2. La mujer de finos cabellos rubios
Aquella noche el viento se negó a soplar. Las flores optaron por mirar hacia otro lado. Los animales se rehusaron a aparecer, de esta forma afirmando que no querían tener nada que ver con aquello. Incluso la Luna, llena de aversión, decidió taparse con un manto de nubes; para así no contemplar la horrible escena que estaba a punto de suceder.
Bajo la lluvia, una pareja le entregaba dinero a un hombre. Él no preguntó por el bebé: le dedicó una mirada de indiferencia, y subió al carruaje. Viejo y casigado por los años, tanto aquel medio de transporte como su conductor, pensaron que lo mejor era no hacer preguntas. «Mi trabajo no consiste en eso», dictaminó, después de que el álogo empezara su camino. El animal trotaba con energía, pisaba las piedras y hierbajos que se interpusieran en su camino. Pero incluso él sabía que nada de lo que se estaba cociendo olía bien. De todas formas, pensó, no sería la primera vez que presenciaba o ayudaba en un acto atroz.
»La mujer, de finos cabellos rubios, había cometido tres errores en su vida. El primero fue casarse. El segundo fue esa niña que había dejado durmiendo en casa. El tercero lo portaba en brazos. También dormía.
Pronto lo haría para siempre.
Torció los labios, finos y rosados, con una pequeña grieta tirando al lado izquierdo. Algo en su interior le decía que todo saldría mal. Pero él insistía, como había hecho siempre. La lluvia del exterior era una señal, estaba segura de ello, caía el agua con fuerza como si el cielo jamás se despejara. Había visto noches oscuras, pero ninguna como esa.
Cuando aquel al que llamaba su marido le cogió de la mano, no pudo evitar apartar la suya. Fue con repudio. Lo disimuló un poco llevándola sobre el manto que cubría a su retoño. Apretó un poco la mano, pero se rehusó a seguir; lo mejor era llenarse de paciencia y esperar.
La mujer —cuyo nombre no será nombrado ahora, pues todavía no ha llegado el momento— sabía que esa era su gran virtud: la paciencia. Ocultó su embarazo durante nueve meses, se esforzó por disimularlo. A veces la ropa ancha ayudaba, pero no evitaba que la gente percibiera que su barriga aumentara de tamaño. Incluso se esforzó por engordar varios kilos, para ver si eso ayudaba. Solo unos pocos se lo dijeron a la cara. «Estás embarazada». La mujer de finos cabellos rubios se preguntaba cómo dos palabras tan comunes podían despertar en alguien una marea de sentimientos tan profunda, tan salvaje, que ni siquiera era capaz de mirarse al espejo sin que todo aquello la persiguiera. En sueños las personificaba a través de pesadillas, la rompían por dentro para después marcharse como si nada hubiera pasado.
Tras el parto lo primero que intentó fue pedir un carruaje, pero tuvo que esperar otro mes para descansar. El día había llegado. Por suerte para ellos, el hombre que manejaba el carruaje pasó del tema. Él lo sabía, la mujer lo notó en sus ojos. Primero al bebé, luego a ella. Después encogió los hombros, aceptó el dinero y bufó.
—Al bosque de los perdidos —le dijo ella. Ni siquiera con eso él contestó. Asintió y emprendió la marcha.
Pero era evidente, ir en carruaje significaba una sola cosa: cometer un acto ilegal. Porque ¿quién cogería un medio de transporte tan antiguo y a esas horas de la noche? Habiendo coches o trenes, más rápidos y cómodos. Por supuesto, ellos ya lo sabían de antes. Fue su marido quien dio la idea de ir en carruaje, tras ella decidir cómo se librarían de su tercer error.
Y así pasaron la noche en silencio. Este murió cuando un golpe hizo acto de presencia. Fue rápido, los cuatro pasajeros apenas tuvieron tiempo de oírlo. De repente, el carruaje paró en seco y su peso se torció hacia la derecha. El álogo relinchaba con fiereza y se mostraba muy inquieto, no quería estar ahí. ¿Qué acababa de pasar? Una rueda se había roto, se encontró partida por la mitad, con varias astillas sueltas a su alrededor, como su de un golpe se tratara.
—Qué demonios —maldijo el conductor. Se llevó la mano a su sombreo y se atusó un poco el bigote, sus diminutos ojos inspeccionaban lo ocurrido, sin entender nada de aquello. Quiso tranquilizar al álogo, más que nada porque podía tirar el carro. Ya estaba volcado y el animal podía tirarlo de lado—. Esto tiene que haber sido una criatura, esto no puede ser otra cosa.
—¿Qué? —respondió el otro, desde la ventanilla—. Tiene que haber sido un golpe, una rama, o qué sé yo. ¿Cómo está tan seguro? Un bicho no hace eso. —Se negaba, no obstante, a creer tal afirmación. El miedo era lo que le llevaba a tal afirmación. La lluvia no dejaba ver nada, y entre la maleza, perdidos en la nada, era muy complicado divisar a una bestia. Estaban indefensos.
—Si fuera por algún golpe, la rueda se habría roto por debajo, o no estaría entera rota. Pero aquí se ve un corte.
—¿Y quién iba a hacer eso? —inquirió ella, con el corazón en llamas, rojo de ira. Apretó los dientes, de haber sido por ella hubiera tirado al crío ahí mismo. Puede que una piedra hubiera bastado para partirle el cráneo. Se lo imaginaba con la cabeza deformada, a ella misma con la cara llena de sangre, saboreando cada gota. Las múltiples arrugas de su cara contraída delineando cada rincón de su rostro, mientras las manos le flaqueaban por la bajada de adrenalina que acababa de experimentar. Y por fin, con algo muerto, algo que para ella no era ni persona, fuera de su camino. Libre, por fin.
Esa terrible imagen se desvaneció de su cabeza en cuanto fue consicente de ella. No era así, no era su carácter. Era el odio quien hablaba por ella. Pero no tenía otra opción, el bebé debía morir.
—¿Cuánto falta para llevar al bosque de los perdidos? —preguntó. Notaba la adrenalina subir desde la parte alta de su barriga hasta las puntas de los dedos. Acarició el manto.
El bebé se había derpertado. Ahora lloraba. Su padre intentó cogerle en brazos, pues quería consolarle, él empeaba a creer que aquello era una mala idea. Eso era una señal. La rueda partida significaba que debían esperar al día y volver. Ella se lo apartó, nadie cogería a esa apestosa criatura, no estaba segura de que si lo soltaba moriría.
De repente, antes de que el hombre que se encontraba en el exterior pudiera responderle, unos pasos cercanos se escucharon. Fuera lo que fuera aquello, sus patas eran lo suficientemente pesadas como para aplastar de tal manera la hierba, que sus pasos se escucharan sobre la lluvia. Unos brillantes ojos azules se asomaron bajo la oscuridad, los mismos que se extinguieron. El matrimonio no vio nada, pero él sí. Se quedó paralizado, sin ningún pensamiento en la cabeza. Él ignoraba la presencia del mundo, el mundo ignoraba la suya.
—Oye, que cuánto falta para llegar —repitió ella, indignada por todo. Fue, ahora sí, una orden, una exigencia que salía de su fría voz. No se podía creer que nada de eso estuviera pasando, incluso cuando se esperaba que algo arruinara sus planes.
El hombre meneó la cabeza, se agarró el sombrero y volvió al carruaje. Sintió su cuerpo húmedo, las gotas caían hasta llegar al suelo y, sin embargo, el golpe de estas contra el suelo no sonaba. Como si el agua fuera inexistente y su cuerpo estuviera seco. El álogo permaneció quieto, tranquilo. Lo vio ahí delante, de primeras llegó a creer que el miedo lo paralizaba, mas a quien lo hacía era él. Se lo imaginaba como un ente burlesco que le reía en el oído, para así demostrar que nada podía pararle. Casi como si los brazos fueran agarrados por algo, permaneció allí, respetando a aquello que estuviera fuera. El álogo lo sabía. La muerte se cocía dentro del carruaje, no fuera.
—¿Me va a responder? —gritó la mujer de finos cabellos rubios. De su voz casi salía fuego, ya se había hartado de que la ignoraran, con ella nadie jugaba.
—Tranquilíza...
Pero el hombre no terminó sus palabras. Un dedo pálido le tapó la boca, fue justo en el surco de debajo de la nariz. Encajaba perfectamente, parecía idóneo para él. El hombre lo sabía.
El conductor volvió a la realidad, aun con el miedo jugando a su lado, se giró y la vió. El manto ya no ocultaba su rostro por completo. Le llamó la atención su cara chupada, aquellos huesos que se marcaban, sobre todo en la parte d elos pómulos. Contrario a lo que creía, no se veía miedo en sus ojos brillantes. Era seguridad. Una seguridad sexy, que le provocaba el placer de la lujuria, pero sabía que aquella mujer estaba prohibida, algo se lo gritaba en los más profundos huecos de su cabeza. ¿Qué era lo que había tras esa mirada?
—Poco. —Dejó caer un pausa, pues esperaba que aquella respuesta fuera suficiente. Al contrario, ella ansiaba algo más. Pero no conocía aquel algo—. No creo que lleguemos al kilómetro, quizás.
Dudaba de lo último, pero estaba seguro. Fuera lo que fuera, esa criatura los había estado esperando, y ahí estaba, en el último tramo. ¿Qué buscaba? ¿Qué de real había en todo aquello?
—Hay algo fuera, lo he visto. —Escupió de sus labios agrietados. Las palabras resbalaron hasta el suelo, pero consiguieron su objetivo: llamar la atención de la pareja. Decidió decirlo sin más, no había otra forma de hacerlo—. Creo que ha sido lo que ha roto la rueda. Será mejor quedarse aquí dentro, esperar a mañana y luego volver.
Si algo le pasaba a su álogo ya no le importaba. Compraría a otro. Prefirió anteponer su vida a la del animal. Quieto, ignorante al miedo, como si le desafiara. No era capaz de mirarle, se había vuelto una criatura del demonio, seguro.
La mujer de finos cabellos rubios hizo caso omiso de su advertencia. Abrió la puerta, saludó a la lluvia y escapó. Lo hizo antes de que su marido, un hombre que no era muy avispado, se percatara de sus intenciones y lo impidiera. Tampoco fue capaz de perseguir a su mujer, porque temía a la bestia y la lluvia. Así que se quedó en el carruaje, siendo testigo de cómo ella se adentraba entre los árboles para seguir el camino que llevaba al bosque de los perdidos. No obstante, no viajaban solos, tanto ella como su bebé.
¿Por qué hacía esto? Se preguntaba, mientras andaba rápida. Podía tirarlo ahí mismo, que se muriera. De todas formas, si es que alguien lo encontraba, no sabría que ella era la culpable. Vivía en la más absoluta miseria, para el gobierno era un insecto invisible. La adrenalina subió, fue como si alguien hubiera pulsado un interruptor en su cabeza, para luego recordar aquellas palabras: «estás embarazada». El odio volvió. Deseó que aquella bestia se comiera al niño, destrozara sus tripas y contemplar en primer plano cómo él lloraba desesperado por su vida. Ensoñó tocar un brazo cubierto de sangre, olerlo y saborear la muerte.
Tan sencillo era tirarlo, y no correr hasta el bosque. Era menos de un kilómetro. Saltaría el muro. Allí lo dejaría, al lugar donde no entraba nadie. El crimen perfecto, aquel que no existe.
Había perdido de vista el carruaje cuando notó una tercera presencia. Fue de reojo. Allí, tras los árboles, se escondían unos ojos azules que la acechaban. Aligeró el paso y le agradeció a su marido el haber esperado lo suficiente hasta poder recuperarse del todo. Se podría decir que no corrió (no era capaz de eso por muchas causas), pero no parecía hacerle falta. Eso mantenía su ritmo.
La lluvia seguía. Sin el viento presente, pero con un frío que no era propio. Un relieve irregular por las montañas. Hierba de alto tamaño, con múltiples flores que giraban a otro lado para no ser testigos de nada. Lo mismo hacían los árboles. Entre la oscuridad algo extraño se movía, como si danzara, porque el terreno era suyo. Una escena tétrica que llamaba la muerte. El miedo la intentó superar. Las piernas le temblaban y ya parecían temblarle la spiernas cuando vio un muro a lo lejos, bajo una ladera y al lado de una ciudad. Dentro de él vivía un bosque. Si moría durantre su trayecto, su... No, no era capaz de llamarlo hijo, sino cosa. Aquella cosa también moriría con ella. Cumpliría su plan original, su sueño, y nada podría con ella.
A criatura casi la atacó. No supo cómo lo averiguó. Era extraño. De un momento a otro había aparecido en una posición distinta. ¿Cuán de rápido sería? No frenó, a pesar del cansancio, fue directa al muro.
Definitivamente le faltaba recuperarse del parto, pero tampoco importaba, una fuerza sobrehumana la ayudó a avanzar. La misma que le había abandonado en cuanto se posicionó delante de él. No podía creerlo, todo estaba a punto de acabar. De repente, un ruido prolongado le llamó la atención. Fue un golpe en el pecho lo que le hizo darse cuenta de que era el bebé, aquel error, quien lo provocaba: lloraba en el más profundo desconsuelo. Ni siquiera se había dado cuenta, tampoco es que le importara, si pronto moriría. Lo dejó llorar, muy pronto dejaría de hacerlo, eso seguro.
Analizó el muro. Era fácil escalarlo, solo necesitaba recuperar unas pocas fuerzas. A lo mejor que estuviera mojado le dificultaba subir, pero vio que los ladrillos que lo componían sobresalían bastante. No era difícil, no para ella. Cuando por fin se sintió preparada, agarró bien fuerte al bebé. No miró abajo, aunque bien podría haber tirado a ese horrible bicho al otro lado y largarse.
Llegó a lo más alto sin mucho esfuerzo, desde abajo parecía enorme, pero no lo era tanto en realidad. Fue fácil, había un buen soporte. No fue consicente de cómo lo hizo, en su cabeza múltiples pensamientos tan distintos unos de otros estaban en su mente, parecía que lo hizo todo automático. Solo fue consciente de que había terminado de subir. Puede que fuera el cansancio. Todo había terminado, tiraría al niño abajo, descansaría un poco más y volvería, para que, cuando llegara al carruaje, el sol ya estuviera fuera. Así sentenciaría una noche que nunca existió.
Más hubiera querido ella. Un golpe seco, rápido y efectivo. En su cabeza. La mujer de finos cabellos rubios cayó al suelo, mientras que el bebé salió por los aires y aterrizó en unos arbustos cercanos. Su llanto se escuchó sobre la lluvia, pues había sobrevivido a la caída, como si alguien lo hubiera planeado todo, yendo un paso por delante de quien quería sentenciarlo. Y así, mientras un hilillo de sangre caía por la cabeza de la mujer, una voz que gritaba se dejó oír por todo el bosque:
—Me das asco —dijo y, de nuevo, la calma volvió.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro