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3. El monstruo de la habitación

Los enormes ojos castaños de una niña miraban a través del vidrio en dirección al muro que rodeaba el lugar prohibido. Desde siempre había escuchado la misma frase: «No debes entrar allí, está lleno de monstruos». Pero Alicia, que tan sólo tenía cinco años, no tenía muy claro qué significaba la palabra monstruo. Le habían dicho que eran seres muy feos y peligrosos que podían hacerle pupa. Esto sólo ocasionó que se alejara de cualquier persona fea que viera, pesando que le atacarían. No fue hasta unos años más tarde que ella supo definir aquel concepto.

Sabía lo que se encontraba allí dentro: un bosque. Podía verlo desde su habitación; las copas de los árboles sobresalían del alto muro de piedra, con colores oscuros, deleitaban la vista. Eran tan poblados que apenas se podía ver más allá de sus hojas. Su madre le contaba historias. Iban de gente que entraba y se perdían, siempre con el mismo desenlace: lo único que hallaban era la muerte. A veces se encontraban —a mitad de camino— horribles criaturas que les perseguían o fantasmas que los atormentaban. Todas eran iguales. Intentó inculcarle lo que era el miedo, lo que podía pasar si se adentraba en lo desconocido. Al final, lo primero que aprendió Alicia fue a ser curiosa.

En su caso, era un simple bosque que siempre había deseado explorar. Los mayores le habían dicho que esa pared estaba ahí por seguridad. Cuando Alicia preguntaba la causa de su origen, nadie quería responderle, sólo le decían que había monstruos. Bueno, los adultos eran raros. Se iban a trabajar para conseguir algo llamado dinero. Se alimentaban de cosas muy extrañas; «¡con lo bien que sabe la comida para niños!», se decía Alicia. Estaba decidida a no crecer, si es que eso era posible, y quedarse en los siete años para siempre cuando los alcanzara.

Para los enormes ojos que lo admiraban, sólo podía ser un lugar sin más. «¡Quizás hubiera un tesoro y por eso no querían que nadie entrara! ¡Sí, con muchas monedas de oro!», aquello tenía más sentido. Por eso nadie quería decir la verdad: por el tesoro que todos deseaban encontrar. Alicia meneó la cabeza con ligereza antes de apartar la mirada: había escuchado los pasos de su madre viniendo hacia su habitación, lo que significaba que era hora de ir a dormir. Eso la alejó de sus pequeñas divagaciones.

—Hola, cariño —dijo su madre con una voz muy melosa. Empujó la blanca puerta de madera y clavó sus ojos en la niña. Sus labios formaban una línea recta, por otra parte, la mirada yacía perdida en alguna parte del pasado, como si la mujer estuviera recordando algo al ver a su hija—. Te ves muy adorable cuando miras por la ventana.

—¿De verdad? —dijo ella, apartándose de esta, con una voz llena de alegría. Caminó con lentitud hacia la cama, cubierta por sus sábanas de dinosaurios—. ¡Cuando sea mayor seré el dinosaurio más bonito de todos!

La luz de la Luna plena brillaba por un cielo que apenas tenía estrellas. Más abajo de aquel cielo desnudo nacía, en el horizonte, un bosque rodeado de aquel muro. Frente a este una amplia carretera y solares todavía sin construir descansaban. De vez en cuando uno se podía topar con bloques de edificios, pero lo más común era ver una ancha carretera a lo largo del terreno. Un tanto siniestra para aquellos que debían transitarla en la noche, y plácida para los que vivían por aquel barrio.

Eyra acostó a su hija en la cama y, tras darle las buenas noches, cerró la puerta tras ella.

A la mañana siguiente, la luz se filtraba a través de las rendidas de la persiana, coloreando de un amarillo —que palidecía— la estantería llena de libros que había en la habitación. De solitario en la noche, por el día el cuarto pasaba a ser jovial. En el exterior el silencio era interrumpido por el piar de las aves que surcaban el cielo. Aun así, los rayos de sol eran escasos y cuando la joven se asomó por la ventana, la calle seguía oscura.

El hermano de Alicia, Daniel, abrió la puerta con tal cuidado que parecía que podría romperla si hacía un movimiento brusco. Como la cama estaba justo al entrar por la izquierda, movió con suavidad a su hermana para despertarla. Entreabrió sus ojitos castaños para ver el rostro de su hermano. Apenas pudo distinguir una silueta donde caían unos mechones lisos de pelo sobre la frente, con todo, sus facciones redondas y brillantes eran perfectamente visibles a pesar del fino hilo de luz que se colaba.

—Buenos días, boba dormilona.

Ella se dedicó a soltar un gruñido. El chico, de unos nueve años, tenía su cabello de color castaño muy despeinado y presentaba unas horribles ojeras, seguramente por haber estado jugando a videojuegos la noche anterior. Tuvo que zarandear a su hermana (quien le soltó una débil y fallida bofetada) para que esta se desvelara del todo. Una vez sentada sobre la cama, se dedicó unos segundos a mirar el suelo hasta que, por fin, se desperezó por completo y arrastró sus pies por el pasillo de madera. Daniel ya se había ido, cumplido su deber de despertarla por las mañanas. Tomaba su desayuno, soltaba un par de improperios a espaldas de sus padres por tener que ir a la escuela, y después envidiaba a su hermana más pequeña, Diana, por ser un bebé y no tener que ir.

