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11. Reina Roja

Un hilo de sangre recorría la pared de piedra casi negra hasta el suelo, caía con cierta pereza deslizándose por las rocas hasta formar un pequeño charco de color rojo carmesí. Una reina era quien veía el recorrido de la gota de sangre, contemplando cada minucioso detalle con placer. El origen de ese dulce líquido era una cabeza decapitada.

Sin cuello.

Como si aquello fuera un perchero para colgar abrigos, las cabezas de gente inocente o enemigos descansaban en él. Se extendían desde una esquina hasta otra, sin llegar a estar demasiado juntas y abarrotadas. Los rostros de quienes contemplaban la muerte todavía seguían como si alguien les hubiera disecado. Como una sádica forma de guardar el recuerdo. La última pieza había llegado aquella misma mañana y la mujer estaba como un niño con un juguete nuevo.

Cogiéndoles de la cabeza.

Una habitación de las muchas que tenía, la favorita de la reina. Un reino abarcaba de este a oeste el continente más pequeño del mundo, pero no dejaba de ser el más temido. Muy joven llegó al poder. Ella, una hermana menor, asesinó primero a sus padres. La primera vez que cortó unas cabezas fueron las suyas. Aún lo recordaba con el más absoluto placer: mientras dormían, cogió una de las hachas que descansaban en el castillo y, tras varios cortes en el cuello, decapitó a ambos. Luego le echó la culpa a un par de personas del castillo. Nadie la creyó, pero tampoco pudo ser encarcelada.

Fue su hermana, la mayor, quien gobernó. Lo hizo rompiendo el legado de muchos reyes que estuvieron en aquel trono. Su piel pálida y su cabello como la nieve dieron la esperanza a un reino que podía salvarse, y así nació la Reina Blanca. Amante de la tragedia, gustadora de lo macabro. Decían que la muerte la traía consigo, de la mano, una muerte pintada de blanco. Quién iba a decir que ella iba a formar parte de todo aquello.

Su vida se terminó cuatro meses y quince días después de llegar al trono. En una dulce cena para poder entablar una relación con los habitantes de su reino (fueran pobres o ricos), le traicionó el cianuro de su copa. Cayó al suelo y, entre jadeos y sangre, terminó entrando en un sueño infinito. Al menos, dicen, murió rodeada de su pueblo, como ella quería. Quién fue el asesino jamás hubo pruebas y nadie salió culpable, pero todos miraban a una: la Reina Roja. Ella era la pobre «desdichada» que perdió a su familia.

Y gobernó con mano de hierro. Se encargó de mantener lejos a los posibles candidatos al trono después de ella: o bien los asesinaba, o bien los enviaba a la otra punta del reino de Eucra. Un reino que había sobrevivido a los siglos con una larga de fila de reyes dictatoriales que iban de padres a hijos.

Y así había nacido un monstruo, al que enseñaron a ser otro monstruo. Le gustaban las mazmorras. El lugar era como su corazón. Pequeño, frío y áspero al tocar cada una de las piedras que había, casi no se encontraban pequeñas rendijas de luz por las que podían infiltrarse entre aquellos lugares malditos, y de hacerlo eran tan diminutas e insignificantes que su presencia no era nada. El olor se había vuelto insoportable, pero ella se negaba a limpiarlo; la satisfacía. La puerta era de hierro, con una pequeña rendija para mirar y la única llave que la abría la tenía en sus manos. La adornaba un rubí. Le fascinaban.

—Vámonos, ya he terminado —le dijo a su consejero. Él, que la esperaba junto a la puerta, tambaleó varias veces hasta permitirle un hueco decente para pasar. La reina portaba una enorme corona de oro, llena de rubíes y con una cruz en lo alto. Recordaba cómo su hermana le había puesto unos horribles zafiros. Había que tener muy mal gusto.

Con su vestido rosa, de varias capas, portaba una elegancia en sus pasos digna de cualquier reina. La cola del vestido se balanceaba con dulzura, siendo una serpiente que se menea hacia su próxima víctima. Unos rizos castaños cabalgaban su cabeza con recelo y narcisismo, rizos perfectos e individuales. Los labios carnosos estaban pintados de un rojo bien intenso bajo esos ojos negros como la noche.

Recorrieron los estrechos pasillos de los sótanos. Se escuchaban gemidos de bestias creadas artificialmente, seres venidos de experimentos fallidos y que, pudiendo resultar útiles, se guardaban. Algunas veces los sollozos ocultaban palabras, palabras de auxilio y de dolor. Jugar a ser una diosa la ayudaba.

