha, norte. No tenían límites ni tampoco seguían un orden más que el azar, ni siquiera respetaban las ramas vecinas, entre las que se colaban y camuflaban. Entre aquel mar de pinos y abetos al otoño le costaba hacerse hueco, casí podía notarse en pocos árboles, cuyas hojas se teñían de naranja. Lleno de matorrales y hierba alta, el suelo no se dejaba ver.

Todas las leyendas eran mentira. Todo eran cuentos inventados para los niños. No vio a ninguna criatura.

La caída por la madriguera se le hizo eterna, tanto, que sentía estar en el otro extremo de la Tierra. La adrenalina subía por su cuerpo hasta tal punto que se apoderó de ella, había alcanzado las puntas de sus dedos. Deseando que sus pies tocaran algo, se aferró a las paredes que la rodeaban, intentando sostenerse. Consiguió, sin más, llenarse de tierra y hacerse daño porque la velocidad de la caída le impedía buscar un apoyo. Cuando salió de aquel inquietante sitio, lo hizo con un gran salto y, tras darse un golpe en el trasero contra el césped, su mareado cuerpo intentó vomitar, pero solo consiguió soltar arcadas antes de rendirse. Después echó a andar, porque en los sueños la coherencia no es necesaria buscarla.

Alicia por fin consiguió sostenerse en pie. El pasto se le metía por las zapatillas y le rozaba en los pies, zarandear solo empeoraba las cosas: así conseguía ensuciarse más. La adrenalina y la ansiedad oprimían su cuerpo. Podía sentir como si unas manos que residían en su pecho le agarraban con fuerza el corazón, se las imaginaba blancas y bien cuidadas, de mujer. Jugaban con él mientras ella se debatía entre si adentrarse en el bosque o buscar una salida desesperada en aquella madriguera que ahora estaba tapada por un montón de matorrales. «Con el corazón en un puño», ahora entendía la expresión.

La tranquilidad del lugar era ajena a ella. A los árboles Alicia les resultaba indiferente, su calma se mantenía ininterrumpida y, en algún lugar, una liebre la esperaba para tomar el té.

Por un momento dejó de tener miedo. Podría despertar si todo se volvía extraño. No pasaba nada, estaba a salvo, en su cama, arropada y dormida.

El viento seguía arrastrando las nubes y colándose por los huecos del pijama de Alicia, provocándole escalofríos y erizándole el cuerpo. El ambiente podía notarlo muy húmedo y se le pegaba a la piel, pero no tanto como para ser incómodo. No había ruido, sólo las hojas frotando entre sí a causa del aire. Un olor a césped mojado entraba por sus fosas nasales. Algo normal, hacía un par de noches hubo una gran tormenta. Alicia caminó, sin saber muy bien por qué lo hacía ni hacia dónde iba. Debía reecontrarse con la liebre, pero ahora esta había desaparecido y no sabía cómo encontrarla.

Tenía miedo y repetirse constantemente que aquello era un sueño provocaba el efecto contrario: ahora dudaba de si realmente lo era.

Muy lejos de encontrar algo feo y terrorífico, vio una flor de inmensas hojas n plegamientos en los bordes hacia abajo. De ellas emergía un fino tallo verde (o eso suponía Alicia, que no distinguía muy bien los colores en la oscuridad) y se dividía en otros tallos todavía más delgados y que eran doblados por el peso de la corola. Había infinidad de pétalos uno delante de otros. Eran hermosos. Cuando Alicia acarició los pétalos azules con líneas blancas en las comisuras, estos se abrieron y mostraron una esfera amarilla; recubierta de pequeños granos a su alrededor. Eran muy suaves al tacto y la piel se alegraba por acariciarlos. Había algo en aquella planta que la atraía, probablemente la belleza y elegancia que presentaba.