Aquella mañana fue muy tranquila. Los vecinos, que habitualmente solían hacer algo de ruido, permanecían en silencio. Ni crujidos, ni murmullos cuyo origen era detrás de las paredes. Un silencio se había materializado ante ellos, como un nuevo inquilino en aquel bloque de pisos. El sol de la mañana comenzaba a asomarse por la cocina, solo que cada vez lo hacía más tímidamente.

Cuando la pequeña se miró en el espejo del baño frunció el ceño. «Ojalá no te quedaras como quieres», pensó Alicia para su pelo, que creía que tenía vida propia. Desde siempre había tenido dificultades para peinarlo, sobre todo los mechones de delante; que era imposible mezclarlos junto al resto, como si se negaran a juntarse con otros. Con todo, su color castaño cobrizo palidecía debido a la luz, lo que le daba más vida, y unas suaves ondulaciones caían hasta desembocar en la cintura de la joven. Si a eso le sumábamos las adorables facciones de la joven. Como unos enormes ojos que también tililaban a la luz, o un rosado en las mejillas, esos mechones rebeldes no eran de suma importancia.

Al llegar a su salón, el desayuno ya estaba hecho. Alicia dejó caer un poco de saliva al ver las tostadas con mermelada de fresa que había en la mesa. El salón era una habitación rectangular; de paredes cuyo color se parecía al de una mandarina. Había una extensa ventana por la que entraba mucha luz al llegar la tarde, incluso sin correr las delgadas cortinas blancas que se ondulaban. En una punta, una mesa elegante y rectangular se había puesto con la intención de que la familia se juntara en las comidas. En la otra parte, la televisión estaba en una repisa alargada y oscura, acompañada de estanterías —arriba y a los lados—, en las cuales reposaban libros gruesos y algunas figuras. Justo delante, una mesita de apenas medio metro se alzaba, tras la cual había dos sofás color beige. De por sí, el salón rezumaba elegancia y sofisticación.

La decoración buscaba la elegancia, el modernismo y tonos cálidos que le dieran un algo al piso. Esa había sido idea de Erik, el padre de Alicia, porque quería un hogar perfecto. Uno donde la gente quisiera quedarse a vivir y que demostrara hasta dónde podía llegar, como si este tuviera personalidad.

—¿Qué eres? ¿Un perro? —preguntó su hermano con sorna al fijarse en la expresión de la niña, quien continuaba babeando. Él sonrió ante la inexpresividad de su hermana; ya tendría tiempo de molestarla durante el resto de la jornada.

Alicia aquel día estaba mucho más cansada de lo normal, así que, al no fijarse bien en lo que hacía, dejó caer el tazón al suelo provocando un agudo ruido después de haberse roto en pedazos. Todo esto fue acompañado por un «¡Pero Alicia, ten más cuidado!» de su madre.

Si no hubiera sido por aquel jaleo que apenas duró unos segundos, los tres miembros de la familia habrían oído los gritos perturbadores que provenían de un piso superior.

—Lo... lo siento —dijo ella preocupada, pero era casi incapaz de mostrar alguna emoción. Su madre meneó la cabeza.

—Cómete las tostadas, vístete y ve al colegio... —imploró ella.

Después de desayunar y salir de su apartamento, los dos hermanos bajaron las escaleras del edificio.

Cuando salieron de este, se notaba aún un poco de calor, pero lejano del verano que se volvía un recuerdo más en la vida de los jóvenes. El curso escolar acababa de empezar, así como Diana hizo lo mismo con la guardería. «Pero eso es una tontería, ahí babeas y chupas cosas», respondía Daniel a sus padres. ¡Quién pudiera volver a aquellos tiempos!

Dado que los padres de ambos trabajaban durante la mañana, para así pasar la tarde con sus hijos, los pequeños no eran acompañados por ellos de camino al colegio. Por fortuna, el padre de una amiga de Daniel, la cual vivía cerca, se ofreció a llevarlos en su coche. Todas las mañanas esperaban en el piso hasta que el timbre sonaba, señal de que el hombre ya estaba ahí con su hija. A Alicia el colegio no le apasionaba tanto como a sus compañeros. Puede que sí fuera divertido, pues le enseñaban a dibujar, las letras, colores, y demás cosas importantes, pero era monótono. El año siguiente empezaría primaria y su hermano se había encargado de asustarla.

—Ya verás, seguro que te encanta estudiar para los exámenes. —Añadió una sonrisa y se deleitó viendo cómo la niña gritaba entre llantos, porque pensaba que iba a ser lo más difícil del mundo, como le había indicado su hermano. Le había explicado que en los exámenes te obligaban a responder preguntas muy difíciles, como saber cuántos metros cuadrados (eso sonaba muy difícil, complejo e imposible, en opinión de la niña) medía la escuela. Entonces, el día anterior tenías que medir con regla cada punta para poder ponerlo bien en el examen.

Pasar a primaria significaba ser una niña mayor, y eso lo odiaba. Después de todo, el colegio no le importaba. ¡Ella iba a ser un dinosaurio! ¡Los dinosaurios no necesitaban la escuela!

