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5. El niño y el musketón

Ethan era, con tan solo diez años, alguien a quien podríamos describir como peculiar. Muchos de sus rasgos eran indicios para darse cuenta de ello. Lo que uno se topaba, nada más verle, era con su naturaleza reservada. Callado y cabizbajo, como si de una barrera se tratase, pronto podíamos llegar a la siguiente capa: su mutismo. Jamás, en toda su vida, había pronunciado palabra; las cuerdas vocales, destrozadas, eran incapaces de formar un sonido.

Para el chico aquello no habría importado si aquella no fuera la razón por la que se encontraba solo. Los niños de su clase no querían juntarse con él, porque lo tachaban como el raro. Además, interactuar siempre resultaba difícil porque debía escribir todo en un papel, eso hacía que las conversaciones se volvieran largas y tediosas. Tampoco es que Ethan intentara juntarse con otros niños, con el tiempo se formó una armadura y, para evitar más daños, no vio el hacer amigos como algo necesario.

A veces parecía que su personalidad cuadraba con el entorno en el que se había criado. Un barrio familiar, en las afueras de la ciudad de Serinder, lleno de casas inofensivas con jardines. Depende de cómo lo miraras, el bosque que delimitaba el área podría ser enternecedor o un tanto siniestro. En primavera, cuando las flores crecían y todo se llenaba de colores, se convertía en el lugar favorito de recreo de los niños. Pero por estas fechas actuales, los árboles ya estaban desnudos; donde antes tapaban la vista copas frondosas de árboles, ahora encontrabas todo inundado de ramas huesudas. Tan secas, tan secas, que si te quedabas mucho tiempo mirando un escalofrío te recorría por la espalda. Casi podía parecer que aquellos árboles poseían rostro en sus troncos, con el cual también te miraban fijamente.

En aquella casa el panorama era diferente. El descansillo de la entrada daba a unas escaleras de madera en primer plano, por las que Ethan se encontraba bajando aquella mañana. Odiaba el rechinar de la madera. Un escalón. Otro. Un ruido. Otro. A lentos pasos se desplazaba, con la intención de no llamar la atención de nadie, si es que eso fuera posible. Sin hermanos, y con sus padres posiblemente durmiendo a aquellas horas de la mañana. La luz que se filtraba por el ojo de buey le cegaba y volvió a odiar aquella casa. Cuando puso sus pies en el suelo del pasillo, se dispuso a entrar a la cocina, y allí se topó con su padre. Este, de buen oído, se giró para saludarle con la cabeza, y después siguió leyendo en su teléfono.

Por la ventana entraba la luz de la mañana, débil pero maldita. Lo suficientemente baja como para cegar a Egan desde un punto justo. Avanzó por las losas blancas y negras y abrió la puerta de la nevera, después de un rápido vistazo entendió que no había leche. Con un rápido vistazo a los cajones que se situaban a la derecha comprendió la situación: en aquella casa a nadie le importaba la dichosa leche salvo a él.

—No hay leche —le hizo saber a su padre en lengua de signos. Sus movimientos eran más lentos de lo que él quería expresar, pero su ceño fruncido dejaba ver muy clara su situación.

—El lunes compro —sentenció su padre.

En aquel momento, para apaciguar la ira del niño, su padre sacó un cartón de batido de chocolate y aquello le sirvió de desayuno a Ethan. «Por lo menos alguien que piensa» se dijo para sí el niño, y meneó la cabeza. Justo en ese momento Leo, su padre, le dio unos codazos para que prestara atención a la pantalla de su teléfono.

—Mira, acabo de encontrar un diario de un periódico que habla de Serinder.

Con letras grandes podía leerse «EL FANTASMA DE KATHLEEN HARREDOM». Cómo suponía, no podía hablar de otra cosa. A su padre le gustaban las cosas extrañas, lo paranormal, lo prohibido, incluso los casos de asesinatos. Recordaba escuchar esos programas que no le dejaban ver, a altas horas de la amdrugada. Niños que un día deciden matar a familiares, vecinos o amigos por una especie de instinto sádico, mujeres que matan por herencias, a veces se paraba a escucharlos y se preguntaba qué diferencia habría entre ellos y las series de misterio donde un detective privado resolvía un asesinato.

—No le digas ni una palabra a tu madre de que te dejo leer estas cosas, ¿de acuerdo? —Ethan arqueó las cejas ante tan desgastado chiste, suspiró y empezó a leer.

Kathleen Harrendom, de cinco años, fue víctima de una serie de sucesos que, a día de hoy, siguen sin tener explicación.

Varios años han pasado desde que, una mañana, Fiona Harrendom descubrió a su hija con unos ojos rojos del color de la sangre que apuntaban fijamente hacia ella. Ignorando aquel suceso, los padres no podían evitar escuchar a su hija afirmar que escuchaba voces de otras personas, ni mucho menos se les pasaba por alto los golpes que presentaba en sus extremidades.

Pocos lo desconocen ya que el incidente se trató de ocultar; sin embargo, rumores afirman cómo la niña, mientras hablaba una especie de lengua desconocida, pareciera como si su mente perteneciera a otra parte. Nadie sabe qué sucedió después con el maestro que solía darles clase a aquella clase de niños asustados, pero hay quien dice que se mudó de región.

A día de hoy se sigue afirmando que Kathleen sufría de una esquizofrenia poco común, pero no explica qué pasó aquella noche del dos de diciembre del 3110, en la que no se supo nada más de ella. Como si la ciudad se la hubiera engullido en aquel mismo momento.

El artículo seguía, pero a Ethan eso no le interesaba. Ethan poseía una barrera que lo separaba del mundo, los pensamientos externos, las palabras ajenas, rebotaban en su burbuja y volvían en la dirección de la que provenían. Aquella vez sucedió lo mismo, no pareció importarle demasiado; un suceso alejado del mundo, ocurrido en alguna otra dimensión alterna a la que él no pertenecía. Eso era lo que sentía el chico. Si bien la desaparición de una niña podría haber tocado a alguien, que lo hiciera de forma tan superficial y surrealista parecía sacada de un cuento. Sin embargo, en esa misma ciudad, una niña llamada Alicia todavía seguía tocada por aquel pensamiento.

Pero esa es otra historia y, como todo, aún debe esperar.

Esa misma tarde Ethan decidió dar su paseo habitual. No tenía amigos, pero le gustaba salir y ver el mundo. Sus padres le dejaban salir siempre que fuera por el vecindario: los límites se había encargado su padre de dejárselos bien claros. Su madre Eulivet, por otra parte, se encargaba de recordarle las normas.

―Nada de pasar más allá de la calle Srödhinger, ni la Fleuming (ya sabes, la de la casa amarilla), antes de que anochezca vuelves, y no hables nunca con desconocidos.

―¿Pero cómo va a hacerlo? ―repuso Leo, quien se encontraba escuchando desde el salón.

―Ay, bueno, tú ya me entiendes. ―Eulivet alzó la voz como cada vez que su marido le respondía con lo obvio. No lo hacía nunca con tono de reproche, en ocasiones hasta sonaba divertida. Parecían más dos mejores amigos que un matrimonio.

Ambos pensaban que con esos paseos Ethan algún día conseguiría entablar amistad con algún niño que no formara parte de su clase. Allí se metían con él o lo apartaban por su mudez, le dejaban bien claro que era el niño que no sabía hablar; así marcaban su territorio. A Ethan le daba igual, o eso parecía mostrar. Tampoco podían cambiarlo de colegio pues en la zona solo se encontraba aquel, de modo que la única opción para que mejorara su situación fuera que entrara al instituto y conociera a gente nueva.

Fuera de eso el niño no demostraba interés en hacer nuevos amigos. Cuando «exploraba» no le hacía ningún caso a los otros niños, ni siquiera a los que se portaban bien con él. Era feliz a su manera.

Aquel día el cielo anunciaba varias cosas.

Esa misma tarde, antes de que Ethan pudiera darse cuenta, alguien se había instalado en una casa abandonada cinco calles más arriba que la suya. El antiguo edificio, que antes se encontraba abandonado, ahora poseía un cierto encanto. Quien se había establecido lo hizo con una tienda que vendía objetos antiguos, según indicaba el cartel. Las paredes que hacía semanas se encontraban desnudas y mostrando sus viejos y tétricos ladrillos a todo aquel que se pasara por ahí, ahora permanecían pintadas de un color morado vistoso. Desde el escaparate no se podía ver demasiado el interior: un maniquí con ropa hortera (para el gusto de Ethan) y varias joyas viejas. A primera vista eran doradas, demasiado brillantes y formando largas cadenas una encima de otras. Las que colgaban se encontraban adornadas por una joya desde roja hasta el verde más horrendo.

La puerta ahora pintada de negro, poseía unas vidrieras en forma de mosaico situadas en la parte superior. No formaban un dibujo, solo eran cuadros de color verde, amarillo y blanco, separados por gruesas líneas negras. Sobre ella, un cartel con letras de la tipografía Old English Text tenía escrito Antikvarisum. Parecía ser ese el nombre de la tienda.

