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10. La niña y la mutación

Octubre asolaba aquella semana, con una gélida brisa arrastraba las hojas rojizas cuyo origen estaba en los campos y colinas que rodeaban la ciudad. A pesar del tiempo la pequeña Alicia seguía deseando desde la llama que asolaba en su interior ingresar una segunda vez en el bosque. ¿Cómo alguien, que había sufrido tanto en aquel lugar, tenía como objetivo volver al lugar de su tormento? Lo más probable era que algo la quería allí, en ese sitio, la razón estaba clara: la liebre no era sino aquel ente brillante que durante años esperaba en frente del muro su llegada. Sabía que no la dejaría descansar hasta que entrara al bosque. Las cosas ahora estaban más claras: debía hablarle al psyquirrel, qué sucedería después no lo conocía, pero estaba segura de que era algo bueno.

El primer paso era encontrar la forma de traspasar aquel muro. Aunque, tras semanas de meditación, Alicia halló otro problema: una vez dentro, ¿cómo iba a encontrar a la criatura? Por lo que, seguido de eso, encontró un nuevo problema: ¿seguiría allí? Y si no estaba, ¿cómo la encontraría?

Un día, se armó de valor y optó por preguntarle a su amigo Martín. Solía ser un niño con decantación por lo macabro, hecho que no paraba más que inquietarle pero a la vez la atraía como un imán hacia él; cuando contaba aquellas cosas Alicia sentía que estaba escuchando algo prohibido, y era ese sentimiento de rebeldía lo que le llamaba la atención. Martín sabía muchas cosas, sobre todo por parte paterna, era como una enciclopedia de lo macabro.

—Martín, ¿a ti te han dicho qué cosas hay dentro del bosque?

—¿El del muro? —respondió él, luego meneó la cabeza—. Son todo rumores, no sabría decirte.

Con un «ah, vale» de Alicia, terminó la contestación y así descubrió que, si ni sus dos fuentes de información más fiables podían ayudarle, debía ser ella misma quien entrara. ¡Si solo se hubiera quedado en ello! Le faltaba valor para volver a entrar, ni tampoco sabía qué excusa daría para escaparse durante quién sabe cuánto, porque esa era otra: salir del bosque.

Finalmente, desistió tras planear algo imposible, una tarde que hacía los deberes en su habitación. Su escritorio daba justo delante de la ventana, y en sus narices podía ver cómo las copas de los árboles que sobresalían del muro se burlaban de ella en silencio.

—Vale, se acabó —exclamó—. No voy a poder volver a entrar y llevo tiempo sin ver a esa cosa brillante. —Esas palabras se le atravesaron como un puñal en el pecho. Le dolió olvidar ese deseo, incluso más que cuando se enteró a los siete años de que nunca iba a poder convertirse en un dinosaurio. «Si es que crecer es una mierda», fue su respuesta. La de su madre fue una bofetada en la boca.

De golpe la puerta se abrió de par en par, por la entrada apareció Daniel sujetando a Tobi bajo las patas delanteras. Al animal de primeras le parecía indiferente, pero si uno miraba sus ojos castaños con atención podía ver una llamada de auxilio en ellos.

—Te traigo al perro —escuchó decir a su hermano, lo que hizo que se calmara— para que te dé por culo a ti.

—Yo también te quiero —respondió con sarcasmo la niña—. Aunque estoy ocupada.

—Sí, es súper difícil fingir que haces tus deberes —ironizó él.

Alicia fulminó con la mirada a Daniel, lo hizo como si con ella pudiera provocarle algún tipo de daño. Él arqueó las cejas y soltó un bufido en tono de mofa, después soltó a Tobi sobre la cama. El perro, con intención de jugar, empezó a restregar su hocico y barbas por la cama tirando los peluches al suelo. La niña rodó los ojos.

—En fin, yo me voy —murmuró Daniel cerrando la puerta tras de sí.

Alicia se quedó mirando al perro con algo de angustia y después empezó a hacer sus deberes. Fue cuando escuchó una tela rasgarse que se dio la vuelta: Tobi había hecho un pequeño agujero en la colcha con sus uñas. Alicia le propinó una colleja al animal que lo echó un poco para atrás —siendo la causa que él era de pequeño tamaño—. Este gruñó, ofendido, y se bajó de la cama para irse de la habitación. Agachó la cola y pidió que le abrieran la puerta, cuando Alicia se acercó el animal comenzó a gruñirle sin mostrar los dientes.

Mientras sucedía todo aquello, esa chispa en el corazón de Alicia se encendió aún más. El calor que desprendía podía ser semejante al del verano, las llamas se agitaban con violencia por todo el entorno para hacerse notar. Cuando giró la cabeza, dirección al origen de muchos de sus males, se dio cuenta de que no era necesario que la liebre la atormentara: el bosque en sí mismo lo hacía por ella.

Aquel sábado dijo que se ausentaría toda la tarde para ir a jugar con sus amigos. No les preguntarían a ninguno de ellos si era verdad, la mentira podría sostenerse. Se había preparado durante toda la semana para aquello. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Recordaba el camino hasta aquel parque abandonado. Daba miedo por lo tétrico que era, pero de día las cosas cambian, y allí no había nadie que pudiera verla saltar el muro. Sin testigos, sin nadie que la molestara, y no muy lejos de su casa. Era el lugar perfecto. Encontrarlo le costó un poco más de lo que pensaba, pues se desvió una calle y casi tomó dirección contraria, pero una vez abandonó las calles supo que aquel terreno sin césped y esa elevación llegaban hasta el parque. Una vez estuvo allí vio Serinder a lo lejos y edificios abandonados. A su lado, estaba su objetivo: una pared de ladrillos que en aquel instante parecía que se elevara hasta el cielo.

Miró el muro, como si le desafiara. No sería difícil escalarlo, los bloques sobresalían del cemento y formaban muy buen agarre, aunque de tacto áspero y con bordes que se le clavaban en la piel, eso no la frenó. Situó una mano sobre un ladrillo. Después puso un pie en otro. Subió un poco, apoyando la mano derecha en un bloque superior. La superficie era puntiaguda y le tallaba las manos, la piedra se le clavaba en las palmas y como respuesta mordía el labio inferior para calmarse. Suspiró y colocó otra mano arriba. Lo estaba haciendo y no se lo podía creer. Escalar era la mejor solución, porque podría hacerlo tanto dentro como fuera. Subió otro pie, incrédula, pero el suelo estaba a unos palmos y el final muy lejos. Continuó.

—Oh, no... —dijo cuando miró abajo para ver cuánto había avanzado. Un escalofrío le recorrió la médula. Agradecía no tener vértigo. Recordó la regla de oro: no mirar abajo.

Sus manos y pies sobresalían más de lo esperado de la superficie sobre la que se apoyaba, no era la más indicada. Las manos le daban un poco igual, podía agarrarse con ellas sin dificultad, pero los pies estaban más fuera que dentro. Casi dejándose las uñas, siguió subiendo un poco, primero un brazo, después una pierna, y a continuación el otro. La angustia por una posible caída le atormentaba, ¿y si tropezaba? No, los ladrillos se mantenían. ¿Y si no calculaba bien y hacía un movimiento en vano? No, iba con muchísima calma.

Llegó un momento en el que sintió como si la gravedad tirara de su cuerpo, pero estaba tan cerca que optó por ignorar aquello. Por fin, colocó un palmo de su mano en la plana superficie que estaba a lo alto. Se sentó en lo más arriba del muro, bastante ancho incluso para tumbarse en él. Se miró las manos: enrojecidas y con marcas producto de los ladrillos. Había pequeños lugares en los que la carne había sido hincada hacia dentro.

Cuando esperó un rato para descansar se dio cuenta de que lo peor era la bajada. Ahora sí se vería obligada a mirar al suelo que tanto la aterraba. Pensaba que desde esa altura podría morir al impactar contra la tierra. Se situó al filo, con cuidado colocó una pierna en el borde de un ladrillo. Después, sujetándose al extremo de la superficie con las manos, colocó el pie un poco más abajo. Una vez hecho, inclinó su trasero y, alzando los brazos al descender su cuerpo, bajó el pie derecho.