Una vez en la torre más alta del castillo, la reina salió al balcón. Recordaba cómo era aquel castillo en antaño. Múltiples cortinas rojas con bordes de oro decoraban los pasillos, donde ventanas acabadas en arco iluminaban cualquier rincón, dándole vida. Algunas estatuas permanecían construidas en los patios, blancas y elegantes, con sus chorros de agua. Recuerdos de plantas que vivían entre el extenso jardín, con árboles preciosos que daban frutos en primavera y verano. Las torres que había alrededor de la montaña sobre la que se levantaba el castillo, proporcionaban una vista perfecta. Con esas torres azuladas, con un tono púrpura y acabadas en pico. Algunas eran más bien torres donde hacían guardia.

Pero eso ya era cosa del pasado. Algunas de esas torres se habían destruidos por las reformas, de los pasillos quedaban más bien escombros, impidiendo el paso a ciertas habitaciones que la reina consideraba incorrectas. En el patio solo crecían múltiples rosales de rosas rojas, bien abiertas y brillantes. Hoy el paisaje estaba inundado del mismo color. El único sitio intacto era la edificación que se erguía en lo más alto de aquella montaña, donde vivían los gobernantes. Las habitaciones de su familia se habían convertido en lugares de relajación para la reina o nuevos cuartos que utilizaba. En el centro, sobre un pedestal circular al que se llegaba por unas escaleras, había un trono enorme. Tal era así, que la baja altura de la reina la hacía parecer una muñeca cuando se sentaba en él.

—Señorita —interrumpió una voz a sus espaldas, parecía de alguien joven. Ella se dio la vuelta, echándole un vistazo. Con una nariz amorfa y unos ojos saltones, aquel joven era bastante desagradable para la vista—, la llaman abajo.

Un haz de luz rosada por los mosaicos iluminó el cuerpo de la chica, dejó de hacerlo cuando tuvo que retirarse para que la reina pasara por la puerta.

No eran necesarias más palabras porque la Reina Roja sabía adónde se dirigía: la sala de reuniones. Tediosa, insufrible, intacta tras las reformas. Y allí, el general de guerra Marcus, la esperaba con una sonrisa socarrona. Como si ella no pudiera tocarle un dedo, como si para él todo fuera un videojuego donde morir significaba empezar de nuevo. Un hombre que simulaba ser un niño. Abrió sus brazos para un gesto que nunca llegó.

—Reina Mary, supongo que ya sabe por qué está aquí.

Solo un par de personas más aguardaban como testigos ante aquella reunión repentina e informal. Aparte del consejero, que se mantenía a espaldas de la reina como un perro que sigue a su dueña.

—¿Porque los preparativos ya están listos?

—Sí, y por eso quiero que entienda otra cosa: esto no va a ser una guerra contra un solo reino.

—¿Para repetirme lo mismo de siempre me has hecho venir hasta aquí?

El general meneó la cabeza. Si la había llamado de repente por algo, con solo sus dos manos derechas ahí, debía ser por algo más,

—Si estamos solos es porque sé cuán recelosa de todo lo que se cuece eres. Y te diré que sé de dos reinos que nos tienen echadas la cruz. Solo necesito tu palabra y todo lo demás me encargaré de hacerlo mientras que tú permanecerás oculta en alguna parte del planeta. —Con sus diminutos ojos verdes que asomaban de un bigote gris, quiso decirlo todo. Aquello no era solo al preludio de una guerra—. ¿Por qué arriesgarnos tanto por un dichoso reino? ¿Qué hay en él?

—Por qué lo quiero ya lo conoces. Te doy la orden de invadir, y sé qué me obedecerás, Marcus. Destruye esa frontera.

—Eso no será problema para nosotros —dijo él tras terminar de reír—. Entraremos allí fácilmente.

Mary salió de la habitación sin esperar nada más. El consejero fue tras sus faldas y ambos se alejaron por un pasillo hasta que giraron y Marcus dejó de verles. Harían falta muchos preparativos antes de iniciar la guerra, y él sabía el oscuro motivo que se hallaba tras ella.

Mientras tanto, en el norte de Zhydrûne, dos niños se preparaban para ir al colegio. Uno con un pelo frondoso color azabache cuyo mejor amigo era un musketón. Otra una niña de cabello cobrizo que daba saltitos camino a la escuela.

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