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12. Las mentiras de una niña sincera

Culpa. Ese sentimiento nacido de un acto incorrecto, a veces hecho a conciencia, otras sin querer. La causa no justificia ni alivia el dolor, se queda danzante alrededor de la persona, hay quienes consiguen cazarla y se aferran a ella de forma desesperada para así poder consolarse. Algunos la dejan libre, conscientes de que no servirá de nada: lo hecho, hecho está y solo quedan las consecuencias. Existen personas que creen que el peor castigo de la culpa es que no las haya. Alicia se encontraba en este grupo. Aparte de la regañina de su madre, no llegó nada más. Nadie le preguntó qué había hecho, nadie notó su extraño comportamiento (aunque, a decir verdad, Alicia ya era peculiar de por sí, por tanto, para todos actuaba como siempre), nadie recabó en si aquel día fue a jugar con sus amigos o dónde había estado realmente. Nada. Nada de nada.

Tres días le había dado de plazo el animal para que ella volviera. Maldijo aquel número. «Por qué tres, ¿por qué son siempre tres? Para matar al enemigo en los juegos, para dar golpes, siempre tres. ¿Por qué nadie dice cuatro? ¿Qué obsesión rara tiene la gente con el tres?». Para cuando llegó el segundo día supo que no era capaz de aquello. Se había internado dos veces, sim ebargo la primera fue convencida de que todo era un sueño, y para la siguiente le llevó semanas concienciarse. Y la dichosa culpabilidad de haber mentido seguía ahí, en su corazón. Cuando una sensación horrible se apoderaba de ella y crecía, casi podía imaginarse dos manos blancas salidas de ningún sitio, entraban en su pecho y apretaban su corazón como para jugar con él. Pero no tenía otra opción. No era su culpa, no tenía otra opción, no lo hizo a propósito. Nada de eso la consolaba.

El tercer día, al despertar, miró la hora y maldijo al mundo. Sabía cómo actuar aquella tarde de domingo, haría lo que en un día normal y luego pediría salir a dar un paseo. Ella sola, sin testigos, sin amigos que pudieran decir que no habían estado con ella en ningún momento. Así que, después de comer y jugar con Tobi para disimular, fue a hacer sus deberes dos horas más tarde. La sensación de amenaza estuvo presente durante todo el día, porque cada vez que algún miembro de su familia se disponía a hablar, simpre creía que era para amenazarle, negarle su salida o echarle en cara dónde había estado. Una vez en su habitación, los pasos que se oían del exterior la ponían también alerta. Meneó la cabeza, se puso a hacer sus deberes y los hizo muy rápidos. Una parte de su mente le aconsejó ir lenta, así quedarían mejor y tardaría más en ir a ese horrible bosque.

Terminó la última frase de sus deberes de Lengua. Escribió las últimas letras a la velocidad de un caracol, y cuando añadió el último punto la desesperación se apoderó de ella. Eran pasadas las cuatro, o abandonaba su hogar en ese mismo momento o ya sería demasiado tarde para ello. Hiperventiló y agarró el pecho con su mano derecha en busca de algún síntoma que le dijera que estaba enferma. ¿No hacía demasiada calor? Seguro que tenía fiebre. Colocó su otra mano sobre la frente: tonterías. ¿Y mocos? Se sonó la nariz para comprobar que en el pañuelo quedara algún resto de color amarillento o verde lechoso, pero eran brillantes y sanos. Tosió, como si con ello consiguiera enfermar de la nada, pero era en vano.

Era evidente que debía partir en ese momento. Se vistió con lo primero que pilló, solo poniendo más atención en que los pantalones fueran cómodos. Y así, con una camisa blanca de franela colocada bajo una rebeca roja, y unos pantalones negros y flexibles, se calzó las zapatillas y se dispuso a cruzar el umbral de su casa. Para ello, debía cruzar el salón, allí se encontró con su madre. Estaba sobre el sofá, leía una revista de contenido relacionado con el ámbito científico. Descansaba los pies en el lado derecho de este, mientras, con las rodillas dobladas, colocaba la revista en el regazo. Alzó la vista por encima de las páginas y vio a una Alicia muda que andaba a pasos lentos. Más próxima a ella estaba Diana, que solo se dedicaba a jugar con sus peluches. Sabía que Alicia había advertido la presencia de ambas (no solo por ser obvia) por los ruidos de su hija menor mientras se movía de un lado para otro de la sala. Alicia giró la cabeza para prestarle atención, mas pasó como un fantasma.

—Se dice adiós —espetó la mujer. Alicia frenó unos segundos antes de responder. Cuando lo hizo, Eyra torció los labios, con el ceño fruncido contempló a su hija alejarse hasta la puerta principal—. Alicia —la llamó, la niña torció la cintura en dirección a ella, con una sonrisa forzada y un claro deseo por que la dejaran en paz—, ¿por qué te ha dado por salir ahora sola a la calle?

—¡Porque como siga en esta casa voy a salir loca!

Eyra no contestó, dejó que se marchara antes de que la conversación llegara a alguna parte. Una punzada se clavó en ella: Alicia tenía once años, no faltaban apenas unos meses para que cumpliera doce y se adentrara en el mundo de la pubertad. Supuso que poco a poco quería mayor intimidad, por otra parte, creía que algo le ocurría.

En otro lugar, lejos de la mente de Eyra, una niña de pelo cobrizo veía alzarse a su mayor enemigo: un muro. Ello implicaba más cosas, por supuesto. Una altura de doce metros era una barrera que dividía dos mundos completamente distintos, atravesarla significaba volver a enfrentarse a miedos que seguían latentes en su interior. Una noche lejana soñó con la criatura triangular, esta vez le comía. A veces se preguntaba si era buena idea hacerse vegetariana, solo que la poca voluntad que tenía para no hincarle el diente a un jugoso filete era lo que le provocaba desechar esa idea. Seguro que un planhûo le daría la razón de alguna forma. Volviendo al presente, el tiempo corría a contrarreloj y no tuvo más opción que volver a escalar el muro, tener más cuidado en no mancharse de tierra u hojas y volver antes de las ocho.

No tuvo miedo de caerse, ni tampoco de resbalar. Parecía que la experiencia adquirida las veces anteriores le habían enseñado a no temer, con sus movimientos rítmicos podía ser capaz de averiguar qué tipos de ladrillos eran los inapropiados para no apoyarse. Tenía un vago esquema de los movimientos a seguir, eso ayudó a no ir a tientas y dar palos de ciego en un campo de minas. Luchó para contener sus impulsos más primarios e impacientes que gritaban a todo pulmón el deseo de alcanzar la cima, ¡si solo hubieran sido esos! El miedo de terminar, el ansia para llegar hasta Kairem y averiguar qué le depararía, tantas cosas se juntaban en su cabeza. Una vez halló lo más alto se sentó, decidió no alzar la vista al bosque por si eso le inducía al vértigo y ya no era capaz de bajar. Descansada, descendió lo más pronto del muro —tenía una faceta de chica impulsiva— y esta vez sí que tuvo que mirar abajo para asegurarse de dónde ponía el pie. Por suerte para ella, poco a poco el suelo estaba más cerca y la caída sería menos peligrosa. Primero colocaba un pie y, haciendo mucha fuerza con él, bajaba otro. Con las manos alzadas y bien estiradas, el siguiente paso era situarlas un bloque más abajo. Siempre las colocaba en el ladrillo más cercano.

En cuanto estaba cerca del suelo saltó y corrió sin medir sus fuerzas por el caminito que había entre los árboles. El mismo camino de la última vez, ahora once pasos más a su derecha. Saber dónde tomar el desvío ayudó a alimentar sus ansias y a complacerlas. Y así alcanzó a Kairem. Sobre un tronco, esperando y esperando. Su cara aburrida elevó las profundas pupilas negras hasta el origen de todo el jaleo: una Alicia que maldecía por llenarse de hojas de arbustos. Ninguno medió palabra hasta que la niña se puso frente al tronco ancho que hacía siglos era uno de los árboles más gruesos y longevos del bosque. El animal se puso en pie donde colocaba el torso por encima de sus patas traseras y lo enderezaba.

—Creía que no ibas a venir —bufó con cierto aire de superioridad. Dejó a un lado la bellota que aguardaba como aperitivo, con unas bajas esperanzas de que Alicia volviera. Llegó a pensar que se habría ablandado.

—¡Pues claro que sí, me dijiste que me ibas a ayudar!

—Da igual, es tarde.

—¿Y tú qué te pensabas? ¿Que iba a venir a las nueve de la mañana?

—Pues sí, la verdad.

—¡Que tengo once años! A esa edad una duerme. —Con apenas tres frases Alicia ya había comenzado a mosquearse, con un indiferente Kairem, que sabía que aquella conversación no iba a llegar a ninguna parte, decidió cambiar de tema e ir al grano.

—Sí, ya, vale. Eeeh, creo que es mejor ser directos y hablar sobre lo de hace tres días: tu amiga desaparecida y de cómo yo me ofrecía a ayudarla. Claro está, necesitaba tiempo para...

—Oye, quiero hacerte una pregunta —le interrumpió la chiquilla. Un molesto Kairem enarcó las cejas y prefirió dejarle hablar—. ¿Has visto por aquí una criatura muy alta y fina que mida seis metros?

Kairem sacudió la cabeza, esperaba que no fuera alguna tontería de la niña. Esta misma se sentó en el pasto seco para poder estar a la altura del animal y así no tener que agachar la cabeza, con un súbito movimiento volvió a reincorporarse tras analizar que la misma hierba se le clavaba en el trasero y era demasiado incómodo. Prefería la molestia en el cuello.

—No, nada.

—Oh... —dijo Alicia con un deje en la voz y un poco de tristeza, esperaba que eso fuera lo que se había llevado a Kathleen—. Es que la gente de mi ciudad dice que algo así vive por aquí, por eso está ese muro y aquí no pisa nadie. Está muy abandonado desde hace siglos.

—Justo yo también quería preguntarte algo —señaló Kairem, con una oportunidad de sacar información—. ¿No te has fijado en ese camino que hay en el bosque?

—¿Qué le pasa? —Alicia ladeó la cabeza, confusa.

—Que es muy raro que por aquí no haya pasado nadie desde hace siglos, como tú acabas de decir, y de repente me encuentre con que hay un camino, cuyo césped está cortado, está bien cuidado y con flores alrededor —confesó Kairem, entrecerrando los ojos—. Es decir, la maleza ya se debería haber adueñado de él.

—¿Maleza? ¿La maldad dices? —inquirió Alicia cuya inclinación de cabeza se asemejaba a la de un cachorrillo cuya orden no acababa de entender.

—Me refiero a las plantas, deberían haber crecido, no ser tan... perfecto. Ven conmigo, quiero enseñarte algo.

Debía actuar deprisa si quería respuestas inmediatas de la niña. Si bien parecía que tenía una especie de aura inocente a su alrededor, no podía dejarse engañar por una desconocida a la que acababa de conocer días atrás, pues al fin y al cabo el trato de buscar a su amiga no era sino un truco para atarla a él y poder hacerle chantaje. Cada movimiento en el tablero de ajedrez debía ser cuidadoso, no sabía si en algún mate al rey enemigo podía desembocar una cadena de movimientos que terminara en un jaque mate contra él.

Sin dar rodeos y queriendo volver al punto inicial donde hablaban sobre lo acordado, con un gesto lo acompañó hacia la otra zona del claro opuesta a la que había entrado Alicia. Allí altas hierbas se alzaban hasta las rodillas, con una espesura de árboles juntos y demasiados próximos los unos a los otros. A lado izquierdo una pared rocosa se alzaba sobre ellos y proyectaba una enorme sombra que daba un aire de soledad en un rincón apartado y de apariencia distinta al otro lado del claro.

Entonces Alicia encontró una especie de rafflesia. No era la flor como tal, pero sí bastante parecida a ella. Seis enormes pétalos de color rojo pálido y de manchas pardas rodeaban un agujero extraño con forma circular que se hundía en el centro. Dentro nadaba un líquido rosado tirando a transparente que se meneaba con una suavidad que no parecía propia de la planta. En cuanto al olor que transmitía aquello era no si bien raro, pues decir que era amargo era un adejtivo frío. Dulce, picante o ácido seguían sin ser correctos, pero puede que el primero era el más cercano. Las flores se elevaron unos centímetros del suelo al que estaban pegadas cuando la niña posicionó sus pies cerca.

—¿Qué crees que puede ser esto? —inquirió Kairem, con el dedo índice señaló al centro—. Porque, hablando de cosas raras, esta debe de ser una de ellas.

Alicia se limitó a encogerse de hombros, hipnotizada.

—¿Lo has probado? —Se refería, por supuesto, al líquido que se meneaba de un lugar a otro.

—No, ¿quieres hacerlo tú? He metido hojas dentro, no parece ser peligroso, pero sigo sin fiarme.

Con el recuerdo del delicioso polen que había degustado semanas atrás, posicionó las manos en forma de cuenco y las introdujo en el interior de la flor, luego tomó unos sorbos y saboreó con la lengua la bebida. Era dulce, a ratos amarga, con un gusto un tanto ácido. Su intención era volver a revivir aquella experiencia llena de sabores irreales que vivió a través de esa magnífica planta. Sin pensar en lo más absoluto, solo obedeciendo al animal que había en ella y que nacía de lo más profundo de sus entrañas.

—¡Esto, hip, sabe fatal! —afirmó con un tono de felicidad en su voz—. Espera... hip ¡yo he querido decir eso!

Se llevó las manos a su boca. ¿Qué estaba pasando? Su mente dictaba una cosa totalmente opuesta a la que su lengua parloteaba sin razón alguna. Miró a Kairem, que tenía una mirada perversa en su rostro. Le enfurecían más los constantes hipidos que impedían hablar acompañados de respingos, más que las mentiras que su boca soltaba, a fin de cuentas podía no decir nada.

—Lo que has bebido provenía de la flor de las mentiras. Bebe de ella y no podrás decir la verdad —explicó. Se echó a reír con tono de burla tras ver la cara de enfado de la niña.

—¡Esto es, hip, genial! —Dio una patada al suelo—. ¡Joooo! —

—La cantidad de tiempo que mientas es proporcional a la cantidad de líquido ingerido.

—¿Eh? —respondió la otra.

—Que cuanto más bebas, más rato estarás mintiendo. —Alicia, ahora que lo había entendido todo, se alegró de tomar muy poco—. Y ahora vamos a sonsacarte cosas.

Quiso huir lo más lejos del mudno y aislarse. Comprendía que todo era un juego donde ella era la víctima y el psyquirrel la presa. Un juego macabro donde la única que tenía opción de perder era ella; cada mentira significaba lo contrario, por lo cual Kairem era capaz de averiguar hasta los más oscuros secretos de la niña si él quisiera. Con una mano él la juzgaba y sonsacaba cualquier detalle, mientras nadie podía evitarlo y en una situación todavía más vulnerable por no ser recíproca: Kairem mantenía sus secretos guardados y camuflados en bolas de nieve cubiertas de humo.

—¿Alguien te ha dicho que vinieras aquí? —empezó a interrogar, con una mirada furtiva y acusatoria.

—¡No! ¡Hip! Yo no quise venir, no hice, hip, para nada, hip, caso a una liebre que me llevó aquí, hip —confesó, entre una gran ironía, Alicia. A través de una mentira, acababa de confirmar muchas cosas entre una sola frase—. Lo que te... hip..., te dije era mentira, no busco realmente a mi amiga Kathleen, hip.

—¿Le has dicho o le dirás a alguien de mí? —volvió a preguntar Kairem. Su pulso era rápido, la telaraña que seguía tejiendo aún se mantenía débil, pero la base ya estaba hecha: estaba ahí, entre una sarta de mentiras que reconocían más que ocultaban, el motivo por el que Alicia había acabado frente a él: buscar a su amiga motivada por una liebre que seguía en el anonimato.

—¡Sí, a tod..., hip, todo el mundo! ¡Y se lo diré a más ge... hip..., gente en un futuro, porque sé que me van a creer y, hip, que no quedaré como una idiota! —gritó Alicia a los cuatro vientos. Parecía que uno de los efectos era hablar con entusiasmo y motivación, con el objeto de que todos escucharan unos pensamientos que así se manifestaban más creíbles. Pero aquello llegaba a un punto donde no aguantaba más, intentar no hablar era una estupidez, su lengua y boca trabajaban por su cuenta—. ¡Oye! No me parece bien que me utilices así —dijo, la primera verdad que lograba expresar. Así que, dejando escapar un grito acompañado de más hipo, encogió un poco—. ¡¿Qué me, hip, acaba de pasar?! —dijo la niña entre sollozos. ¡Eso era un infierno y lo estaba pasando muy mal!

Con una risa lacónica Kairem respondió a la escena. El mundo parecía más grande en apenas un segundo, ¿cuánto había encogido? Puede que unos veinte centímetros, desde luego, porque de seguro se estaba acercando al metro de altura y ahora el animal diminuto le llegaba hasta las rodillas. No le importaba si estaba en crecimiento, desde luego tanto no sería capaz de recuperar, y se quedaría una enana toda su vida. Además, ¿cómo iba a explicarle a la gente que era más pequeña? No podía presentarse en su casa así de la nada, porque las personas (ni nadie, a no ser que uno fuera una planta) pierden altura.

—Verás, cuando consigues decir una verdad, encoges —miró incómodo a la niña, un pequeño sentimiento de culpa afloraba en su corazón, pero con Kairem las manos que querían encoger su corazón no funcionaban. Recobró la compostura, y ajeno a que a Alicia le importara tres cominos cómo funcionaba lo que acababa de ingerir, él siguió explicando—. Es muy útil, porque mientras la persona hipee, sabes que está bajo los efectos. Además, basta con tomar todo lo contrario de lo que te digan, y si te dicen una verdad, lo sabes porque encogen.

—¡Pues tú no deberías, hip, tomar nada de eso! —gritó Alicia señalando la flor. Las lágrimas se le salían, ya no aguantaba más todo ese circo.

—Tranquila, en cuanto se pase el efecto, volverás a tu tamaño normal. —Ella reprimió las lágrimas y, aliviada, consiguió alcanzar un poco de calma—. Ahora, ¿puedo confiar en ti?

—Obvio que no, hip—contestó recelosa, cansada del hipo y de no poder hablar bien.

Ella, harta de todo, volvió al claro corriendo, queriendo dejar de lado al psyquirrel que la interrogaba. Se hizo un hueco entre los árboles, sin pararse a pensar en si le estropearían la ropa o las plantas le harían arañazos. No soportaba nada más de todo aquello, una pizca de tranquilidad y orden era lo único que ansiaba en todo un mes lleno de desgracias constantes llenas de cosas cuya existencia desconocía. Si buscar a Kathleen implicaba todo ese infierno, ya no estaba segura de si era buena idea seguir con la idea.

—Déjame —soltó al escuchar unas pisadas cerca.

—Anda, ya se te ha pasado el efecto... —manifestó.

Él se sentó sobre el gran tronco para acercarse a su altura, había recuperado la estarua perdida y el cambio se notaba. Por su parte, el juego de telarañas ya había terminado y los finos hilos se enredaban unos tras otros para ganar firmeza, quedaban los detalles que volverían a aquella red un hogar, pero era resistente y dura. Lo demás podía esperar.

—Mira, sé que tienes cosas raras por las que no quieres que te vea nadie —habló Alicia, y dejó una pausa en el aire. Los grillos comenzaban a hacer sonar sus cánticos en el atardecer que llenaban el silencio—. Yo también estoy aquí por un motivo y lo sabes. Ambos sabemos que este bosque oculta algo raro. Yo... —Y se calló, porque una lágrima empezó a surcar su mejilla.

—Lo siento, tenía miedo. —Entonces Kairem descubrió que no se había portado bien con la chica, porque mientras que ella le había abierto el corazón y había sido sincera, él se había dedicado a engañarla y manipularla. Además de burlarse cuando, al parecer, todo era verdad. No había ningún motivo para seguir así—. Yo soy una mutación, puedo cambiar mi ADN para convertirme en cualquier cosa —comenzó a explicar, atrayendo la atención de la niña—. Me crearon fuera de este reino, en un lugar muy triste, y no quiero dar detalles, si no te importa. Conseguí escaparme y llegar aquí, pero esos científicos aún me persiguen, por eso hice todo esto. No sabía si eras una de ellos,una trampa. Ahora veo que no, que me decías la verdad.

Alicia se levantó, miro a Kairem y él, con una sonrisa, comenzó a mutar su cuerpo. Como si de una obra de ciencia ficción se tratase, el cuerpo del animal comenzó a sufrir una serie de cambios cada vez más raros: primero sus extremidades consiguieron unirse a su torso desnudo, luego unas largas y elegantes alas vestidas de plumaje azul de finas líneas negras nacieron del lugar donde antes estaban sus manos. De las patas salieron otras propias de un ave. Su cola se volvió más delgada y de ella nacieron plumas donde antes había pelo, hasta corvarse un poco hacia el interior terminando en una punta estrecha. Tres plumas nacieron de su frente, todas rojas y vivaces. Su morro pasó a ser el de un ave: forma de cono más larga que su cabeza, de un gris inundado de círculos blancos. Ya no era un psyquirrel, sino un pequeño golendreus, una ave azul, de panza blanca y cola acabada en forma de pico.

Kairem seguía en el tronco, sin volar y con el mismo tamaño de antes. Mientras Alicia estaba realmente asombrada. Gritó de emoción y entusiasmo y, cuando le pidió que se transformara en más cosas, Kairem se negó. Volvió a su forma de psyquirrel e hizo una referencia.

—¿Me crees? —preguntó con un tono de tristeza y remordimiento.

Alicia asintió con la cabeza, emocionada. Dio unas palmaditas en forma de aplauso acompañadas de unos saltos en el sitio.

—Prefecto —volvió a decir—, porque debes volver. Quiero ayudarte, pero como te he dicho antes debía asegurarme de que no eras peligrosa. El trato es el mismo. Te ayudaré con tu amiga, creo que hoy ya estarde, si hubieras venido esta mañana podríamos haber seguido con lo que tenía planeado, pero ya nos iremos otro día.

—¿Cómo dices? —Su plan había dado una vuelta entera, porque ella estaba convencida de que Kathleen estaría en el bosque y que su objetivo estaba allí. En vez de alegrarse, se asustó.

—Que es obvio que no va a estar aquí, llevo aquí tiempo y no he visto nada. Seguramente estará en cualquier otra parte del reino.

—¿Pero cómo saldremos? ¿Adónde? ¿Cuándo? —Más preguntas seguían a esas, todas sin pausa y deseando tener una respuesta. Giraban alrededor de los supuestos viajes que tenía pensado el otro, de si estaba seguro de que todo saldría bien, por no hablar de todo lo que implicaba viajar por el reino. Ella no podría.

—Cada cosa a su debido tiempo —contestó con gentileza y haciendo un ademán para callarla—. Ya lo verás el próximo día, no tengo la cabeza para que me la calientes ahora.

—Ya, pero.

—Lo sabrás cuando llegue el momento, niña.

—Jo, pero al menos dime cómo vamos a irnos de un sitio para otro, si yo no puedo.

—No te preocupes por eso, claro que no nos vamos a dar un viaje andando de un sitio para otro. Y déjate de preguntas cansinas.

Alicia siguió insistiendo hasta que Kairem, con una furia que se iba alimentando, la mandó callar de una vez. Cuando eso ocurrió la niña cesó en su interrogatorio (aunque nada de eso le parecía justo, porque en todo el día la única que había hablado fue ella), también ofuscada y alzó la vista al cielo. Su reloj marcaba que eran pasadas las seis, por lo que comprendió que era momento de marcharse y de despedirse del extraño sujeto. Como venganza, le obligó a que la acompañara hasta el muro para asegurarse de que nada se torciera y él, de un suspiro, aceptó.

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