Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

14. ¿Puedo entrar?

Aquella noche no solo el frío llamaría a casa de Ethan. Él jugaba en el salón a ojos de su padre; Leo estaba pendiente de una de sus telenovelas donde no podía apartar su atención de un drama, no solo exagerado de por sí, sino también bastante inverosímil. En el piso de arriba descansaba Zeitza entre los algodones que le había colocado Ethan. Estaba acurrucado, protegiéndose del frío que tan poco le gustaba. Mientras tanto, Eulivet había salido con unas amigas y no volvería hasta tarde. Pero estos dos personajes no eran importantes, pues iban a ignorar los hechos que estaban a punto de suceder dentro de aquel hogar.

Su estatura era de aproximadamente un metro sesenta, la capucha que vestía sobre su cabeza le otorgaban unos centímetros más que nadie se paraba a percibir. Lo único que podía verse de aquella figura que no fueran mantos era un mechón de pelo cuyo color camuflaba la luz de la luna llena. Sus pisadas eran vacías, sin sonido, tristes y agonizantes de un deseo que nunca llegaría. Llevaba ese mensaje acompañado de unas botas viejas, sucias, desgastadas, bajo unas medias raídas. Ante todo, su vestimenta era humilde, mas no de alguien que saliera de la pobreza. No presentaba desgastes ni rasguños en los trapos rojos que llevaba encima.

Aquellos tristes ojos se posaron sobre el número 23 de una casa. Cuando alzó la mirada la Luna se negó a enseñar su rostro. Subió los dos escalones que daban al porche, ante una puerta rodeada por ladrillos y con un lateral de vidrio translúcido por el que asomaba luz. Tres ventanas del piso de abajo daban al exterior, todas con cortinas echadas, pero dos con brillo que dejaba percibir las siluetas.

El timbre sonó repetidas veces, tantas que incluso Leo, molesto por aquel tedioso sonido, casi suelta un improperio que contuvo. Más que por el niño, supo retenerlo porque no formaba parte de su personalidad, pero ¿quién llamaba así a esas horas de la noche? ¿Qué estaba ocurriendo? Se deslizó por el pasillo, y cuando abrió la puerta y se encontró con unas mejillas sonrosadas como manzanas y unos ojos castaños llenos de tristeza el sonido del televisor le pareció lejano.

—¿Qué sucede? —inquirió él, mientras su hijo salía de la habitación para asomarse al pasillo.

—Yo..., yo... —A continuación soltó un gemido.

—¿Pasa algo? —volvió a preguntar, en un segundo intento por hallar una respuesta. Por su apariencia, voz y altura lo más probable es que fuera una adolescente perdida.

—Ayuda.

Un escalofrío recorrió la ancha espalda de Leo de principio a fin, uno que le decía al propio cuerpo que se activara, que el peligro se sentía presente. La chica tosió varias veces, acabó con un sonido gutural débil y cansado. Las fuerzas parecían haberla abandonado.

—Voy a por agua —vociferó Leo, presa de la situación. Se desplazó hasta la cocina y con toda la velocidad que sus piernas le permitieron desapareció de escena.

Ethan se quedó a solas con la chica, que todavía permanecía en el umbral. Su mirada perdida, que indicaba que casi no entendía lo que estaba pasando en aquellos momentos no dejaba de ser confusa. La luz naranja proveniente de las lámparas iluminaba medio rostro, y tapada con aquella capucha había algo que a Ethan le provocaba desconfianza. No sabía qué era. De lejos, el motivo no radicaba en las leyendas oscuras y de terror que le contaba su padre, sobre una niña en el umbral esperando a que alguien le abriese la puerta. Fantasmas, monstruos y entes paranormales. No era nada de eso.

En la cocina, Leo había cerrado el grifo, giró sobre sí mismo y lo encontró ahí, con mirada acusadora y vacilante. Esa expresión seria que quién sabía qué significaba. Esos gestos, cómo había aprendido a dominarlos, a poder hablar con ellos. Con apenas diez años Ethan había aprendido mucho del lenguaje corporal, porque tampoco podía aprender muchos más.

—Papá, esa niña me hace sentir algo extraño —le confesó, moviendo sus manos con torpeza. Los temblores involuntarios le impedían hacer bien los signos, con lo que su padre tuvo que esforzarse un poco por entenderlo.

—No digas tonterías —le respondió en lengua de signos, con la intención de que la chica no se enterara de nada. En efecto, la puerta de la cocina estaba al lado del porche, y ella los veía a la perfección—. Seguro que lo dices porque está asustada, no seas maleducado.

Ethan meneó la cabeza.

—No, es como cuando ves a un bicho que sabes que te puede picar —intentó explicarle. Leo miraba hacia la puerta, impaciente por no hacer esperar a la chica, por otra parte, su hijo intentaba bloquearle la entrada, tampoco suponía un problema, porque era pequeño y podía apartarlo—. Mírame, es como un bicho peligroso, sabes que te puede hacer daño y, aunque no lo haga, le tienes miedo porque sabes que algo malo te puede hacer. Esa tipa me hace sentir igual.

Leo suspiró, apartó la mirada y dio de lado a su hijo, con la excusa de que no podía hacer esperar a alguien quien necesitaba de su ayuda. Cuando fue al pasillo se encontró con la puerta abierta, por lo que una ráfaga de aire le dio en el cuerpo, sumado a que la temperatura de su hogar estaba disminuyendo, terminó por congelar al hombre. Vio que la chica seguía en el porche, tiritando de frío. Parecía asustada, como traumatizada por algo que había sucedido. Él le ofreció el vaso, y esta lo bebió de un solo trago, para después devolvérselo una vez vacío. Tosió un poco, carraspeando.

—Gracias —dijo. Tanto había cambiado su voz que la de antes parecía provenir de otra persona. Antes de que Leo tuviera tiempo para preguntar qué le había pasado, o tan siquiera saber qué la había conducido hasta ellos, la chica añadió—: ¿Puedo entrar?

—Eso ni se pregunta.

—¿Puedo entrar? —volvió a preguntar la chica. Ahora algo más fiera. Leo lo pasó por alto, sería el miedo, puede que algo la estuviera persiguiendo y solo deseara huir de allí. El tembleque que llevaba en las manos parecía ser más causa del miedo que de aquella noche helada.

—Por supuesto, pasa.

La joven entró en el pasillo y Leo cerró la puerta. Mientras tanto, Ethan la contemplaba con un gesto de furia y rabia. Sabía que no debían haberlo hecho, que era mejor dejarla ahí tirada. Entró tras ella al salón; receloso, empezó a recoger los peluches que tenía tirados por el suelo. Apartó cualquiera de sus pertenencias con gestos torpes: un perrito se le cayó al suelo dos veces.

—Siéntate —la invitó Leo—. ¿Quieres algo? ¿Llamo a alguien?

—No—contestó ella, con la mirada perdida. Se quitó la capucha, mostrando un suave y denso pelo del color del chocolate recogido en una trenza. Tenía pómulos sobresalientes a ambos lados de una boca pequeña y fina, de labios pálidos como su piel. La cara estaba llena de dulzura gracias a su forma redondeada y un flequillo suelto que le tapaba parte de la frente.

En el silencio podía escucharse la fuerte respiración de Ethan, lleno de ira No le quitaba el ojo de encima. No confiaba en ella. Algo extraño se lo decía. Era innato, un instinto de supervivencia que te avisa del peligro antes de que tú seas consciente de ello. Una vez recogió todo Leo le obligó a sentarse en el sillón, él se sentó en el sofá próximo y dejó que la chica se colocara en una esquina, cerca de la puerta y sin estar rodeada. Cuando dejó el vaso que le habían ofrecido sobre la mesa, este tenía todavía agua, pero algo había cambiado: pequeños trozos de hielo flotaban.

—¿Puedo preguntar qué ha pasado? —imploró él, a lo que la chica dejó de tener un aspecto ido para volver a la realidad.

Hubo un momento de silencio profundo donde Leo no obtuvo respuesta, no supo si volver a preguntar o qué hacer. No podía dejarla así, no parecía traumatizada a primera vista, solo algo nerviosa y con mucha ansiedad por algún motivo. Su primera idea había sido un intento de agresión, no había muchas más posibilidades ante su estado y el entorno.

—Si no quieres hablar de ello...

—Lo siento —le interrumpió. La chica soltó un gemido por lo bajo—. Acaba de pasar, ha sido muy reciente. T-todavía...

—No pasa nada, pero no sé si hay algo que pueda hacer por ti.

—¿Podría quedarme aquí esta noche? —Leo tuvo una batalla interna sobre si dejarle pasar la noche en casa o si llamar a la policía. Sabía que a la chica no le gustaba la idea; no obstante, eso no 2quitara que fuera lo mejor. Permitió que se quedara, y que mañana, más calmada, ya harían algo.

«No, vete y no vuelvas nunca», le respondió en su mente. Pero claro, era su padre quien mandaba en ese momento, así que él no tenía ningún poder. En ese mismo instante le odiaba, no podía perdonarle que hubiera dejado pasar a esa completa desconocida. Incluso que hubiera tomado a burla su advertencia, cuando él siempre confiaba en lo que le decía. ¿Es que era para su padre otro chiste como para el resto?

—Sí, voy a prepararte la habitación.

Cuando Leo se levantó del sillón le echó un rápido vistazo a su hijo, quien meneaba con la cabeza. Por eso mismo, abrió la boca para pedirle que le acompañara; sin embargo, decidió callarse, ya que era mejor que la chica tuviera algo de compañía.

Finalmente, esa misma noche, la joven que decía llamarse Minerva estaba en el salón, junto al calor que este emanaba y siendo casi incapaz de sostener una taza llena de café. El cuerpo le seguía temblando de puro miedo. Seguía con la mirada perdida, mientras Ethan permaneció justo a su lado, sentado en el sofá. La luz naranja parecía un inútil intento para disimular una escena digna de una película de terror, con una joven que parecía haber estado al borde de la muerte y un niño que la juzgaba. Y es que los niños perciben cosas que los adultos no.

—Debería irme a dormir —contestó la muchacha, y declinó la idea de Leo sobre acompañarla a la habitación, alegando que ya sabía dónde se encontraba—. Será mejor que vaya sola, si, por favor, no visitaran mi habitación hasta mañana mejor, creo que debería recomponerme.

—Por supuesto, buenas noches.

Una vez se escuchó la puerta de la habitación cerrarse, Ethan le echó una mirada de odio a su padre, como reprendiéndole de haber dejado que aquella chica entrara.

—Sigo diciendo que no me fío de ella, ¿es que no notas nada raro? —explicó el pequeño, moviendo con brusquedad sus manos y haciendo los signos un poco mal.

—Ya te he dicho que dejes el tema —susurró Leo, entrecerrando los ojos y frunciendo el entrecejo. Se quería armar de paciencia (una paciencia que no tenía) para no ponerse a regañar al niño. ¿No se daba cuenta de que estaba cometiendo una falta de respeto?

—No hasta que la eches —respondió.

Leo, tal y como le había dicho Eulivet, siempre que se sintiera al borde de la ira, que ignorase aquello que la provocaba. Y así hizo, siguió viendo la televisión, decidiendo no responder a Ethan. Sin embargo, este le tiró de la manga con insistencia y repetidas veces.

—Que dejes el tema, que no la voy a echar y déjate de tonterías —dijo, esta vez en voz baja pero sin susurrar. Miró al niño por unos segundos, en ese momento Ethan hizo el amago de subirse encima del sofá. Leo optó por hacerle un hueco, ya que su primer pensamiento fue empujarle para que cayera al suelo. Entonces su hijo se apoderó del sitio y le agarró del brazo.

—Pero hazme caso, ¿es que tú no ves nada raro en ella? —siguió Ethan.

Se veía muy impotente e inútil, todo le causaba mucha furia, maldiciendo a su padre por dentro. «Es un idiota, nunca me hace caso porque seguro que se cree que soy tonto», pensaba para sí. Él seguía con la insistencia hacia su padre, en parte para satisfacer ese deseo de odio que ahora mismo tenía. Pero, tras un buen rato molestándole, el hombre se le quedó mirando, con unos ojos que podrían asesinar a cualquiera.

—A tu cuarto. —Antes de que el niño pudiera protestar, añadió—: Ahora, hala, a dormir.

Y así, sin ninguna otra opción, recogió sus peluches y se fue a la cama. En ella, se puso a llorar de la misma rabia; sabía que algo malo iba a hacer esa mujer que descansaba en el cuarto contiguo. Hubo algo que le gritaba en su interior que estaban cometiendo una muy mala idea. El resto del tiempo, decidió que lo mejor era permanecer en silencio por si escuchaba ruidos en el cuarto que daba al cabecero de su cama.