Se sintió su propia heroína al ver lo que estaba haciendo. Su corazón y mente hacían una disputa dentro de ella, cada uno daba su propia opinión del porqué aquello era algo innecesario, o algo importante de hacer. Ambas se gritaban, cada vez con más fuerza, queriendo imponerse una sobre otra. Siguió bajando, esperando un segundo cada vez que iba a apoyarse. Fue cuando sus mayores temores se cumplieron que un pie de Alicia resbaló sobre la escasa superficie y, como consecuencia, el resto de sus extremidades tiraron de ella hacia abajo. Sintiendo cómo caía por unos segundos, consiguió sacar la fuerza necesaria para sostenerse y acabar con un pie tambaleándose. Por un momento, se vio a sí misma cayendo en un abismo eterno mientras toda su adrenalina subía a la parte superior del cuerpo, en un desesperado intento por hacerla flotar.

Cuando el peligro pasó, se obligó a tener más cuidado, pero no reflexionó sobre la causa de aquel fallo. El resto de la bajada fue más cuidadoso y lento, si es que esto último podía ser posible. En cuanto le faltaron unos tres palmos para el suelo, concluyó que esta fase había finalizado y saltó. Al sentir que sus manos ya no soportaban una superficie incómoda y áspera, y que sus pies tenían más por donde pisar (terreno que ascendía hasta ser tragado por los árboles del final), se sintió relajada. Miró al muro pensando en cómo volvería a pasar por él. También se preguntó si sería igual de capaz de no perderse por el bosque de nuevo. Para su suerte, enfrente de ella había un camino que se adentraba entre los árboles y optó por seguirlo al no haber otra opción.

De día el tétrico lugar que ella recordaba no era sino un vago recuerdo. Los colores negros que predominaban de noche ahora eran un baño de tonos rojizos desde el amarillo más pálido hasta el rojo más intenso, era un atardecer pintado sobre la naturaleza. Vívidas flores adornaban los extremos del camino, eran frondosas y de tantos tipos que casi no se podían distinguir entre sí. Altos tallos largos y desnudos, múltiples pétalos que vestían el más simple rincón. Los matorrales en aquella zona eran un mito, unas pinceladas perezosas de quien había pintado el paisaje. Elevaciones y descensos dominaban en aquel lugar de montañas y los terrenos llanos eran un cuento.

En lo más interno vio una hermosa cascada. Pequeña, caía sobre una colina y descendía con fuerza al nivel inferior. La mini montaña (así la llamaba Alicia) parecía cortada como si fuera una tarta y se veía una pared plana, donde la zona interna de la tierra estaba expuesta. De un lado al otro del río se elevaba un puente de madera arqueado, con una barandilla pintada del mismo color rojizo que el que teñía los árboles. Pasó por él corriendo, con una sonrisa en la boca. Se asomó al borde del puente para ver como el resto del bosque se extendía. Y desde aquel rincón pudo ver lo que le rodeaba. No sabía que era tan vasto y grande. Y, por un corto periodo de tiempo, Alicia se olvidó de por qué estaba allí —sin más se deleitó con las vistas y el sonido del agua—. Sintió la necesidad de quitarse la ropa y bañarse, pero una ráfaga de aire frío le dio en la cara. Desechó esa idea, por eso, y porque no sabía cómo bajar hasta el río.

Siguió por el camino. Una vez pasada la cortina de agua y su relajante sonido al golpear contra las rocas de la linde, contempló que, próxima a ella, había un claro y supo que era allí donde estaba el psyquirrel. Si seguía en el mismo lugar, no tendría más que hablarle, así que se llenó de valor y abandonó el sendero. Acto seguido se metió entre varios matorrales, a su vez, escuchó un sonido extraño. La piel se le puso de gallina y recordó aquella noche, sus piernas gritaban correr y ella respondió a su súplica. Abandonó los matorrales hasta entrar en el claro y no tuvo otra opción que frenar en seco cuando se encontró con un tocón justo delante.

Frente a ella, intercambió miradas con un psyquirrel que no debería haber tenido hocico.

—¡AAAAAAAH! —Con una voz desgarrada y asustadiza el animal le lanzó una bellota en la cara, le dio justo en la frente y rebotó. Apenas tuvo tiempo la joven para reaccionar.

—¡Au! —exclamó ella llevándose una mano a la frente.

Quiso decir algo, mas el psyquirrel seguía gritando. En intento de huida, decidió correr, pero estos fueron en círculos sobre el tocón donde previamente se encontraba sentado. Parecía que quería escapar de Alicia, aunque, en realidad, sólo conseguía hacer el ridículo.

Peor fue aun cuando se paró un segundo, volvió a ver a Alicia y, otra vez, se puso a chillar y correr en círculos sobre el tronco. El animal se pensaba que Alicia había conseguido perseguirle pese a ser muy veloz como él creía que era. Ella contemplaba la escena, con los ojos entrecerrados, sin poder creer lo que estaba viendo. No sabía si «estúpido» era la palabra adecuada para describir esa escena. Dejó de sentir miedo para empezar a sentir vergüenza ajena.

—Bueno, ¡basta ya! —exigió, en cuanto se cansó de ver aquello. El psyquirrel frenó en seco y la miró una vez más. Le temblaban sus flotantes extremidades y la miraba con mucha desconfianza.

—¡¿Cómo has llegado hasta aquí?! —pidió saber él, señalándola y con una voz aguda; incluso un niño pequeño podría haber puesto la voz más grave.

Ella, con la frente aún dolorida y notando que le empezaba a salir un chichón en la zona del golpe, tardó unos segundos en contestar. Aquella situación era tan extraña que necesitaba saber cuál eran las palabras correctas para decir.

—He saltado el muro —respondió sin más.

—¡Vienes a hacerme cosas oscuras, ¿verdad?! —exclamó él, cubriendo su cuerpo todo lo que podía. Todo razonamiento y sentido común acababa de abandonarle.

—¡¿QUÉ?! —exclamó ella tan fuerte que escupió un poco de saliva. Volvió a entrecerrar los ojos, sin saber muy bien qué pensar—. ¡Oye, esta situación es estúpida y sin sentido! —replicó ella, no sin enfado, pero más bien poniéndose más nerviosa.

—¿Sabes qué es también estúpido? —Y la señaló con su fino y corto dedo—. ¡Tu cara!

—¿Qué...? —repitió.

Hubo un momento de silencio.

—Vale, ahora sí puedes decir que soy estúpido.

Alicia, que había dejado caer su mano, volvió a llevar esta a la frente. Después, arrugó su entrecejo, intentando pedir a algún dios que le diese paciencia.

—¿Quién eres tú y qué haces aquí? —inquirió el psyquirrel con la intención de olvidar que había hecho el ridículo y desviar el tema a otro punto.

Ella, dubitativa, respiró hondo. No se le pasó por la cabeza mentirle, tampoco hubiera sido capaz de ello, se habría reído (lo más probable), o desviado la mirada. Tampoco se puso a la defensiva, no creyó que hiciera falta esconder información personal.

—Me llamo Alicia y he venido a buscarte.

—¡Sabía que venías a por mí! —Él mismo empezó a sacar sus propias conclusiones, hecho que irritaba a la niña. Apretó los puños con fuerza, rezaba en su interior por encontrar una paciencia que pudiera ayudarla a no pegarle—. Venís a por mí, ¿verdad?

El psyquirrel se giró y empezó a correr, pero Alicia reaccionó rápido y se abalanzó encima de él. Ambos acabaron tirados en el césped, con la niña presionando el cuerpo del animal con el suyo y sosteniéndolo entre sus brazos.

—¡Espera! Vine sólo para que me ayudaras, nada más. —Él cejó en golpearla con las extremidades que habían quedado libres y bufó. Con un voto de confianza, soltó al psyquirrel y se sentó sobre la hierba de cuclillas, pues temía que se volviera a escapar.—. Voy sola, te lo prometo.

El psyquirrel no se fiaba en absoluto de ella. A decir verdad, pensaba que mentía y que tramaba algo malo. Por otra parte, sintió que la chica, casi al borde de la desesperación, decía la verdad. Quizás fuera su mirada, enjuagada de lágrimas que se morían por salir o esa voz que se había roto. De todas formas, parecía una cría normal y corriente que de alguna forma había acabado ahí. Quién estaba más asustado era difícil saberlo.

—¿Cómo has entrado aquí? —volvió a inquirir él, esta vez, esperando la verdad.

—Vine aquí porque...

—He dicho cómo, no por qué —le interrumpió él de golpe, lo que hizo que Alicia se sintiera peor. Sus preguntas no iban a ser escuchadas, y ahora ella también se veía como una estúpida.

—Escalé el muro. Tenía mucho miedo, pero lo hice. Fue muy despacio. —Sus palabras sonaron angustiadas y atropelladas, queriendo darse prisa por explicar cada detalle—. Bueno, la primera vez fue porque alguien me llevó...

—¿Quién? —exclamó intentando fingir una voz grave, pero sus ojos denotaban miedo. Su cuerpo se tambaleaba a cada lado, las manos le tiritaban de una manera brusca. Le costaba pensar con claridad.

—No lo sé, ni creo que fuera real —respondió ella dubitativa, que seguía nerviosa. ¿Y si él decidía no hacerle caso? ¿Y si pensaba que estaba mintiendo?—. A ver, era una silueta que me hablaba y podía convertirse en conejo. Lo digo de verdad, no miento y todo esto era muy raro. Porque, a ver, ¿era real? Sí, yo lo supongo...

—No hace falta que me des tantas explicaciones —la volvió a interrumpir. Alicia pudo notar que se quedaba quieto, con una voz que, aunque todavía temblaba, era algo más firme.

—Por favor, ayúdame —suplicó, con unas lágrimas gruesas saliendo por sus mejillas.

—Explícame qué demonios era esa cosa y qué haces aquí —pidió él, no con un semblante serio, sino con una sonrisa forzada.

La niña asintió con la cabeza, el principio, hacía mucho tiempo atrás, era el mejor momento para iniciar el relato. Pero había tantas cosas que no tenían sentido que le costaba organizar las ideas, incluso con un esquema no habría sabido ordenarlo todo.

—Todo empezó cuando tenía cinco años. A decir verdad no sé muy bien qué pasaba, tenía una amiga, Kathleen, y me decía que había un monstruo que la vigilaba. —Hizo una pausa para reprimir un sollozo, el recuerdo le apuñalaba en el mismísimo corazón como si fuera una estaca. Se aventuró a seguir contado la historia.—. Un día desapareció sin más. Yo les dije que había un monstruo, ¡les dije que hablaba cosas raras, lo hizo en la escuela, pero nunca me creyeron! —Pasó de la tristeza a la ira. Se sintió impotente, porque no pudo hacer nada cuando tuvo la ocasión y ese sentimiento de culpa volvía a aflorar de nuevo—. Después de eso vi algo.

»A decir verdad, no sabía lo que era. Fue una silueta delante del muro ese, y bueno... Yo qué. El caso es que esa cosa quiso que viniera y después de mucho tiempo apareció en forma de liebre. Hizo que la siguiera para que entrara hasta aquí por una madriguera. —Al psyquirrel le costó bastante seguir el hilo de la trama. Parecía tan enrevesado y poco explicado, que no comprendía muy bien lo que sucedía. Por un momento, sospechó que todo eso era mentira.

—En fin, que hace poco vine aquí y me perdí. Pero te vi a ti —siguió contando Alicia—. Aunque me atacó una figura, ¡era un triángulo! Y dijo que me quería comer. La liebre le atacó y me dijo que tenía que volver, porque tenía que hablar contigo.

—¿En serio piensas que me creeré que una cosa rara secuestró a tu amiga sin dejar rastro —preguntó con sorna el animal que, ya muy lejos de sentir compasión, pareció sentirse molesto. Era como si le estuvieran contando un cuento improvisado porque la chica lo vio como un estúpido—, y que después de eso una silueta que se podía transformar en un conejo, te llevó hasta aquí, donde una figura geométrica intentó comerte?

—¡Sí, por la sencilla razón de que estoy hablando con un animal que no debería hablar! —respondió Alicia un tanto ofuscada y malherida.

—Touché —se limitó a decir.

—Además, se supone que no deberías tener ese hocico —puntualizó la niña. Él arqueó las cejas y se llevó una mano a éste—. Y a eso quería llegar, te vi... cantando. ¿Qué eres?

Su primer impulso fue huir y alejarse. Se quedó impasivo un instante: si huía dejaba vía libre a que la niña contara lo que había visto, y no podía evitar que aquella información saliera del bosque, le daba igual que la gente no le creyera, eso no evitaba que ellos terminaran por saberlo. Pese al frío del otoño, el animal empezó a tener calor de los nervios. Sentía como si el verano hubiera vuelto a su cuerpo. Su respiración era entrecortada, intentando controlarla, pero parecía estar fuera de control. Alicia se quedó mirándolo. Esperando una respuesta. Estaba tardando demasiado y ella lo sabía, pero la chiquilla permaneció inmóvil, recogiendo su pelo y jugando con él.

—No puedo decírtelo —concluyó él. Apenas dio una respuesta se arrepintió. ¡Debió haber dicho otra cosa mucho mejor!

—¿Por qué? —respondió Alicia con voz suave y dulce.

Ahí estaba, la curiosidad inmensa de los niños.

—Porque no puedo.

—¿Me puedes decir al menos tu nombre? —imploró ella—. No es justo que yo te diga muchas cosas sobre mí y tú no me cuentes nada.

Él, que la vio una muchacha inocente (a pesar de que podía ser peligrosa para él) vio que lo mejor era responderle, de no ser así, la chica habría seguido formulando preguntas.

—Kairem —respondió sin pensar. Después analizó lo que había soltado. ¿En serio no podía haberse inventado otra cosa mejor?

—¿Qué es eso? ¿Tu nombre? —inquirió Alicia, él asintió. Dio gracias al cielo por haber dicho eso, porque no se le ocurría ninguna otra forma de escapar ante la situación—. ¡Qué nombre más feo!

—Pues anda que... —Indagó en su mente en busca del suyo—. Alicia, venga ya, eso suena horrible.

Ella le fulminó con la mirada, rabiosa. Alicia era un nombre precioso. Era sencillo, corto, dulce, era música en los oídos, miel en la lengua. Kairem sonaba raro, era un golpe en la boca al pronunciarlo. Parecía un ruido insoportable, que se asemejaba al de unas uñas arañando la pizarra.

—¿Y qué eres? —Volvió a insistir ella, aquello agobió a Kairem. Por otra parte, Alicia no sabía cuándo parar y no le importaba que Kairem le volviera a decir lo mismo de antes.

—¿Yo? ¿Por qué lo dices?

—Porque eres una cosa rara que habla, muy listo y no deberás tener hocico.

Él rodó los ojos. Era evidente que necesitaba darle juego, enrollarla mientras él planeaba algo para que no le contara a nadie lo que había presenciado. Algún tipo de chantaje. Sin buscarlo, la idea más clara apareció en su mente.

—Escúchame, niña tonta.

—Dijo el tipo cuya mejor opción para huir fue dar vueltas sobre el mismo sitio —respondió Alicia. Kairem se molestó y volvió a gritar con una voz chillona.

—¡Estaba asustado!

Ella rio un poco, buscando molestarle. Era curioso, porque mientras relataba su historia se sentía triste, pero de alguna manera, el hablar con el tal Kairem, pese a sus extrañezas, la había hecho sentir feliz. De esa manera olvidó varias cosas, como el motivo principal por el que estaba ahí, o el miedo de aquella noche que creyó ser un sueño. Tampoco volvió a pensar en qué haría si su familia descubría qué hacía por las tardes cuando decía que iba con sus amigos. Lo primero volvió a recordarlo con la misma rapidez con la que un rayo cae desde el cielo hasta la tierra.

—Bueno, he venido aquí para que me ayudes a buscar a mi amiga. Se llama Kathleen —aclaró Alicia, buscando una oportunidad, porque parecía que el otro intentaba desviarla del tema.

—¿Y cómo demonios voy a ayudarte? —Entonces una idea surcó su mente: sabía cómo asegurarse de que la niña no dijera nada.

—No lo sé, ya te lo he dicho: creo que alguien quiere que esté aquí. Creo que mi amiga está en este bosque —respondió la chica, confiada en que él era la solución a todos sus problemas.

—Pues aquello se equivoca... —Sin embargo, fue cuando se dio cuenta de que podía sacar tajada de la niña, beneficiándose ambas partes—. A no ser... Me parece bien, creo que podría ayudarte, puede que aún no sepamos por qué nuestros destinos se han unido, pero ya lo averiguaremos.

Ella dejó que una enorme sonrisa rasgara sus ojos e hiciera que sus mejillas se elevasen. Kairem (que ya estaba tergiversando alguna que otra estrategia en secreto) se estremeció al ver esa expresión tan exagerada que, aparte de ser irrealista, era un poco perturbadora. Por otra parte, sintiéndose más aliviado, siguió hablando:

—Se podría decir que soy una especie de mutación. —Alicia puso una mirada de extrañeza. Kairem le confesó eso porque era mejor darle una pequeña respuesta—. Eso es todo lo que vas a saber de mí. Bien, y ahora haremos esto: yo te esperaré aquí, quiero que vengas dentro de unos tres días, vamos a decir. Cuando vengas hablaremos más detenidamente del tema. Necesito pensar en cómo lo haremos.

»Y recuerda: si le dices a alguien que me has visto, lo sabré y no te podré ayudar —mintió, esperando que la inocente joven se lo creyera y su truco funcionara.

—Entonces yo tengo otra condición —dijo muy animada Alicia. Cuando Kairem asintió con la cabeza, la explicó—: quiero que me ayudes a volver a casa. Escalar ese muro me ha dado mucho miedo.

Él suspiró, esperaba que le dijera otro tipo de condición que no pudiera cumplir. Este, que le explicó que no podía hacer que subiera el muro de golpe, ya fuera volando o atravesándolo, optó por acompañarla. Resignada, Alicia aceptó.

Juntos caminaron por el camino que Alicia había seguido. La niña no lo sabía, pero Kairem había utilizado esa excusa para saber de dónde había venido. Ambos tuvieron una charla en la que prácticamente solo hablaba Alicia. Ella le contaba lo que pensaba del bosque, decía qué opinaba casi de cada árbol, maravillada por estar allí. No importaba cuántas veces había visto el mismo tipo de planta, para ella era algo impresionante. Como era la primera vez que caminaba segura por el bosque, radiante de alegría, prestó muchísima más atención a todo. Vio de nuevo que el lugar era todavía más hermoso que antes, un mundo nuevo desconocido para el resto de personas.

Kairem deseaba en su interior que se callara.

Finalmente, cuando Alicia y Kairem estaban junto al muro, ella se sintió muy triste por la despedida. Ella le sonrió y suspiró con fuerza. El cielo se iluminaba de naranja por el horizonte, no podía esperar más, cuanto antes llegara mejor. Entraría en casa, en completo silencio y se observaría en el cuarto: con once años las marcas superficiales podría explicarlas, aunque su paranoica mente se angustiaba en una respuesta compleja y merosímil para meros rasguños o manchas.

—Nos vemos en tres días —le recordó Kairem cuando comenzó a escalar el muro. La niña solo asintió.

Decidió no decir nada más, quizás porque era lo mejor para ella. Subió el muro imitando sus pasos anteriores, sin sentir esa sensación como novedosa. No estaba acostumbrada a escalar, eso sí. Mientras subía lo hizo con más confianza porque, si caía al suelo, Kairem la recogería. Ambos se despidieron en cuanto ella llegó a lo alto del muro y empezó a bajar, ahora sí, con mucho más cuidado. Y dejaron de verse.

Ese día Alicia se sintió extraña, sin dejar de pensar en lo que había vivido. El profundo vacío que habitaba en su corazón lo habían llenado: la pequeña criatura había indagado en él, camuflado en una prenda tejida de burlas, colocó un trocito de los tantos que faltaban y se fugó antes de que ella pudiera darse cuenta de algo. Kairem fue el único que la creyó, el único que de verdad la había escuchado de verdad.

Por otro lado, en Kairem una bestia rugía. Su sonido fue acallado por el silencio que habitaba en un lugar donde no había nada. El monstruo había comenzado a crecer, ya tendría tiempo de detenerle.

Alicia llegó a su casa y recibió una buena regañina por parte de su madre al ver que tenía la ropa y la piel enmarañadas y sucias. No pasó nada más, antes de que pudiera contestar su madre le dijo que fuera más cuidadosa cuando se fuera a jugar y la mandó a la ducha.

Lo que ninguno sabía era que, quizás no hoy, ni tampoco mañana, ni pasado —haría falta mucho tiempo— surgiría una amistad entre ellos algún día. Porque, sin saberlo, de la manera más absurda, nació una amistad donde, tras cada pique, había un mensaje de cariño escondido

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