Decidió tocar lo que podría ser polen y, una vez la yema del dedo índice se había impregnado de él, se lo llevó a la boca. Alicia jamás pudo volver a probar ese sabor, pero, sin duda, nunca lo podría olvidar. No fue capaz de describirlo, ¿era dulce? ¿Amargo? ¿Ácido? ¿Agrio?

Una combinación de sabores danzaba por su boca mientras se extendían por cada papila gustativa, proporcionando una amplia variedad de sensaciones. Era la cosa más deliciosa que había probado en su vida. Caminó dando brincos después de eso, hasta que el sabor se desvaneció al cabo de un rato, tal como lo hacían los caramelos.

Así, terminó por entrar al corazón del bosque.

Era más espeso que antes, con hierbas más altas y salvajes que se le filtraban por el pijama. Ya no pudo ver más la luna, su única compañía. Alicia pensaba que la luna tenía cara y observaba con ella a la gente, para así asegurarse de que no les pasaba nada. «Esto es un sueño, así que voy a despertarme. Es muy aburrido estar aquí», pensó. Intentó hacer varios esfuerzos, hasta se pellizcó la mejilla, mas no consiguió nada. Excepto un pequeño dolor de cabeza.

—¡Nada! —Dio varios golpes al suelo, furiosa—. ¡Tendré que intentarlo de otra manera! A lo mejor quemando el bosque... —Estuvo vacilando durante un instante si quemarlo para hallar la salida era la mejor idea. Meneó la cabeza—. No, los árboles no merecen morir.

Finalmente encontró un lago entre los árboles. Era demasiado pequeño, pero parecía a la vez tan hondo que, si nadabas hacia su interior, jamás hallarías el final. Ese mismo lugar solo dos árboles solitarios descansaban a la orilla, y su sombra teñía el agua de negro, lo cual era inquietante. Varias hojas estaban en el suelo: un montón de hierba cortada. La luz de la luna no existía ya, como si se hubiera ido a otra parte.

Decidió tumbarse ahí como pudo. Era incómodo porque la hierba le raspaba y el suelo estaba duro, aunque más lo era caminar tanto. Tenía sueño y se notaba demasiado cansada, así que pensó en cerrar los ojos un tiempo, arrastrándose profundamente al mundo de los sueños. Sueños que la danzaban entre sus delicadas manos.

Cuando Alicia despertó tuvo la sensación de que habían pasado horas, pero no podía ser así, la noche seguía igual, sin una sola seña de que el amanecer estuviera cerca. El sonido del agua del lago era relajante, puede que eso la hubiese ayudado a dormir más. El viento ondeaba la superficie y el agua formaba diminutas olas; sin embargo, no pudo verlo con detalle.

Pero, entonces, algo descubrió Alicia. En los sueños no se puede dormir. Había dormido, había soñado y, con ello, descubierto que aquello era la realidad. Como si alguien hubiera estado jugando a las espaldas, manejaba a su marioneta tal cual le apetecía. La niña se quedó en estado de shock por un momento que pareció durar años. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué significaba todo? Su cerebro era incapaz de procesar que aquello fuera la realidad, pero era inevitable. De ser un sueño, era demasiado realista.

La liebre que hablaba, la ausencia de gente en las calles, una madriguera que llevaba al otro lado del bosque, nada tenía sentido. Vagas imágenes pasaron por delante en forma de diapositivas. La huella en la ventana, Kathleen la noche antes de desaparecer, esa silueta que aparecía delante del muro. Recuerdos encerrados volvieron a aflorar. Alicia se mantuvo en su sitio, presa del pánico. Había empezado a llover en sus ojos. Lo único que pudo procesar fue decidir volver a casa, y que lo haría en línea recta, de tal forma que se tendría que topar con el muro. No pensó en qué haría después, solo actuó de la manera más simple.

Caminó en línea recta, pero no encontró un muro. Resultó que se topó con un claro en el bosque. Los árboles que lo rodeaban le proporcionaban una forma esférica, alguien había cortado la hierba y arrancado las malas hierbas, porque parecía muy bien cuidado. Los árboles del fondo, en aquella noche, proyectaban una sombra alargada y siniestra, digna de una casa encantada. Pero Alicia solo se pudo fijar en el enorme tocón del centro.

Sobre él descansaba un psyquirrel.

Los psyquirrel eran pequeños mamíferos que no poseían extremidades. Sus manos, patas y dos colas estaban sueltas de sus cuerpos, los cuales podían estirar todo lo que podían y controlaban con la mente. Su pelo era de color marrón oscuro excepto por su cara y barriga, que era de color carne.

Cuando la niña se acercó más, vio que este poseía un hocico alargado. Los psyquirrel, directamente, no tenían hocico, en su lugar, debería haber estado una nariz triangular pegada a su cabeza redonda, sin ningún morro. Entonces, mientras le miraba con interés, él se puso a cantar:

¿Qué vas a saber tú lo que es la soledad?

Si nunca la has vivido como lo hice yo.

Es mi castigo, es mi manera de vivir,

algo que viví desde hace muchos años atrás.

Yo soy la soledad, yo soy la tristeza,

oculto en un lugar he de estar.

Tú jamás sabrás lo que es esto,

metido en ninguna parte, ven conmigo

y yo te haré saber lo que es.

Y mientras cantaba, Alicia se dio cuenta de que era una canción improvisada. La voz aguda y melodiosa del animal era interrumpida de vez en cuando, en versos que no le sonaban bien y volvía a rehacer, o cuando no sabía cómo continuar. Escondida entre los arbustos, escuchó a escondidas. Le resultó algo demasiado extraño, no solo porque ese psyquirrel no poseía una anatomía correcta, sino que además podía cantar. Por otra parte, no era lo más raro que había visto en toda su vida. Solo las cinco especies más evolucionadas podían ser capaces de hablar, y el animal que tenía en frente no era una de ellas. Era evidente que algo andaba mal y cada vez iba a peor.

Sintió el pánico disfrazado de un animal extraño. Un animal que hablaba, distraído mientras pensaba a la nada más absoluta, mientras ella deseaba que ojalá no girase la cabeza hacia su dirección. Las dudas sobre si aquello era un sueño o la realidad se abrían paso en su cabeza. ¿Qué escondía la realidad que ella misma veía cada día? ¿Había visto algo que no debía saber? Optó por salir de allí antes de que la criatura la descubriese.

La única orden que recibió y entendió fue huir.

Dio una zancada, después otra más larga y sólo posó su mirada hacia delante, empapada de un sudor frío y por un deseo de escapar de aquella pesadilla. Ajena al suelo, se tropezó con una rama, tambaleándose y cayendo. Sus manos se hincaron en unas piedras y sus rodillas rasparon en la tierra. Una lágrima brillante resbaló por su mejilla, seguida tras otra y unos gemidos silenciosos.

Se quedó unos minutos sollozando mientras se auto compadecía. No merecía eso, debía ser una niña fuerte y miró el entorno que la rodeaba. No pensó, no fue capaz de razonar nada que no fuera lo mismo. ¿Era un sueño? ¿Era la realidad? Pues claro que era real, la vida se mofaba de ella de una forma cruel y despiadada, con la única intención de reírse.

—¡Ah...! —dijo ella en un murmullo. Cuando se puso en pie sintió algo de dolor en el tobillo. No era nada importante, solo que del golpe todavía le dolía, nada que no se recuperara por sí mismo. Dejó de ser consciente del dolor y todas sus paranoias no consiguieron encontrar una salida que desembocara en su imaginación.

Y entonces, vio de cerca que no estaba sola. No era aquel extraño psyquirrel de aspecto raro que podía cantar y hablar. Escuchó una voz que se extendía hasta donde ella se ubicaba, era de un adulto probablemente. ¿Quién había allí? ¿Sería otro animal parlante o un chico que se había perdido? Optó por mirar, cruzando lo más silencioso que le resultaba posible. En mitad del bosque, se colocó tras un árbol de tronco delgado —como el resto— y rezó para que la ocultase. Echó un vistazo, creyó estar cerca del sujeto. Ladeando un poco la cabeza, vio una figura geométrica.

Sí, un triángulo cuyo color parecía ser el naranja. Tenía unos pequeños brazos y piernas, de seis dedos y negros comor el carbón. Sus manos estaban recubiertas por unos guantes blancos y gruesos de aspecto elegante, similares a los del ratón Mickey Mouse. Sus pies llevaban unos mocasines que parecían brillar a la luz de la luna. Al darse la vuelta hacia donde estaba Alicia, vio que uno de sus ojos llevaba un portentoso monóculo y, bajo su blanco y bien peinado bigote, había una pajarita roja bien puesta.

—No es necesario que te escondas, niña —le dijo, mostrando una torcida sonrisa—. Sé que estás ahí.

Alicia vaciló sobre qué hacer, girando con brusquedad para darle la espalda, pero sabía que no merecía la pena seguir tras un árbol. Cuando se dejó mostrar, aquel extraño sujeto cambió de forma: pasó de ser un triángulo amarillo a ser un hexágono verde. Todo lo demás seguía igual: sus guantes, botas, bigote... Ella caminó a la pata coja, dando un aspecto de debilidad del que no se percataba. El tobillo le dolía más por el esfuerzo que se veía obligada a hacer y esperaba que no estuviera más hinchado, pues no era capaz de mirarlo.

Teniendo demasiadas cosas que asimilar en una misma noche, ya ni siquiera se molestó en analizar la situación, solo la aceptó como quien entiende a la muerte. En poco tiempo, se vio obligada a aprender a cómo dejarse llevar por la situación, donde la adoptaba como si fuera un perro abandonado de la calle.

La pequeña intentó articular palabra, pero no supo qué decir. El hexágono mantuvo las distancias de Alicia, tranquilizando a la pequeña. A veces hacia gestos delicados y suaves como atusarse su bigote o jugar con sus manos con la intención de entretenerse. Su voz era firme, las piernas no le temblaban y su expresión mostraba serenidad. La niña lo miraba todo el rato, con las extremidades tiritando de los nervios.

—¿Qué hace una niña como tú por aquí? —pronunció saboreando cada palabra y con una mirada de tristeza. Él chasqueó los dedos—. ¡Ajá! Te has perdido, ¿verdad?

Ella asintió. Una parte de su cabeza le dijo que se fuera de allí de inmediato, que era peligroso. Pero no podía irse sin más, debería dar una excusa, ¿no? Su mente había bloqueado cualquier razonamiento, así que no sabía qué era lo que tenía que hacer.

—No debes temerme. —El hexágono la analizó de arriba abajo, para después mirarla a los ojos unos segundos, pero no de una forma incómoda—. Si quisiera matar a alguien como tú, ya lo habría hecho.

—O quizás no —respondió ella sin esperar una fracción de segundo, la respuesta fue automática—. Siempre dicen eso, pero luego al final acaban matando a la víctima.

El hexágono chasqueó la lengua.

—Pareces inteligente, aunque no mucho si te has perdido... —Una sonrisa triunfante salió de su boca. Nadie se podía poner por encima de él. Jamás.

Alicia se calló, ofendida, decidió que todo aquello era tan estúpido. ¿Cómo iba a estar hablando con un hexágono? Además, tampoco sabía qué preguntar y no era capaz de entender lo que estaba sucediendo. Dio una media vuelta muy brusca: dando un salto fuerte y directo. En ese momento donde todo se mantuvo pausado, siguió su instinto y decidió marcharse.

—Esto no es más que un sueño. —Alicia pensaba que, cuanto más lo dijera, más segura sería esa afirmación. Quería creerse su propia mentira.

—¿Quién sabe? —El hexágono volvió a chasquear los dedos. Permanecía en calma, no se movió, pero sí que miraba su espalda—. La mente es un gran misterio y nadie será nunca capaz de entenderla. ¿Acaso sabemos cuándo estamos soñando?

Ella, que se había parado, se giró para mirarle. Por muy raro que fuese ese tipo, era lo más normal que le sucedía esa noche. Pero, aun así, no confiaba en él. Ya no confiaba en nada.

—Sé que me tienes miedo. Tu expresión corporal me lo dice —afirmó. Estaba por encima de ella, él era una araña que poco a poco había estado tejiendo su tela y ella la mosca que había ido directa. Sí, estaba muy por encima de su posición.

Pero Alicia no fue capaz de entender en qué lo había notado. La realidad ya no existía para ella, no podía verla, había demasiada oscuridad y bien podría haberla tenido delante, hasta chocarse con ella, que seguiría en las mismas.

—Es curioso el silencio, que a veces dice más que incluso las propias palabras —sentenció. Siguió sin moverse, tranquilo y hablando en un tono suave y relajado.

Alicia sentía el ambiente muy cargado, le aplastaba hasta intentar hacerle caer en el suelo. Algo la estrujaba, le hacía sentirse demasiado vulnerable e insignificante.

—Niña, es normal que tengas miedo. Mira dónde estás. —Ella miró a su alrededor, estaba en un bosque. No comprendía lo que le decía, el miedo paralizaba su mente—. Este sitio es el origen de muchas y muchas leyendas. Eres incapaz de mantenerte tranquila, porque crees que algo puede aparecer y llevarte.

El hexágono dio un paso. No recibió respuesta, tampoco esperaba alguna. Al ver que Alicia no presentó señas de alerta, dio otro último. Seguían manteniendo las distancias, unas distancias que ahora eran más cortas.

—Sabes que aquí no hay nada.

—¿Q-quién eres? —inquirió ella, deseando cambiar de tema. Deseando tener un pretexto para huir, porque ahora pensaba que él era un monstruo. Quiso llorar de nuevo, pero se aguantó, dejando sus ojos llenos de unas lágrimas que le emborronaban la vista. ¿A qué jugaba el hexágono?

Él chasqueó los dedos de nuevo.

—Estás en un sueño, querida. Yo soy producto de tu imaginación y, si tu mente no es capaz de explicar quién soy, entonces es que no existe dicha explicación —Alicia se sintió muy rara. Algo en ella no cuadraba.

—No confío en ti.

—¿Acaso yo he querido que lo hagas?

Ella huyó de él, decidió que ya había esperado mucho, que dar una explicación sería inútil y prefería irse. No quería volver a verle, no quería volver a pensar en él. Quería despertar, o desear que todo acabara de alguna buena forma. Sabía que llorar, por mucho que quisiera, no iba a arreglar nada. Echaba de menos a su familia, a sus amigos, a ella misma incluso. Caminó a pasos irregulares y lentos, mientras el otro se quedaba estático.

Estaba asustada y ahora sí que veía la muerte muy de cerca. Que el hexágono no se moviera, la asustaba todavía más, eso la hacía permanecer en alerta de todo, pero no quería mirar atrás. Esperaba que los árboles la ocultasen. Cuando le perdió de vista intentó tranquilizarse, hasta que, entre uno de sus saltos, su pie izquierdo se tropezó, cayendo al suelo y golpeándose la espalda con algo duro. Una vez se apartó de aquello que fuera lo que atufaba, vio lo que era.

Eran huesos.

Tumbada en el suelo, gritó desesperada. Acababa de ver un cadáver. De él solo quedaba el esqueleto, lleno de moho y flores que se habían hecho paso tras él. No quedaban trozos de carne y los huesos estaban podridos. Parecía de un hombre adulto. Un esqueleto humano estaba frente a ella.

Y, a lo lejos, el hexágono verde, había aparecido. Estaba vez se mostraba preocupado.

—¡¿Estás bien?! —preguntó.

Alicia se quedó muda, no respondió. Alguien había muerto ahí. Estaba tirada en el suelo, mirando el cadáver con los ojos muy abiertos.

«Peligro», le dijo su cabeza.

El hexágono se acercó a ella y, por primera vez, se atrevió a tocarla. Para Alicia eso ya no importaba, le aterraba más saber que, delante de ella, había un muerto de hacía mucho tiempo. «Peligro», no paraba de pensar.

—Quiero volver a casa, quiero volver a casa —repetía una y otra vez. Se lo decía a la nada.

—Escúchame —le dijo el hexágono, calmado—, conozco este lugar, yo puedo hacer que regreses.

—No, no me fío de ti —dijo ella sin mirarle. Ella se mostraba débil y él se aprovechaba.

—Adelante, entonces quédate aquí, perdida para siempre.

Él, no dijo nada más, se dedicó a dejarla en paz e irse, cuando sintió que alguien lo tocaba por detrás. Alicia descubrió una nueva cosa sobre esa figura: era plana y no tridimensional.

La única opción de la que era dueña era en cómo moriría. Para una niña de once años, que no había tenido tiempo de alcanzar la flor de la vida, averiguar cuál sería la mejor forma de morir era afrontar demasiadas cosas de las que ni siquiera entendía. No pudo luchar contra la idea, y se acordó de la liebre. Brillante y llena de alegría, se aferró a la idea de encontrarla como única manera de vivir. Quizás también aquel psyquirrel podría ayudarla. Cuando vio a la vida frente a sus ojos decidió sujetarla y aferrarse todo lo que pudiera.

Se levantó, con una idea en mente: la liebre la ayudaría a volver a casa. Estaba segura. No había monstruos en aquel bosque, el bosque lo era en sí mismo.

Figura y humana caminaron en direcciones opuestas. Pero la red del hexágono aún no estaba lista, y comprendió que la niña no iba a seguirle. Seguir buscando la forma de acabar con una torre, cuando al rey ya se le había hecho un jaque mate no tenía sentido, y él lo sabía. Agarró a Alicia por banda. Medía poco más de treinta centímetros que ella, pero no le constó nada ponerla contra un árbol de un golpe, los zarandeos e intentos de defensa no sirvieron de nada. Era mucho más fuerte y el acto reflejo de la niña le había traicidionado: puso los brazos frente al árbol, a ambos lados, antes de que se diera cuenta, como si de unas cuerdas salidas de la nada se tratara, Alicia estaba atada a un árbol.

—Estúpida niña, ¿qué más te da? Vas a morir d euna forma u otra..

—¡SUÉLTAME! —gritó en cólera. Jamás en la vida había odiado tanto a nadie como a aquel hexágono en es emomento.

—Fue una suerte que creyeras que todo era un sueño, ¿sabes? —No, tenía que serlo, debía de serlo más bien. La figura se relamió y comenzó a pasar sus dedos por su piel, los movimientos lentos y cuidados se asemejaban más a una caricia. Luego llegaron los pellizcos, sobre todo en zonas donde más carne había—. Tienes una pinta deliciosa.

—¿Me vas... a comer? —inquirió con una cara de horror.

—Claro, tenía curiosidad por conocer el sabor de una persona. —No pareció inmutarse, ni sentir empatía por la niña que lloraba y berreaba. Estiraba su cuerpo con tal de salir de aquellas cuerdas—. Te encontré por casualidad y... bueno, estamos solos y no puedes escapar. Ya me entiendes.

—Eres horrible.

Entonces él rio, mofándose de las palabras de Alicia.

—¿Yo? ¿Horrible? —No parecía molesto, más bien sorprendido—. Vosotros, los humanos, coméis animales cada día, tratándolos como si no fueran absolutamente nada. ¿Qué diferencia hay entre lo que tú haces y voy a hacer yo, si es exactamente lo mismo?