Por otra parte, en el piso superior las ventanas se veían cerradas y con las persianas bajadas. Eso le dio repelús al chico. Por su mente pasó la idea de quien fuera que estuviera allí, no quería que nadie viera lo que había en el piso superior. Más allá de ello no había nada raro: hasta el edificio estaba mucho mejor.

Llevaba viendo las reformas que había sufrido la casa durante varios días, sin saber exactamente qué estaban haciendo.

Al contrario que la suya, esta se hallaba en una esquina sin patio ni jardín, con la puerta principal justo en la acera. La tenía en frente, podía abrirla en ese momento de haber querido. Las casas de alrededor tenían el mismo patrón que aquella, lo típico de ese barrio. En realidad, Ethan se encontraba en el límite hasta donde podían llegar según su padre. Si bien era otro barrio, pensaron que el patrón que seguían allí las casas, al ser claramente distinto, sería más fácil de marcar como límite al desentonar del resto.

Ethan solo había caminado hasta allí por pura casualidad, y justo cuando estuvo a punto de irse una voz sonó dentro de su cabeza: «entra». Lo dijo en un tentador susurro, portador de buenas intenciones. Ethan obedeció por aquel otro ser que había conseguido entrar en su cabeza, ni siquiera vaciló en lo que estaba ocurriendo.

En aquella tienda de antiguedades reinaban los artilugios extraños. Todo era un caos que a su vez llevaba un orden. Las paredes eran bañadas por gran cantidad de cuadros donde uno podía admirar un paisaje lleno de flores, hasta uno siniestro donde había una cuchara pintada sobre un fondo negro. Repisas llenas de joyas brillantes, sin dejar un solo hueco. Una sobre otra. La ropa se encontraba al lado, vestidos de la época de Reiku alta hasta trajes que seguramente tenían su origen antes de que Zhydruune se unificara y dejara de ser varios reinos. En el ala derecha había muñecos. Una de ellos, con ojos totalmente negros y vestida como si fuera caperucita parecía incomodar a Ethan. Estaba sola: ningún muñeco la tocaba. En el estante de arriba era donde descansaban las bandejas, vasos, o incluso platos de aspecto caro y probablemente de nobles.

Al fondo, en el mostrador, un hombre de ojos rasgados miraba aburrido a Ethan. Tenía el pelo muy rapado, de color miel, con unas entradas que sin embargo no delataban calvicie. A pesar de poseer arrugas en su rostro, no parecía muy avanzado en edad, lo más probable era por su amplia sonrisa que mostraba casi todos sus dientes y su cara encogida. Era alto, hecho que pasaba inadvertido por su espalda encorvada. Iba vestido con una camisa de franela de color lavanda, y llevaba un brazalete de color oscuro en el cuello. Con sus largos dedos jugaba con un colgante de oro, estaba adornado por un zafiro en forma de corazón, que se unía a la cadena a través de una especie de jaula que lo encerraba, también en forma de corazón.

El dependiente tardó en hablar.

―¿Qué buscas, chico?

En Ethan no halló respuesta, desde luego, porque este era mudo. Qué había perdido un niño en aquella tienda como aquella era algo que el dependiente se respondió con que estaba curioseando.

―¿Acaso eres mudo? ―respondió el hombre, con una molestia visible. Cuando Ethan asintió, el hombre se enderezó (pero permaneció con la espalda encorvada) y dejó el colgante sobre el mostrador―. Ah, lo siento. ¿Buscabas algo?

«Di que sí» respondió la voz a Ethan, «y podré ser tuyo». Ethan asintió con la cabeza. No hubo más conversación, el dependiente no sabía cómo actuar, pero se sentía terriblemente mal porque notaba cómo ignoraba al chico. «Pídele un lápiz y papel para decirle lo que quieres», guió la voz. Parecía molesta, irritada, sonaba tranquila y pausada, pero se podía sentir un extraño matiz en ella. Algo la perturbaba desde que habían entrado.

Con un gesto, Ethan pidió lo que le habían indicado. El otro volvió a mostrar su tétrica sonrisa cuando observó aquel gesto y obedeció.

―De acuerdo, espera aquí. ―Dio media vuelta y entró por la puerta que había a sus espaldas, pensó que probablemente su madre le había pedido que fuera hasta allí en busca de algún objeto que le había llamado la atención: las mujeres solían curiosear desde que abrió la tienda hacía unos días. Pero había algo que le olía mal, por otra parte tampoco podía echarlo descaradamente. Era malo para el negocio.

En ese momento, la voz le gritó a Ethan dentro de su cabeza. «¡Rápido, ve a por él!». Sabía lo que aquello significaba: el colgante. El hermoso colgante de oro que no podía dejar de mirar nada más había entrado allí. En cuanto le puso el ojo encima, su primer impulso fue robarlo. No lo pensó dos veces, lo necesitaba consigo, robarlo era su única opción. Corrió hacia el mostrador, lo agarró con la mano y se lo llevó al bolsillo, después salió de la tienda y corrió como si le fuera la vida en ello. No paró hasta que se aseguró de que el vendedor no le encontraría.

No escuchó la voz de nuevo, ni tampoco se extrañó. El colgante era un imán irracional para él, sencillamente debía poseerlo por alguna fuerza externa y superior. No sacó la mano del bolsillo hasta que paró de correr, y solo entonces se detuvo a contemplarlo más de cerca. Era hermoso e hipnótico, podría haberse pasado horas y horas mirando aquel corazón semi transparente. Verlo girar sobre sí mismo era precioso. Ethan meneó la cabeza y volvió a casa, hasta que no estuviera en su habitación no estaría seguro.

Por otra parte, cuando el hombre volvió y descubrió que tanto Ethan como el colgante se habían esfumado, sabía que una tendencia se había escrito.

Y lo había hecho de forma muy clara.

Cuando anduvo cerca de casa, el cielo empezó a llover. La Luna que apenas comenzaba a ser visible decidió que ya había visto suficiente. Se tapó entre un montón de nubes y ahí se desató la tormenta. En un primer instante, Ethan pensó que lo mejor que podía hacer era meterse bajo un árbol y esperar a que acampase, pero el cielo estaba furioso y los truenos se escuchaban desde la lejanía. Aquella lluvia no era propia del otoño.

Viendo claro que no iba a parar de llover pronto, decidió que lo mejor era volver a casa. No le dio tiempo a levantarse cuando, por sorpresa del destino, notó que algo se frotaba contra su mano. De entre los arbustos del jardín de aquella casa salía un musketón, al parecer, el animal vio en el niño algo que le había gustado. Como una conexión que ahora ambos los unía.

Los musketones eran una especie de los roedores, con afilados dientes blancos, duros y preparados para morder cualquier cosa. Por lo general, tenían el pelo grisáceo o blanco, color que poseía ese musketón en particular, pero sin llegar a ser uno puro. Sus patitas tenían unas pequeñas garras rosadas para agarrarse a cualquier cosa. Su característica más curiosa era una cola alargada como la de los gatos que solían menear de vez en cuando.

Contrario a lo que se pensaba, los musketones eran animales excesivamente higiénicos. Vivían en campos, alejados de la hierba alta y cerca de frutos dulces con los que alimentarse. Siempre que había agua cerca, debías tener por seguro que allí estaría por lo menos un musketón. Les encantaba.

Cuando el roedor miró con sus ojos azules como canicas a Ethan, este sintió que debía llevárselo a casa, y así hizo. Entró, lo hizo con prisas, deseoso por no toparse con ninguno de sus dos padres. Agradeció estar mudo en aquella ocasión para así tener una excusa y no hablar o dar algún tipo de indicios. Subió a su habitación, donde cerró la puerta y respiró tranquilo. El colgante lo lanzó sobre la cama. Su mayor preocupación era el animal que portaba en el bolsillo, que se mantuvo quieto todo el rato, el calma; casi parecía un peluche. Vació el cajón bajo su escritorio y lo guardó ahí, sin cerrar del todo para que pudiese respirar.

Qué hacer con él iba a ser duro, pero pensó que podría alimentarlo con chucherías o chocolate, si es que eso no le mataba, que se subiera a comer a su cuarto. Por lo demás se le ocurrieron muchas ideas: tenía curiosamente el peluche de un musketón pero de color gris. Era el doble de grande que el de verdad, pero cabía en el cajón: eso le haría compañía. Su cama consistió en el relleno de un peluche que tenía una zona abierta. Pensó rápidamente en el agua, y creyó conveniente coger una tacita de plástico que usaba para jugar a las muñecas de vez en cuando. La llenó de agua del grifo y se la dejó.

Ethan no se extrañó en absoluto de aquella tarde. Un colgante que lo atraía, una voz que le hablaba y un animal casi aparecido de la nada que, desde luego, se comportaba muy extraño. Se dejó guiar por sus instintos y, al día siguiente, él se daría cuenta de todo lo que había ocurrido. Para entonces su destino estaba marcado y varias fuerzas jugaban a su alrededor como si aquello formara parte de una partida de cartas.

Quién tenía la baraja más alta estaba todavía por decidirse.

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