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6. A través de la madriguera

Alicia no supo cómo debía sentirse. Era evidente, tras los últimos acontecimientos, que aquella figura quería que fuera al bosque. Ese gesto lo decía todo. ¿Debería preocuparse? ¿Acaso era una llamada de Kathleen para que entrase y la rescatara? Podía ser tantas cosas y a la vez ninguna. Lo que sí fue cierto que durante una semana aquella figura no volvió a aparecer más por allí, como si hubiera vuelto a desvanecerse. Por tanto, dejaba a Alicia sola de nuevo.

Por otro lado, decidió que lo mejor era indagar por internet en busca de respuestas. Era lo más seguro en muchos aspectos. Lo había visto varias veces en las películas y siempre encontraban algo interesante que les ayudaba a seguir en su investigación. Contra todo pronóstico, la pobre Alicia no dio con nada; salvo que tenía cáncer y un posible lupus. Ella no tenía ni idea de qué era el lupus, pero saber que estaba enferma hizo que, llorando, le explicara a su madre que se iba a morir pronto.

—¿Pero tú dónde demonios te metes para encontrar esas cosas? —Fue su respuesta, no estaba furiosa, sino estupefacta. Difícil era saber cómo actuar ante semenjante comentario. La reacción de Daniel fue reírse tanto hasta tener que tumbarse en el suelo: de la risa apenas podía respirar—. ¡Ignora lo que te diga Internet! ¡No todo es cierto, echa un poco de cabeza, alma de cántaro!

Y con eso Alicia se sintió estúpida y patética. Había hecho el ridículo, y no sólo eso: había descubierto que su única opción podía mentirle. Con razón siempre había de todo en internet, ¡algunas cosas eran inventadas!

Así que, con una basta niebla que tapaba el horizonte, pensó que podría contarle algo a su hermano. Era difícil. Tenía varios amigos en su clase, pero ninguno con la suficiente confianza como para hablarles del tema, igualmente la niña se encontraba en una etapa donde veía lo que significaba ser amigos, y durante el último tiempo se centraba más en Martín y Astrid que en el resto. En cuanto a estos últimos, definitivamente no. Astrid era escéptica de principio a fin, cualquier cosa que pudiera decirle ella siempre intentaría darle una respuesta científica y, de no ser capaz, estaba convencida de que alguien lo haría. A Martín es que no había por dónde cogerlo. A veces creía, a veces no. Era como si se debatiera consigo mismo sobre si lo más acertado era aceptar el mito o intentar buscarle otra solución.

Solo le quedaba Daniel. Losños los habían distanciado, pero aquella relación que mantuvieron antes de que el empezara el instituto seguía ahí. Esa pequeña chispa, que no se había apagado gracias a los recuerdos y la añoranza. Una noche, porque como decía su hermano: «en la noche, las tinieblas nos envuelven y es el mejor momento para guardar secretos», optó por contarle lo de Martín, decidió guardarse lo de la silueta resplandeciente. Aquello era más íntimo.

—Me han contado que tras ese muro hay un sitio en el que habita una criatura que se lleva a la gente de la ciudad.

Cómo no, la delicadeza se esfumó cuando los nervios ganaron. Era o soltarlo todo de un tirón o no soltarlo nunca.

—¿Qué? —Su hermano ladeó la cabeza, extrañado. Esperaba tener una explicación razonable a aquel comentario hecho de repente. Si su hermana hubiera sido adolescente, casi pensaría que estaba medio drogada por efecto de alguna cosa que habría fumado.

—A ver, mi amigo Thomas nos dijo que su abuelo, creo que fue él —Se paró un momento a pensar para después asentir una vez se había asegurado—, le había dicho que antes la gente desaparecía en el bosque, y que por eso construyeron el muro.

—La abuela me contó algo sobre que una... —Daniel puso los ojos en blanco. Le dio al menú de pausa a la partida de Mario Kart en la que estaban jugando. Intentó evocar aquella conversación que más o menos se parecía a esta—. Sí, una bisabuela suya se perdió en el bosque porque dijo que iba a entrar a por setas, y que nunca más apareció.

Alicia abrió la boca y los ojos de pura emoción. Sabía que la conversación iba a buen puerto, por lo que podría sacar información sobre qué había exactamente allí. Al menos, si tenía alguna pista o historia, podría avanzar el algo. Había un bosque, eso era lo único seguro, ¿pero cómo era? ¿Cuánto medía? ¿Qué tipo de vegetación era la que vivía?

—¿Y qué más te dijo?

―Nada, no gran cosa. —Daniel se encogió de hombros y miró a la pantalla por unos segundos, luego parpadeó un poco. El tenue brillo del televisor le iluminaba la cara dándole un aire más misterioso entre toda aquella oscuridad. Los sususrros lo convertían el alguien todavía más interesante, como si ayudaran a decir que debías guardar el secreto—. Fue todo muy por encima, además de que se lo dijeron a ella, su madre, creo, y pues me lo comentó. Solo sé eso, que se fue y no volvió.

Alicia se acomodó sobre el cojín del suelo, dejó el mando enfrente de ella, por lo que daba por hecho que la partida estaba marginada. A su lado, sobre la cama desecha, Daniel se apoyaba en el borde. El viento otoñal sopló con fuerza desde el exterior y por un momento se escuchó un silbido que se colaba a través de la ventana. Dentro de aquel cuarto cálido, pareció pasar desapercibido.

—¿Qué te contó ese niño exactamente? —inquirió Daniel de pronto, desconfiado. Sobre todo por la inocencia de Alicia, que se creía casi cualquier cosa.

Alicia le narró todo lo ocurrido. No fue objetiva, porque suprimió el hecho de que Martín y Astrid se lo tomaron solo como una leyenda, de hecho, en su versión de la historia, el chico aseguró que era totalmente cierta porque se lo había contado su abuelo. Daniel arrugó el entrecejo pero no dijo nada. Ya conocía la historia de sobra (como para no hacerlo en aquella ciudad), y aun cansado escuchó cada palabra de Alicia para saber qué versión conocía ella.

—Es todo tan siniestro. —Fue lo único que contestó él.

—¿Tú crees esa leyenda? —inquirió Alicia, se podía ver con claridad sus ojos color miel desde la oscuridad.

—Sinceramente no, hay tantas versiones de eso que suena a cuento chino para que los niños s eporten bien —respondió tajante luego volvió a reanudar la partida y, aprovechando el intervalo de tiempo hasta que Alicia cogió el mando, consiguió adelantarla. No le sentó nada bien esa respuesta tan directa, porque esperaba lo contrario y se llegó a deprimir un poco—. De todas formas hace décadas o incluso siglos que nadie entra allí, es imposible saber la verdad.

Claro, era evidente, hasta que alguien no entrara y dijera qué había visto tras los muros, todo seguiría rondando en base a las leyendas.

Pasada la medianoche, Alicia ya se encontraba sumida en un sueño profundo del cual era difícil despertar. Cada vez que estaba a punto el mismo le silbaba nanas para que volviera a sumergirse en él. Su respiración era lenta e irregular, no movía ni un músculo y las sábanas de dinosaurios la protegían contra cualquier bestia de la habitación. En aquel mismo sitio se encontraban dos mundos: los sueños de la pequeña y el mundo real.

Un ruido seco golpeó el vidrio con un toquecito.

Alicia no se inmutó, ni pareció escucharlo. Tuvieron que sonar varios golpes para que ella consiguiera percatarse de ellos. Cuando lo hizo, abrió los ojos y siguió tumbada hasta que el siguiente golpe en el vidrio hizo que se sentara sin entender nada de lo que pasaba.

Entonces, fue cuando pensó que podrían provenir del espejo.

«Un momento, yo no tengo ningún espejo en mi cuarto», se dijo para sí misma. El sueño la mantenía atontada.

La otra opción era la ventana. El corazón comenzó a latirle muy deprisa, se mantenía en una lucha interna entre la calma y el nerviosismo. Con una sensación de peligro que la azotaba y le gritaba correr todo lo que pudiera, pero el sueño seguía fuerte y reinante. Poco a poco el primero se fue haciendo paso en una guerra que duró demasiado.

El nerviosismo le dijo que se quedara quieta, viendo de reojo. Vaciló sobre si taparse la cabeza con la manta, hasta que comprendió que lo mejor era hacerse la dormida y permanecer inmóvil. Llegado a un punto de constancia, se movió un poco, miró de soslayo a la ventana y no encontró nada, poco a poco echó un mejor vistazo. Si allí había algo, las cortinas y la persiana lo tapaban.

Cuando apartó las cortinas con lentitud (demasiada, se podría decir) y subió la persiana («pero si la persiana está delante del cristal desde el exterior» recordó Alicia, y allí fue cuando supo que algo estaba mal, pero ya era demasiado tarde y la persiana estaba retirada) vio a una liebre blanca sobre el rellano; sentada mirándola a los ojos. Su pelaje se ondeaba con el viento, inclinándolo hacia delante. Tenía un brillo plateado igual que el de aquella silueta. Tanto sus ojos como su hocico eran del mismo color blanco, solo los ojos poseían un tono más oscuro tirando al azul. Era hermosa y grande para ser una liebre. Al percatarse de que Alicia acababa de conocer su presencia, el animal dio varios saltos y, en el último, se tiró al vacío.

La niña abrió, rauda, la ventana y descubrió a la liebre en el suelo de la calle cuando echó su cuerpecito hacia delante. Parecía que quería que la siguiera. Ella se negó, mas no podía evitar no hacerlo. Como si una fuerza superior la obligara a obedecer, decidió salir a la calle. Estaba claro: era un sueño. No podía ser otra cosa, no tenía sentido porque, ¿cómo una liebre voladora podía tocar el cristal traspasando la persiana? Solo con aquella frase se convenció.

Sin hacer ruido, caminó por los pasillos de la casa y abrió la puerta principal con la llave. Quiso detenerse ahí mismo, si alguien la veía sabría que se la había cargado. Intentó sujetarse el brazo pero, pero en su lugar sujetó el pomo y salió al rellano. No sabía qué le daba más miedo, si lo que la esperaba fuera o una regañina de sus padres. De todas formas, aquello era un sueño, era tonto tener miedo por una regañina que no ocurriría de verdad. Era como aquellos otros sueños donde se volvía consciente de que estaba durmiendo.

Pum-pum, latía su corazón.

Dio gracias a que nadie apareció por las escaleras del bloque. Sí, podría salir y, en una ciudad, ¿cómo iban a saber quién era ella? Quiso convencerse de que no pasaría nada, metiéndose en la cabeza muchas ideas positivas. Abrió la puerta del edificio y por un momento se alegró de llevarse las llaves de su hermano consigo. Esperaba que nadie se percatara de su ausencia.

Cuando salió a la calle un aire fresco le dio en la cara y dejó que la puerta del oscuro portal se cerrara de golpe, produciendo un sonido que, aunque alguien lo escuchara, esperaba que lo dejaran pasar por alto. Tampoco encendió las luces mientras bajaba por las escaleras, así que anduvo a tientas. Las farolas se erguían y a lo lejos se escuchaba a la gente joven que estaba de fiesta. Justo en el borde de la acera vio a alguien esperándola.

La liebre dio saltos enormes cuando la vio y continuó hacia delante, siguiendo la calle de largo. Ella tuvo que andar deprisa si quería seguirle la pista. ¿Por qué hacía esto? En el fondo no quería. Entonces, se preguntó si la misma liebre era ese resplandor que había visto durante varias noches.

—¡Vamos, deprisa! Vamos a llegar tarde, muy, muy tarde —chilló la liebre mientras corría por las calles. Era más veloz que Alicia, así que le costaba seguirle el ritmo, tampoco es que ir en pantuflas ayudara.

Si había visto bien, ahora la liebre llevaba un monóculo y un chaleco (también plateados), los cuales lo vestía antes. Sumado a que las liebres definitivamente no hablaban, supo que aquello debía ser un sueño.

El cielo estaba recubierto de nubes enormes y grises, pero dejando varios huecos despejados. En ellos las estrellas que se podían ver no brillaban, como sumidas en un letargo. El viento desplazaba las nubes con rapidez y mecía las plantas y demás elementos de la calle con suavidad. Pero para Alicia esto no era así. El aire pasaba por cada ranura de su ropa y se colaba directo a su piel. Estaba helado y eso le hacía sentir mucho frío. Era una noche hostil y áspera.

Algunas hojas caídas hacían pequeños sonidos dulces al raspar la acera. Descendían y se meneaban antes de tocar el suelo, como si bailaran, para luego volver a emprender su viaje.

La liebre no corría en ninguna dirección concreta, daba varias vueltas por las calles de la ciudad, mientras la niña se veía obligada a perseguirla. Notaba el diseño de los barrios cambiar, la diferencia entre los edificios, varios locales que nunca había visto. No supo cómo era posible, que no vio a nadie en ningún momento. Un sueño. Estaba segura de que así debía ser. No había otra explicación racional para ello.

Caminaron hasta llegar a un parque en el que Alicia jamás había estado. Sintió muchas ganas de llorar, sabía que estaba perdida y que posiblemente nunca encontraría el regreso de camino a casa.

El parque estaba tan aislado que no parecía cuidado, ni tampoco había casas construidas cerca. Varios matorrales habían crecido en todas direcciones sin control, así como la hierba. El mecer de los columpios sonaba chirriante y los hierros, al igual que los del tobogán, lucían oxidados y viejos. No había flores, y los árboles estaban muy crecidos. El suelo era un montón de tierra, sin ninguna pisada ni muestras de que alguien hubiera pasado por allí en mucho tiempo. El subibaja estaba desgastado, pues la madera tenía muchas astillas levantadas y la pintuda aparchajada. El viento seguía dando de frente a Alicia, fuera donde fuera, allí estaba él.

Para llegar hasta a él había que subir por una colina alejada de la ciudad, desde donde s epodían divisar las luces a lo lejos. Estaba claro que ya no se encontraba en Serinder, como mucho, a las afueras. Ningún edificio se encontraba cerca, aunque era mucho mejor, porque a saber cómo estaría. En la otra parte del parque se veía un descenso del terreno que desembocaba en más y más montañas.

Se sentó en un columpio que se mecía por el aire, como si hubiera un niño fantasma columpiándose en él. Estaba cansada de haberse movido tanto, osbre todo porque Serinder era cuesta pura, necesitaba descansar. Los lugares para montarse del parque daban de por sí temor, pues el viento hacía que se movieran solos. Y mucho menos, saber que estaba rodeado de viejos árboles secos. La hierba se había adueñado del sitio y raspaba los tobillos a Alicia. Para mayor mal, había hierbajos venenosos.

La liebre se situó justo delante de Alicia, dando botes y sin quedarse quieta en el sitio.

—¡Vámonos o llegaremos tarde! —le gritó. Entonces, sacó un reloj de bolsillo de la nada y su cara mostró terror—. ¡Pero mira qué tarde es!

Estiró con sus patitas la pernera del pijama rosa de la niña, ansiosa, a ese ritmo parecía que le iba a dar un infarto en cualquier momento. Grandes gotas de sudor caían por su cara. Hasta el punto de tener que limpiarse los ojos porque no la dejaban ver. Esa escena le recordaba muchísimo a algo.

—Esto lo he leído yo en alguna parte... —susurró para sí.

—¡Oh, no, no, no! ¡QUÉ TARDE ES! —La liebre estiró del pantalón de pijama, aún más, de Alicia para que siguieran andando.

En ese momento cayó en la cuenta, la liebre le pareció ser casi igual a la que aparecía en el libro Alicia en el País de las Maravillas, su libro favorito. Recordaba que su hermano le quiso poner Alicia porque así era el nombre de la protagonista.

De alguna manera decidió levantarse del columpio y seguir al pedante animal. La liebre aceleró el paso más rápido que antes y gritando por el camino muchas cosas que la pequeña no entendía. Se adentraron entre el campo, había muchas hierbas altas y secas, porque cuando Alicia las tocaba, las sentía muy ásperas y se le pegaban a la ropa. Era incómodo notar astillas en tu cuerpo y no poder quitarlas para poder seguir corriendo. Se entristeció de no ver flores, aunque claro, todo era un campo negro y no las habría divisado igualmente.

La liebre corrió por el borde de una carretera que se encontraron a mitad de camino, justo en una curva muy amplia que había. No, seguro que era un sueño, las liebres no hablaban, ni saltaban desde un quinto piso para caer intactas al suelo; tampoco era creíble que no hubiese absolutamente nadie en ninguna parte. Y eso que escuchaba voces de gente de fiesta a lo lejos.

A este punto parte de las luces de Serinder no se veían, y lo único que tenía delante de ella era una negra carretera que se mezclaba con el horizonte. La noche parecía hacerse eterna y la enorme luna había cambiado notablemente su posición en el cielo. Las nubes tapaban todavía más la bóveda celeste y el aire se volvió más salvaje. Dado que Alicia solo llevaba un pijama tenía muchísimo frío. Ojalá se hubiera puesto algo debajo.

La liebre frenó en seco y, al girarse hacia la derecha, Alicia supo cuál era su destino: el alto muro que rodeaba el bosque. El animal siguió gritando que debían llegar antes de que fuera todavía más tarde. Pero algo ya no parecía cuadrar en la mente de la niña, como una señal que le indicaba que debía volverse. Echó un último vistazo a la carretera, pero cuando devolvió la vista donde se suponía que estaba la liebre, no encontró nada. Dio indecisos pasos y descubrió que en su lugar había una madriguera. ¿Estaba ahí antes? La miró primero con recelo, después con miedo. Sus piernas empezaron a moverse solas. Anduvo un paso. Anduvo otro. No podía frenar. Necesitaba entrar, se lo decía su cabecita. Eso era un sueño, mas tenía miedo...

Iba a entrar.

Se asomó por la madriguera. No, ella no quería, no sabía qué habría ahí ni mucho menos qué le esperaría al otro lado. La luna era su única compañía y creyó ver en ella una sonrisa cruel. Un agujero, eso era sin más. Un simple hoyo en la tierra que le obligaba a entrar. Entonces lo hizo, sin evitarlo, sin oponerse, sintiendo su cuerpo caer de cabeza y la sangre en ella.

Y cayó, y cayó, y cayó, y todo negro se volvió.

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