Alicia no supo dar una respuesta. Su mente estaba en blanco. No era capaz de mirarle a la cara, solo mantenía la mirada fija en sus zapatos.

—No me comas, por favor, no lo hagas.

—No me importa lo que pienses tú, me importa más saciar mi curiosidad alimenticia. —Se sacó los guantes y mostró sus largos dedos que eran más bien garras, preparadas para estirar de la carne de la niña o matarla. Sus dedos eran sierras, parecidas a las de los insectos como las libélulas.

Deseaba despertar. Nada era real.

Antes de que pudiera darse cuenta, dejó de notar presión sobre su torso, miró abajo: las cuerdas ya no estaban. Alicia aprovechó la oportunidad para correr, el hexágono gritó. La niña, presa del pánico y necesitada de saber qué estaba ocurriendo a sus espaldas descubrió que algo le había atacado. Estaba tirado en el suelo, y ahora se había convertido en un círculo rojo que gritaba improperios.

Un destello brillante, que parecía ser la liebre a la que había perseguido, apareció ante sus ojos. El animalillo tenía una mirada de furia y parecía ignorar a Alicia. La liebre echó una mirada a la niña, luego devolvió su atención al círculo que acababa de levantarse. Ahora esta también había cambiado de forma: un guepardo de mayor tamaño al habitual se encontraba ante ella, haciendo frente a la figura. Esta última se dio cuenta de lo obvio y dio a Alicia por perdida. Ambos se avalanzaron uno sobre el otro, en un duelo que consistía en ataques de garras. No pudo ver nada, menos cuando todo surgía tan deprisa que el guepardo se convirtió en una mancha blanca.

—¡Huye! ¡Vete de aquí! —le chilló alterado en un segundo de pausa. Vio que su voz se desgarraba por el pánico. Después se defendió del círculo, dio un saltó hacia atrás y arañó algo en el aire. Parecía que solo este podía verlo—. ¡VETE! —gritó en forma de súplica. Alicia recapacitó e hizo caso, pero algo la paró de nuevo—. ¡Pero debes volver, tienes que encontrar al psyquirrel!

Alicia, temblorosa, corrió hacia la dirección opuesta. La última frase, la que más le dejó tocada, la olvidó en unos segundos. El instinto de supervivencia volvía a primar, y esta vez podía tener una salida. No sabía qué estaba pasando, ni mucho menos qué había dejado atrás. Tenía miedo. Mucho miedo.

No supo qué pasó a continuación, pero cuando vio por fin un alto muro, ella cayó en un sueño profundo.

Despertó un poco antes del mediodía, en un hermoso domingo. El sol que entraba desde la ventana la despertó, era débil, no obstante, le daba de lleno en los ojos. Descubrió que la persiana estaba subida y las cortinas echadas; eso le dio igual. Todavía algo dormida, se dedicó a escuchar los sonidos que la rodeaban. En el exterior los pájaros piaban, algunos cantaban melodías irregulares. En otra parte de su casa, escuchaba a su familia conversar sin ninguna preocupación.

Tenía razón: todo había sido una horrible pesadilla. Como quien se despierta de un horrible sueño, se encontró más aliviada que nunca. Se quedó unos segundos observando su habitación para asegurarse de que estaba bien. Recordó el dolor que sentía en el tobillo y, al moverlo, no le dolía en absoluto. Estaba mucho más calmada y respiró de forma pausada y tranquila.

Cuando fue a levantarse notó algo extraño. Retiró las sábanas y la manta, para su sorpresa, trozos de hierba que se habían colado dentro del pijama. Junto a la cama, había hojas tiradas por el suelo, propias de abetos.

A partir de eso momento Alicia tuvo claras dos cosas: aquello no fue un sueño y tenía que volver para saber qué era ese destello que había visto.

Sus respuestas se hallaban tras el muro.

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