Por si fuera poco, la escuela era un edificio muy turbio (ella no conocía el significado de aquella palabra, ni cómo se escribía, pero usarla le hacía sentir más inteligente) pintado de gris. No había muchos colores divertidos donde observar, por si fuera poco, cada parte parecía exactamente igual que la anterior. Era un edificio alargado y con muchas ventanas. ¡Qué soso!

Cuando llegó a clase, Alicia saludó a su amiga Kathleen, una joven de tez blanquecina y pelo azabache que recordaba al momento después de que las tinieblas comenzaran a reinar. Sus ojos rasgados eran de color azul pálido, del mismo tono que su piel. Algunos niños mayores se reían al verla, aunque ninguna de las dos sabía por qué. Durante un tiempo, había adelgazado de manera considerable, cosa que su amiga nunca notó, pero sí los adultos. El rostro de la niña volvía a parecer cansado; ojeras marcadas bajo los ojos, una mirada sombría que no se dirigía a ninguna parte, ya no había labios que surcaran hacía arriba, ni una nariz fina donde su gracia residía en cómo la levantaba algunas veces, producto de una manía. Antes, sus pecas eran símbolo de alegría, hoy en día solo eran una marca más en sus mejillas.

Los niños se juntaban en diversas mesas redondas. En el centro de ellas había un papel pintado de un color y pegado a ella con celo. Así se clasificaban los grupos. La mesa de Alicia era la verde. A su madre le gustaba mucho, y para Alicia, su madre era alguien increíble. Le gustaba cómo hablaba de ese color. «Es la vida. Lo vemos en las cosas tan bonitas como los árboles, o las plantas, incluso las tortugas son verdes. Muchos animales lo son. Lo hacen para que no los vean otros y así vivir». Ese año por fin le había tocado y, cuando se enteró el primer día, al volver a casa se lo contó entre gritos de júbilo a su madre.

Aquel día los pequeños alumnos se dedicaron a pintar dibujos de lo que querían ser de mayor. Alicia, cómo no, pintó un dinosaurio llamado «aliciaurio-rex».

—Echaré de menos dibujar —les dijo Alicia a los demás niños de su mesa—. Como de mayor seré un dinosaurio, mis manos no tendrán muchos dedos para agarrar un lápiz.

—¡Qué chupi! —exclamó Andrew, un chico de su mesa, abriendo mucho los ojos—. ¡Molas mucho! Ojalá fuera yo como tú.

Los demás niños sonrieron, quienes también querían hacer como Alicia y convertirse en un dinosaurio, diciendo que era muy guay. Desde entonces, ella se convirtió en la más popular de su clase.

A partir de ese día, el ego de Alicia subió como la espuma.

El maestro de la clase se acercó muy preocupado hacia Kathleen, ella estaba en una mesa distinta a Alicia: la mesa amarilla. Sus compañeros parecían sustados; algunos casi llorando. Eso fue lo que le llamó la atención. Por lo demás, no mostraba signos de estar perturbada. Se fijó en que movía sus labios para pronunciar algo que no alcanzaba a oír. ¿Acaso era tan grave aquello como para asustar al resto de niños?

—Asha calé ku guinhesa —susurraba ella mientras hacía su dibujo. Era una voz débil y apagada, aguda, pero no la suya. El maestro no podía creer que una niña de cinco años había dibujado tal atrocidad cuando vio su «obra».

No... Incluso que lo hubiese hecho un adulto sería increíble. Una muñeca parecía estar cortándose las venas dejando que todo se llenara de sangre, mucha sangre... Lo que parecían ser unos ojos rojos miraban, acompañados de una risa que soltaba un «ja, ja, ja», a otro muñeco, colgado en el techo. Había gente con ropas negras llorando mientras veían la escena, eran, eran... La simple idea de verlos le aterrorizaba. Ojos negros como cuencas, boca abierta hasta el suelo. ¿De dónde había salido? ¿Qué era lo que decía Kathleen en murmullos?

Las manos comenzaron a temblarle, llegó a sudar frío, y su visión solo se centraba en el papel que estaba contemplando. Sintió que su cara ardía (estaría rojo, seguro) y, aunque quería gritar, la voz no le salía. Deseó que aquello fuera una broma, un sueño, pero no. Su corazón latía, bloqueado su mente y pidiéndole a sus piernas correr.

—¡Maestro! —dijo una voz débil entre sollozos, que lo sacó de su trance—. A «Kaili» le ocurre algo.

—¡DHA FREUNSHIO PAFTEUGI GHODUL SAMWI FEUD! —Los gritos inundaban la clase. No eran de la niña, no, parecía provenir del mismísimo demonio. De repente, para él todo el escenario se convirtió en un cúmulo de borrones y manchas que se zarandeaban de un lado para otro, en busca de algún lugar seguro. No consiguió escuchar los gritos lejanos, porque todavía las palabras de la niña resonaban en los huecos de su cabeza.

La había visto. La había visto toser sangre mientras colocó una sonrisa cuyo origen no era de aquel mundo. No lo supo a través de sus labios, sino de su rostro en general, como si al mirarlo pudiera ver otra cara.

Atraídos por los gritos de unos niños que lloraban, otros maestros decidieron ver qué ocurría. Le vieron a él, puesto en el sitio como un mueble más, con la diferencia de que sus dedos temblaban con una fuerza ajena a sí mismo. Ya no era dueño de nada. Ni siquiera aquel caos que bañaba el aula era suyo. Su cuerpo estaba en otro plano de la realidad; los gritos y llantos podía oírlos, pero parecían no llegar a él. ¿Cómo aquella joven pudo causarle tal sensación?

Cuando los maestros se centraron mejor en la escena, vieron que todo desembocó de la siguiente forma: los niños se habían apilado en una esquina, la más apartada de Kathleen, de tal forma que se estrujaban unos a otros. La niña causa de todo se hallaba en la mesa. Su silencio ahora era la única respuesta que encontraron, sus labios se contrajeron un segundo para después no expresar vida, al contrario de lo que hicieron sus ojos. Con el cuerpo echado sobre la mesa, parecía estar sumida en un descanso. Comprobaron sus constantes vitales, a pesar de que al zarandearla no se movía, sus párpados respondían a la luz, así como su respiración y latidos parecían normales.

—Sacad a los niños de aquí, que los recojan sus padres, lo que sea —dijo uno de los maestros apurado, al ver que nadie hacía ni decía nada—. Yo haré unas cuantas llamadas, ¿vale, Josep? —Josep era el maestro de la clase de Alicia. Él seguía pálido, sin llegar a entender lo que sucedía a su alrededor. El caos no sólo había dominado el aula, también su mente—. Quizás a su padre, o a la policía, ¡no lo sé! —Respondió alzando cada vez más la voz, lo que asustó a los niños que lo veían. Observó que no debió haber gritado, pero ya no podía actuar del todo bien. Pidió que el resto de maestros sacaran a los niños de la clase, salvo a Alicia.

Ella era la única que se había mantenido en su sitio. Si había tenido miedo eso era algo que ni ella misma sabía. Al contrario que el resto de sus compañeros, ella era curiosa. Ese fue el primer momento en que la niña empezó a saber que algo raro pasaba, que su amiga no estaba bien. Contó todo lo que había visto, aunque no fuera muy buena para contar historias. «Dijo cosas raras y luego gritaba y movía los brazos así», y los agitó de arriba a abajo. Cuando le preguntaron sobre qué palabras había pronunciado ella solo pudo contestar: «... No sé, era como si escupiera».

Después de aquello la noticia de que una niña se había comportado de forma siniestra fue de boca en boca por los vecinos de la ciudad. Los padres quisieron saber qué había ocurrido, pero nadie conseguía darles una respuesta clara, ya que el único adulto, Josep, apenas conseguía ordenar bien sus pensamientos. En cuanto eso, pareció volverse un fantasma que se escabullía del mundo exterior. Faltó durante un mes al trabajo y, después de aquello, dimitió. No dio explicaciones y aceptó todas las sanciones que conllevaba su falta de asistencia. Lo único que quedó fueron los testimonios de los niños que se torcieron al pasar de boca en boca.

La polémica estaba servida por los rumores. Al ser niños se les protegió bastante. Nadie dio ningún tipo de información de sus nombres (sobre todo porque los propios padres negaron dicho permiso), así como tampoco se les presionó para dar más testimonio de la cuenta. Ya tenían suficiente con todo aquello.

Sobre Kathleen apenas se supo mucho más. Alicia, que todas las mañanas se acercaba para ver si podía jugar con su mejor amiga, sentía un profundo vacío al encontrarse con su asiento desocupado. Pensó que volvería, porque algunos de sus compañeros y amigos lo hicieron tras unos días del incidente. Pero fue en vano.

La niña intentó, en varias ocasiones junto a su hermano, ir unos pisos más arriba y preguntar si podían verla, pero su madre, una mujer regordeta que siempre llevaba un moño, les cerraba la puerta delante de sus narices. Pensaron que insistiendo conseguirían algo, y así fue: ya nadie les abría la puerta.

Kathleen había sido su mejor amiga desde siempre. Cuando su madre, Eyra, se embarazó por segunda vez, lo hizo al mismo tiempo que la madre de Kathleen. Entre Fiona y Eyra surgió una amistad porque siempre terminaban hablando de lo mismo. Parecía que aquella mujer que se asemejaba hostil ante la gente había visto algo en Eyra que le había gustado, sin poder decir el qué, supo que terminarían siendo amigas. Y así fue. Cuando ambas dieron a luz a sus hijas estas se veían todavía más, de esa forma entre Kathleen y Alicia había surgido una relación más que de mejores amigas, eran como una familia para ambas. Siempre se habían tenido la una a la otra, por eso mismo, cuando Kathleen desapareció de la vida de la chiquilla, sintió un hueco en ella que la dejó sin saber cómo actuar. Le faltaba algo que siempre había estado presente en su vida.

Un día Kathleen volvió a la escuela. Lucía más cansada, con una cara chupada que marcaba su mandíbula. Los ojos no miraban a ninguna parte, sus actos eran automáticos, producto de la inercia. En qué estaba pensando eso nadie lo sabía, ni siquiera la propia Kathleen. Su mejor amiga opó por acercarse a ella ese mismo recreo. No lo hizo en ningún momento de las clases. No se veía capaz a pesar de que se moría de ganas. Se envalentonó en el recreo, cuando la otra niña se hallaba sola.

—Te he echado de menos —le confesó.

Pero, para su sorpresa, Kathleen estaba sumida en otro plano. No respondió. En cambio, dio otra respuesta:

—Tengo miedo. —Estaba colocada en la parte trasera de los colegios, aquella que daba a una alambrada. La sombra de los árboles se proyectaba sobre las niñas, larga y oscura—. En mi cuarto hay algo. Tiene los ojos rojos y me mira desde el fondo.

Alicia sintió un escalofrío. No respondió.

—Me dice cosas que no sé que dicen. Sé que está conmigo, en el fondo de mi habitación.

La voz de Kathleen empezó a tornarse distinta, podría haber empeorado de no ser porque un maestro colocó sus manos sobre el hombro de las niñas, quienes se giraron. Él les pidió que salieran a jugar por ahí. No se fiaba de Kathleen. Lo notó, solo con tocarla, sintió que algo negro habitaba dentro de ella. Temía por Alicia, por que acabara igual.

Después la extraña joven no volvió a aparecer, de nuevo, en la escuela. Alicia perdió toda esperanza.

La pequeña intentó explicarle, durante aquel tiempo a sus padres, lo que vio, así como aquella cosa de ojos rojos que observaba a Kathleen. Ambos se preocuparon, hasta llevaron a Alicia a un psicólogo infantil. Temían que todo aquello pudiera haberle ocasionado un trauma, de ahí que contara aquellas cosas a todo el mundo. Este les aseguró que se encontraba perfectamente, como si todo lo ocurrido hubiera pasado en una serie de televisión. Decidieron llevarla a otro, el cual les dijo lo mismo. Extrañados, Erik acusó a Eyra de ser la culpable.

—Tu fanatismo por contarle historias de miedo ha hecho que se crea que todo eso es real.

Suspiró tres veces. Las contó. No necesitó apretar los puños ni contenerse, ya que nunca había sido una mujer violenta, pero sí lo era con las palabras. Cuando quería, podía llegar a ser cruel. Humedeció sus labios y optó por no decir palabra, porque la ira se transformaría en frases que le atacarían una y otra vez. Al día siguiente Erik le volvió a sacar el tema, esta vez más calmado.

—He preguntado y el resto de niños dice lo mismo. —Eyra dio un sorbo al café, echó un vistazo por la ventana y no dijo nada. Con un semblante serio advirtió a Erik de que callara, porque estaba segura de que no se contendría—. Hasta dicen que Josep se ha ido del colegio. No sé qué pasó ahí, pero esto ya es surrealista. Siento lo de anoche, pero yo no sé qué pensar. No tenía ni idea de lo que pasó, no he querido hablar con nadie más del tema. Cuando conseguí sacar algo..., de verdad que me costó creérmelo todo.

Hizo una pausa, después añadió:

—Es que nadie quiere decir nada, en cuanto les mencionas a Kathleen zanjan el tema e intentan irse.

—Yo he intentado hablar con Fiona, pero nunca me responde. Así que estoy igual que tú —intervino su mujer.

Por su parte, Alicia seguía sumida en su mundo. No entendía por qué tanta insistencia en ella. Desde lo sucedido, le mostraban más interés, incluso le habían llevado a un médico de la cabeza. Aseguraron que estaba bien, y eso le dio ánimos para pensar que sus padres la creerían, mas se mostraban escépticos. De hecho, su madre dejó de hablarle de aquellas historias del bosque, o leyendas de terror que le hacían sentir una inmensa curiosidad por el mundo. Sin embargo, su hermano Daniel asumió ese papel. Él sí le creyó. No en un principio, sino cuando Kathleen volvió a aparecer de la nada en el colegio, aquel mismo día. Se lo dijo: «no sé qué tiene pero me hace sentir raro».

Un día, Alicia sorprendió en mitad de la noche a sus padres hablando en el salón; ella se escondió en el pasillo e intentó escuchar, pese a no comprender la gravedad ni la situación de lo que pasaba realmente. La luz de la habitación estaba muy tenue, así que casi no se podía ver más allá de las puertas. Se escondió tras la pared, porque quería escuchar. No era tonta, sabía que, al verla, cambiarían de tema. Siempre lo hacían y eso desembocaba en ella llorando de la impotencia y tirada en una esquina del pasillo.

—Fiona me ha dicho que puede ser esquizofrenia... —dijo su madre muy preocupada, evitando el contacto visual.

—Pero ¿cuánto tiempo lleva así? —Hubo un silencio triste y vacío—. Tan joven...

—Lo sé, pero parece que puede darse a esa edad. —Alicia puso escuchar cómo su madre meneaba un vaso de cristal—. Todavía le están haciendo pruebas, dicen que la niña ve y oye cosas extrañas que no son reales. —Su voz apenas era un hilillo. Se notaba desgarrada y de vez en cuando se limpiaba los ojos con un pañuelo—. Intentaron llevarla de nuevo al colegio, pero fue peor.

—Y... ¿te han dicho cuándo empezó? —volvió a preguntar su padre tras haber sido ignorada su cuestión.

—No lo sé, dicen que unas semanas. —Hubo un mutismo que permitió a la noche expresarse en todo su esplendor—. Al principio lo dejaron pasar, porque no lo entendían muy bien. Después del suceso vieron que podía tener esa enfermedad.

Alicia no comprendía nada. ¿Qué era esquizofrenia? ¿Por qué nadie le decía nada? Los adultos lo ocultaban todo, ella ya era casi mayor y su mejor amiga, por lo tanto, tenía derecho a saber qué pasaba.

La pequeña se sintió muy triste cuando vio a su madre llorar por primera vez. Pensó que entrar y abrazarla ayudaría, seguro que eso le calmaría y le haría sentir mejor. Así pues, se decidió por hacerlo, creyendo que eso daría resultado. No le importó que terminaran el tema, de hecho, así lo quería, pero antes tenía que hacer unas cuantas preguntas.

—¿Qué es «esguifenia»? —preguntó Alicia sacando un poco la cabeza con una voz muy dulce. Ante sus palabras, los padres se asustaron, dando un respingo.

—Cariño, no deberías estar despierta a estas horas —le recriminó su madre.

—Quería beber agua y me puse a escuchar... —confesó ella con una inocencia tremenda. Dio unos pasos, con la intención de abrazarles, pero viendo que su madre le había regañado, se paró. Su padre se pasó la mano por su cobriza cabellera llena de mechones revueltos y se acercó a la niña. Él se agachó para ponerse casi a su altura y le esbozó una sonrisa.

—Es... —Vaciló por unos instantes—, una cosa muy mala de la cabeza que te hace ver cosas que no existen.

La niña entrecerró los ojos. Algo en su interior sabía que eso no era verdad. Los adultos, tan serios, pensando siempre en lo más simple, nunca le gustaron. Seguro que era algo mucho peor, necesitaba hablar con Kathleen, seguro que se sentía sola, sin amigos, todo porque los adultos eran bobos y no la creerían. En el fondo, le daba miedo que su amiga se sintiera como ella.

—Vamos a acostarnos —dijo su padre, mientras ocultaba su alegría por ver que Alicia no volvía a hacer ninguna extraña pregunta. La llevó a su habitación sin mediar ni una sola palabra y la arropó.

Los días se convirtieron en semanas y, para Alicia, pasaron más semanas de las que creía que sabía contar. El otoño ya había entrado del todo y parecía que no se iba a ir sin antes dejar paso a un gélido invierno. Los paisajes de colores se habían estropeado, muchas hojas caían y los árboles estaban medio secos. Como resultado, los vecinos de la ciudad tenían que soportar, molestas en el suelo, las que se pegaban cada vez que llovía.

Las siguientes noches Alicia tuvo varias pesadillas, en ocasiones se despertaba de golpe, temiendo que alguien estuviera a los pies de su cama mirándola. Eran pesadillas que iban a sus miedos más personales, como que todos dejaran de hablarle sin decirle el motivo, quedando así sola para siempre. En uno de esos sueños era ella quien decía aquellas frases en un idioma distinto. Así fue como la pequeña descubrió por primera vez lo que era el miedo. Tardo en darse cuenta, en asimilar lo que pasaba. Cada noche dormía con sus padres, pero vio que eso no la hacía sentir segura. Una noche, en plena madrugada se levantó ofuscada, con lágrimas en los ojos.

Fue a la habitación de su hermano.

—¿Puedo dormir contigo?

—No, déjame...

Pero Alicia le meneó. Casi estaba a punto de echarse a llorar, no lo hizo porque quería ser fuerte. Se hallaba en un mundo perdido que no entendía, donde todos la menospreciaban y empezó a pensar que ella no era gran cosa, que no era nadie. Incluso que sus padres no la querían.

Cuando Daniel escuchó la voz entrecortada de su hermana se echó a un lado y se desarropó.

—Métete, anda.

Alicia se acurrucó junto a él y le abrazó. Lo hizo con fuerza y él respondió a su abrazo mientras le acariciaba el pelo. Por primera vez se sintió segura y descubrió que aquello era una sensación maravillosa, como un deseo interno que llevaba mucho sin alcanzar.

—Tengo miedo. Tengo pesadillas y miedo.

—Tú duérmete, ¿vale? —le respondió él, con unos susurros cálidos—. Si pasa algo, en sueños, di mi nombre y yo vendré. Y, si no lo puedes decir, solo te basta con querer mi ayuda. Yo apareceré y te ayudaré, ¿sí?

Desde entonces todo mejoró para Alicia. Aunque seguía sin entender gran cosa, podía apoyarse en Daniel. Dio de lado a sus padres, viendo que no los necesitaba porque tenía a alguien mejor. Cada noche dormían juntos, abrazados el uno al otro. A Eyra no le gustó nada, pero Erik lo permitió: por primera vez los hermanos comenzaban a llevarse bien, quitando algunas burlas de Daniel a Alicia. Por si eso fuera poco, su hija parecía volver a ser la que era antes. Cada vez que ella tenía miedo o curiosidad por algo, se lo contaba a él. Y así, en los secretos que guardaban las tinieblas, Alicia podía sentirse segura, porque ya no estaba sola. Cuando tenía alguna pregunta iba a él, le contaba sus ideas y pensamientos, además de cómo le había ido el día. Pero no solo eso, cuando las tinieblas lo envolvían todo, y los secretos podían salir a la luz, él le contaba historias. Le hablaba de lo prohibido, y de aquellas cosas que no se podían nombrar.

Un día, los padres de Alicia le dijeron a ella y a su hermano que los padres de Kathleen, Fiona y Christoffer, iban a venir de visita con su hija. Fue un reencuentro casual, aunque extraño. Alicia se mantuvo callada y aceptó. Les pidieron a ambos que jugaran con ella, pero Daniel se negó.

—¿Por qué no puedo cuidar de Diana? —protestó él.

—Porque Diana estará durmiendo —le repuso su madre mientras se arreglaba para la visita.

—¡Pero esa niña es muy rara y me da miedo! —replicó.

—¡DANIEL! —Su madre intentó calmarse y contó hasta diez—. Ni se te ocurra decir eso cuando vengan, y quédate con tu otra hermana, ¿entendido?

—Entendido. —El grito que pegó su madre era suficiente para que hiciera caso.

Cuando llegaron, los padres de Alicia hicieron una mueca de horror al ver a Kathleen llena de mordeduras —dientes hincados en su piel se distinguían con marcas rojizas— y costras de sangre. Algunos moretones verdes por su tez, sobre todo en sus extremidades, cosa que mostraba su ropa en parte rota. Estaba todavía más pálida y delgada de lo normal. Quitando las marcas de abusos, sus padres no lucían mejor aspecto. En un principio cualquiera podía pensar que la niña sufría de malos tratos, pero no todas las marcas indicaban lo mismo. Los arañazos, por ejemplo, tenían que provenir de algún animal, eran tan finos que las uñas de una persona no podrían causarlos. Eyra y Erik les creyeron cuando aseguraron que desconocían el origen de todo aquello.

Alicia, contenta de poder estar con su amiga, la llevó con sigo a su habitación. La persiana estaba bajada y la única luz provenía de una lámpara del techo que iluminaba tenuemente la estancia. El ambiente era tenso y Daniel, aterrado, esquivaba a la invitada con la mirada. Mientras, las dos niñas jugaban con un mutismo en la sala, ambas movían sus muñecas y peluches. Daniel estaba apartado, con otro peluche y moviéndolo a veces, para aparentar que jugaba con él; no le apetecía mucho jugar en ese momento.

—Ali, tengo miedo y mis papis no me creen —dijo Kathleen con terror en su voz. Eso rompió el silencio.

Alicia se dio la vuelta, dejó sus peluches de animales y la miró. Quizás no al principio, pero cuando entraron en el cuarto, Alicia vio que su amiga tenía marcas muy extrañas en la piel. Ella sintió curiosidad, pero como no sabía qué era lo que tenía en la piel, decidió no preguntar, pues no sabía la gravedad de la situación.

—Dicen que los ojos rojos que veo en la noche mientras me miran no son verdad. —Un escalofrío se apoderó de la niña. Su voz temblaba más y más—. Me dicen que haga cosas malas, muy malas. Yo no quiero —añadió entre sollozos y temblando, mientras dejaba caer la muñeca que tenía en las manos.

—Yo te creo —contestó, segura de que así Kathleen sentiría lo mismo que ella sentía cuando tenía a Daniel.

Kathleen se alegró mucho al oír esas palabras. Por su lado, Daniel se retorció un poco.

—¿Cómo te has hecho eso? —se atrevió a preguntar Alicia, fijándose en las marcas en la piel de su amiga. Jamás había sentido tanto miedo en toda su corta vida. No comprendía qué estaba pasando, pero sabía que nadie le iba a contar la verdad, todos opinaban que tenía esa cosa mala en la cabeza.

Nadie iba a ayudar a Kathleen. Pero ella estaba dispuesta a hacerlo, y tenía a alguien que le respondería todas esas preguntas que tanto le circulaban por la cabeza.

—Me las hace esa cosa, porque no le hago caso —respondió la joven sin vida en sus palabras, como si ya no le afectara lo más mínimo.

Daniel volvió a retorcerse, un profundo odio por su madre despertaba en él. No quería estar allí, pero no, su madre tenía que haberle obligado. Este se extinguió rápido, como un soplido que lo hubiera alejado de él, y la inquietud extrema se extendió hasta la punta de los dedos.

—Mis papis dicen que nos vamos a mudar, espero que esa cosa se vaya. —Con esas palabras, pareció como si no hubiese sucedido nada. Los hermanos intercambiaron miradas. ¿Qué acababa de suceder?

A Alicia eso le sentó como una puñalada en el corazón. Iba a perder a su mejor amiga y sabía que no iban a solucionar algo. En varias ocasiones, ya había gritado a sus padres lo que pasaba en realidad, incluso llamaba dos pisos más arriba para intentar que la escucharan. Nadie le hacía caso.

Por otra parte, se juntaba el dolor que sentía al ver por lo que pasaba su amiga. ¿Qué esa cosa le hacía marcas en la piel? ¿Cómo podía hacérselas? Ella no lo entendía bien, su joven mente no era capaz de relacionar los hechos. Simplemente se iba al monstruo, que hacía que por magia te aparecieran marcas feas en la piel, pensaba. Al menos sabía que algo ocurría, que había un monstruo que desconocía.

Perdida en un mar de desesperanza, porque ya no conseguía asimilar la situación, empezó a llorar. Estaba harta, llevaba mucho tiempo harta, sufriendo por todo aquello.

—Yo no quiero que te vayas —dijo Alicia con tristeza.

—Nunca me siento sola. —Ambos se volvieron sorprendidos hacia Kathleen, quedándose estáticos. Se sorprendieron de esas palabras que parecían haber salido de la nada—. Siento que hay alguien más conmigo.

A la medianoche, y un poco antes de que la visita se marchara, ambas familias se reunieron en el salón. El ambiente parecía tenso. Alicia estaba en el suelo jugando a las muñecas con a Kathleen.

Los padres de los tres niños se aclararon la garganta y pidieron permiso para hablar.

—Tenemos que daros una noticia —dijo el padre de Alicia—, los papás de Kathleen se van a ir muy lejos y ya no los volveréis a ver. Pero van a ayudar a estar bien con su hijita, así que seguro que todo acabará con un final feliz. —Intentó poner una voz infantil y alegre, deseoso de que nadie se pusiera a llorar.

Alicia, que volvió a escuchar la noticia, no dijo nada, se quedó quieta y sin mirar a nadie; volver a escucharla hizo que sintiera más dolor aún. Se negó a llorar delante de los adultos. Le resultaba doloroso perder a su mejor amiga, y todo porque nadie le hacía caso. ¡Era un monstruo! ¡Sabía lo que pasaba y no podía evitarlo!

Cuando la familia de Kathleen se encontraba en el umbral, ambas se abrazaron, con fuerza, entre sollozos. Fue un abrazo largo y prolongado. Se miraron por última vez y se despidieron para siempre.

Sin embargo, los padres de Kathleen no tuvieron que mudarse.

Esa misma mañana, Fiona llamó a su casa, preguntando dónde estaba su hija. Era imposible que saliera del bloque de pisos, la puerta seguía cerrada, nadie había tocado las llaves. Se preguntó a todo el edificio, pero ninguno supo dar una respuesta.

La ira que sintió Alicia fue tal que se encerró en su habitación durante un día entero, los días siguientes se encerraría para llorar. El monstruo se la había llevado, seguro que era eso, si le hubieran escuchado nada habría sucedido, Kathleen estaría ahora sin preocupaciones y feliz.

Ese mismo día llamaron a la policía y estuvieron semanas buscando alguna pista. Cuando se adentró diciembre y el invierno ya estaba cerca, la búsqueda se paró. Resultó que, como no había absolutamente ninguna pista sobre su desaparición, se vieron obligados a cerrar la búsqueda. Incluso otras especies participaron para ver si podían encontrar algo en alguna otra zona. No hubo resultado.

La única conclusión que se sacó fue que la niña había desaparecido sin más, como si se hubiera volatilizado. No le pudieron ocultar a Alicia una verdad que les daba a todos de bruces en la cara. Así que optaron por ser sinceros. «Kathleen se ha ido, ya no va a volver». Aquellas palabras nadarían por la mente de Alicia durante muchos años.

Después de enterarse de eso, pidió ir a la habitación de su amiga para tener algo como recuerdo. Su madre fue incapaz de negarle dicha petición y, entonces, subieron al séptimo piso y llamaron a la puerta. La señora Fiona les abrió y le contaron por qué estaban allí. Lucía en apenas unas semanas más delgada y pálida, con un aspecto muy descuidado y los ojos enrojecidos de tanto llorar. No se fijó en su pelo suelto y enmarañado que tiempo atrás solía lucir pulcro y bien aseado.

—Adelante —dijo ella con pesar—. Coge todo lo que quieras, pequeña.

Alicia entró sola a la habitación de Kathleen y ojeó entre sus pertenencias. Estar allí la hacía sentirse muy triste, había pasado un mes desde que había desaparecido y sabía (ahora sí era seguro) que nunca más volvería a verla.

Entonces miró a la ventana, dado que la persiana se encontraba bajada, obstaculizando el paso de luz, no pudo advertirla al principio. No fue hasta que la subió (para poder divisar algo más que contornos entre la habitación) cuando pudo verla con más claridad: entre el vaho que se había formado, había una marca. Un escalofrío recorrió su médula. Parecía ser una huella, pero no era posible. Intentó tocar el vaho formado en el exterior y limpiarlo; sin embargo, no se iba. ¿Qué era eso? ¿Quién lo había hecho?

Si eso era una huella, alguien debía de tener unas patas muy alargadas, con muchísimos dedos de forma muy extrañas, no los típicos que ella solía ver. Todo tenía un aspecto deforme. Ignoró eso. ¿Pertenecía a la cosa que se había llevado a Kathleen?

Cogió lo más rápido posible un peluche de un wormey (pequeñas orugas amarillas y azules con un caparazón verde) y, tras bajar la persiana y cerrar la ventana, se marchó. No quiso pensar en eso más.

Esa misma noche, justo antes de dormir, Alicia volvió a mirar al paisaje como era su costumbre habitual. Su intención era distraerse unos momentos, lo necesitaba. Estaba desilusionada y no afrontaba la pérdida de su amiga, si bien se había acostumbrado a su ausencia, todo le llegó muy fuerte y de golpe. Pensó que mirar por la ventana la ayudaría, pues formaba parte de su rutina. Todos los días los miraba desde ahí el mismo bosque, el mismo muro, las mismas calles. Pero aquel día hubo un detalle más que hizo como si aquel paisaje fuera otro disntinto.

A lo lejos, frente el muro al que estaba acostumbrada había algo nuevo. Una larga silueta se encontraba delante de él, en la acera. Solo aquel contorno que desprendía una luz blanca. Y Alicia, inmóvil, vio que esta levantaba un brazo y hacía un gesto con la mano para que viniera hacia donde se situaba.

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