Pasó un minuto. Luego dos. Pasaron treinta. Solo el reloj era consciente del paso del tiempo. No escuchó nada. No consiguió aguantar treinta y dos minutos, porque cuando la manecilla quiso hacerlo Ethan ya se había dormido: era demasiado tarde para un niño y el sueño le ganó.

Fue un golpe seco lo que lo despertó. Casi de forma instintiva fue a encender la luz, luego analizó con detalle cada rincón de su habitación. Al no percatarse de que algo hubiera cambiado su cerebro comenzó a maniobrar, y si es verdad que le costaba, eso no supuso ningún impedimento para que el niño se convenciera de que había provenido del cuarto contiguo. Bien podría haber sido el musketón que s ehabía golpeado en alguna parte de la caja donde dormía, incluso un ruido que viniera de fuera. Pero Ethan llevaba toda la noche acusando a Minerva, y no necesitaba pruebas.

En mitad de la noche y a oscuras salió al pasillo, giró a su izquierda y se colocó delante de la primera puerta que encontró. Se quedó allí parado. Su cuerpo se paralizó. Era el cuarto donde estaba Minerva. Respiró con la máxima tranquilidad posible, no podía permitirse que ella lo escuchara. Quieto, en unas penumbras que lo abrazaban, escuchó otra vez el mismo golpe seco. Eran tacones. ¿Había venido con tacones? Pasos. Pasos que iban de un lado a otro de la habitación. No era de extrañar que lo despertaran, siendo que el golpe contra la madera era fuerte y lleno de ira.

Quedarse escuchando no era una opción. Cuando el sueño comenzaba a abandonarle, fue consciente de que o conseguía alguna prueba acusatoria o Minerva se quedaría allí. Así que abrió la puerta sin pensarlo. Un chirrido se escuchó en mitad del silencio, a Ethan el corazón le dio un vuelco, pero cuando miró tras la rendija comprobó que la chica ni siquiera se había percatado de nada.

La habitación de invitados siempre había sido solitaria. De paredes blancas, sin un solo cuadro a excepción del que había sobre la cama de matrimonio. En él se veía un campo de amapolas y un cielo sin nubes, que en otro sitio se hubiera visto alegre y armonioso, puede que hasta tranquilizador. En aquella habitación triste solo transmitía una sensación de tristeza y vacío que consumía la alegría de quien lo mirara durante demasiado tiempo. La cama de matrimonio estaba tal cual la había dejado Leo: eso significaba que Minerva no había dormido en ella.

Pero sí notó que el sillón que había bajo la ventana, el cual se escondía un poco por el enorme armario ya viejo y desgastado, tenía un hoyo bien marcado en él.

Ahora la chica se paseaba de una punta a otra del cuarto, en línea recta. Tampoco es que tuviera mucho donde caminar, pues el espacio que le quedaba era pequeño. Como la persiana estaba subida hasta arriba y las cortinas estaban echadas, la luz de la Luna llena se filtraba por el cuarto y lo teñía de un pálido blanco. Consiguió divisar el rostro de la chica gracias a eso: malicia. Eso era lo que había en su expresión.

Justo entonces, cuando pasó por delante de la ventana, el brillo del cielo incidió sobre ella y Ethan fue testigo de algo que le heló la sangre: de la cabeza hasta un poco por encima de la cintura, lugar donde la luz de la Luna le dio, la chica se había vuelto transparente como un fantasma. Aquello duró unos segundos, luego se alejó de nuevo de la ventana.

Tenía que ser mentira. Pero no, no fue así. Volvió a pasar por delante y pudo volver a comprobar cómo en las zonas del cuerpo donde le daba la luz se volvían transparentes. Ante el miedo, Ethan abrió un poco más la puerta sin querer, y fue entonces cuando Minerva se giró para ver unos ojos intrusos mirándola. En ese momento Ethan sintió el verdadero terror de unos ojos propios de otro mundo.

—¿Qué tenemos aquí? —inquirió, viendo a un pequeño asustado, que se echaba hacia atrás. Para Ethan el mundo se le había echado encima, había sido descubierto y no veía ninguna salida. ¿Qué debía hacer a continuación?—. Parece que mi gatillo asustado no entendió lo de «no entréis a mi cuarto». ¿Mirando lo que no debes?

Él meneó la cabeza, queriendo gritar y llamar a su padre. ¿Ya habría vuelto su madre? ¿Qué hora era? ¿Por qué estaba pensando en eso, por qué no era capaz de centrar su mente en lo importante? Si Minerva ya le daba miedo antes, en ese mismo instante, sabiendo que la luz de la Luna la volvía transparente, y estando muy vulnerable ante ella, creía que le iba a dar algo.

—Voy a enseñarte lo que les ocurre a los cotillas —susurró la mujer, se acercó a él y luego se agachó, para ponerse a la altura de sus ojos.

Como un ciervo que saben que le van a dar caza giró sobre sí y corrió en dirección a las escaleras, bajó los escalones de dos en dos sin pensar en que podría caerse o cuánto tardaría la muchacha en pillarle. No miró atrás, nada más bajar el último escalón pensó en que salir por la puerta principal le retrasaría: estaba cerrada con llave y él no sabía cuál era. Giró a su derecha y pasó por el comedor hasta ocultarse en el fondo de la cocina, luego se escondió en la despensa y se arrinconó en el hueco que había debajo de la escalera.

Su mente trabajaba más rápido que nunca. Quiso llorar en ese momento, no era más que un musketón asustado y ella un gato pelirrojo malvado lista para almorzárselo.

Se asomó un poco para comprobar dónde estaba Minerva y casi se muere de un infarto cuando la vio al fondo, en el comedor. Pudo ver si silueta transparente gracias a la gran ventana que daba al patio delantero. Sintió que su corazón se había parado unos segundos, estaba seguro de ello. Volvió a su escondite y no pudo evitar contener las lágrimas del miedo que tenía.

Era evidente que ella era un fantasma, ¿qué otra cosa podía ser? Aquel hombre de la tienda se lo había dicho: en el collar vivía la Muerte y haría lo posible para escapar de su prisión.

—Vamos, gatillo, no seas tonto —dijo ella, con una voz que se llenaba de burla; su sonrisa mostraba unos dientes blancos y sus ojos parecían sedientos—. Te he visto esconderte, sé que estás aquí.

Sabía que si Minerva entraba en la despensa todo estaría perdido, no solo porque la altura y el espacio de esta era diminuto, sino porque también estaba abarrotada de cosas y las posibilidades de escapar eran imaginarias llegadas a ese punto. Así que, como Ethan comprendió que todo estaba perdido, salió a la cocina y pudo ver al fantasma enfrente de él, con el rostro cambiado. La enorme sonrisa sin dientes llegaba de una oreja a otra, los ojos se habían vuelto los de un gato y casi parecía tener la nariz de una serpiente. Cuando la muchacha levitó un poco por encima del suelo hacia él, el niño se asustó tanto que decidió tirarle lo primero que tenía a mano: el salero.

Todo, en realidad, fue un cúmulo de casualidades afortunadas. El tener las escaleras detrás para que, lo primero que hiciera, fuera bajar por ellas. El no conocer cuál era la llave que abria la puerta. Decidir esconderse en la despensa al verlo como el sitio más recogido de la casa. El agarrar la sal en vez del azúcar. Que aquella noche hubiera Luna llena. Fue como si tuviera un ángel guardián detrás.

Minerva gritó de dolor. La piel, que había entrado en contacto con la sal, se estaba quemando. A pesar de ser un fantasma, el cuerpo se le había vuelto rojo como la piel que arde en el fuego. Salía humo que aquellas zonas rojas. Tuvo que retroceder para no tocar el puñado de sal que había quedado en el suelo, junto al salero que, de alguna forma, no se había roto. Ethan aprovechó la oportunidad para agarrar más sal y tirársela. Fue como ver a un muerto morir de nuevo.

—¡Ah! —gritaba ella, encogiéndose de dolor. Tras el tercer puñado la piel le ardía tanto que terminó por tirarse al suelo—. Maldito niño, maldito seas.

Ethan se sintió el gato y la vio a ella como un musketón débil. Pudo ver que la sal había quemado la ropa y ahora solo quedaban jirones y agujeros rotos. La mujer acabó llorando del dolor que sentía y compadeciéndose de sí misma, tirada en el suelo como a alguien para quien ya era tarde socorrer. Con mucho esfuerzo se arrastró hacia el exterior de la cocina, mientras Ethan se la quedaba mirando con la esperanza de que aquello la echara. Y así fue, porque cuando la Luna volvió a darle, Minerva se volvió transparente. Se quedó delante de la ventana, con los codos apoyados en el suelo y contempló al cielo, en busca de auxilio.

—Has ganado por esta vez, pero la próxima vez la sal no te ayudará en nada. —Y, mientras se levantó a duras penas por caminar, atravesó la pared y se alejó en la noche.

Allí se quedó Ethan, solo en mitad de la noche y con la Luna como el único testigo de lo que acababa de suceder. Luego se acercó a la ventana, miró al fondo y no vio a nadie. Durante las próximas dos horas se dedicó a sentarse en el suelo a llorar a la par que se abrazaba a sus rodillas. Sabía que había ganado. Volvió a su habitación, tan solo no quería que nadie más lo viera allí, en mitad del comedor llorando.

Por mucho que lo intentara, algo de miedo siguió dentro de su cuerpo, por lo que no pudo dormir más en toda la noche. A la mañana siguiente se encontraba cansado, pero cuando escuchó a su madre en el piso de abajo reír, una pequeña parte de aquello le dio un poco de vida. Bajó al comedor y se la encontró allí, riendo mientras leía algo en su teléfono. Se acordó del salero, y vio que Eulivet lo acababa de poner en el mismo lugar de antes. Por suerte para él, aquella porcelana solo se rompió en una pequeña parte, y aunque a aquel chef le faltaba una parte de su sombrero, mantenía su sonrisa mientras abrazaba un enorme plato lleno de sal.

Su madre le hizo el desayuno y, para su suerte, en ningún momento le preguntó qué hacía un montón de sal derramada por el suelo.

Cuando Leo bajó cerca del mediodía, con una mala cara y un aspecto agotado. Eulivet se le acercó, preguntándole qué le pasaba.

—He dormido fatal, hoy he tenido un mal sueño —dijo, meneando la cabeza. Bajo sus ojos había unas ojeras muy marcadas—. Ha sido una pesadilla, con espíritus malignos que iban a por mí. No he dormido muy bien.

Eulivet rio por lo bajo, alegre.

—Normal, con tantas cosas que ves por internet te tenía que pasar factura.

—No, no —se apuró a decir él, con la voz cansada—. Ha sido más extraño, como si de verdad hubiera fantasmas. —Luego miró a la nada y se llevó la mano a la frente—. No sé, serían cosas mías.

Pero justo antes de moverse para ir al baño, cayó en la cuenta de algo. Pensó que a lo mejor su mujer sabría la respuesta.

—Por cierto, ¿ya se ha ido la mujer que vino anoche? Era una chiquilla asustada, se llamaba Minerva —añadió Leo, pues cuando pasó por delante de su habitación la puerta estaba abierta, y no pareció haberla visto por el resto de la casa.

Eulivet puso cara de desconcierto, sin entender muy bien qué le estaban diciendo.

—Querido, no sé de qué me hablas —contestó, mirando por todas partes. Ethan casi se atragantó con el zumo que estaba bebiendo, temía que la mencionaran y había llegado el momento—. Cuando llegué anoche no había nadie, y esta mañana ni Ethan ni yo hemos visto a una chica con nosotros. Además él no me ha comentado nada. Seguro que lo soñaste.

—Te juro que vino una mujer aquí, preguntando si podía pasar la noche —insistió. ¿Y si se fue en mitad de la noche? Dudaba de si Ethan sabía la respuesta, y decidió preguntarle—. Ethan, tú también la viste, ¿no? Espero que no la echaras de casa.

—Dudo mucho que nuestro hijo echara a nadie de casa por muy mal que le cayera —le salvó Eulivet. El nudo de la garganta de Ethan se deshizo y el chico pudo volver a respirar razón. Pero era cierto, ¿cómo iba a echar él a una persona normal de carne y hueso? De hecho, casi resultaba irónico que no pudiera echar personas de su casa pero sí a fantasmas.

—Es probable que se fuera ella sola, parecía muy asustada, como si alguien la persiguiera.

—Seguro que fue así, en todo caso ya no puedes hacer nada.

Y así terminó aquella anécdota, con Leo estupefacto al no comprender qué pasó aquella noche y con Ethan sin poder quitarse de la cabeza qué hubiera pasado de no haber echado a Minerva de casa. Un enigma al que algún día le daría respuesta. Pero para ello primero deberían pasar unos cuantos años, cuando el chico creciera y hubiera descubierto ya, tantas cosas, que a esas alturas un fantasma era el menor de sus problemas.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro