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1. Había una vez un reino

Había una vez un reino donde lo extraño era que sucedieran cosas normales.

Había una vez un reino donde ya había silbado la primera nota del viento que auguraba la desgracia. Marcado desde la previa hoja que cayó de su árbol, a esta le siguieron más. En apenas un mes, el lugar había sido inundado por los mismos colores que bañaban el atardecer. De nuevo, los árboles volvieron a secarse, las flores se marchitaron como cada año, y los vientos gélidos asomaban; mientras, se preparaban desde los altos montes del norte.

Y así llegó el otoño. Con sus vivos colores, las noches cada vez más largas y los cánticos que acompañaban a sus habitantes desde tiempos inmemoriales. Y es que, en aquella tierra, nadie se salvaba de ser peculiar. Desde habitantes del bosque, hasta especies acuáticas de pulmones subdesarrollados, pasando por aves dueñas de los cielos. Tal era la diversidad que no era nada extraño ver a moradores de hielo en los desiertos más secos, o incluso leyendas que dejaban con la boca abierta a aquellos que las escuchaban por primera vez.

Todo seguía su curso. El otoño daría paso al invierno, quien después tomaría su descanso para que la primavera fuera la protagonista de nuevo, de tal manera que el verano pudiera brillar con fuerza. De vuelta, otro otoño llegaría, siendo olvidado como el anterior. Y, sin embargo, jamás existiría otro igual.

En el lugar más solitario del mundo descansaba una bestia. Su manto eran las estrellas, su alimento, los malos deseos. Paciente, se mantuvo esperando durante siglos al momento indicado. Sus dedos rozaban el corazón de su última víctima, espinosos y finos; tan horribles como la última caverna de las profundidades. Para cuando ella exhaló un último suspiro, la bestia supo que su hora había llegado. Lo hizo con andares lentos y calmados, saboreando el momento con su áspera lengua; a la vez que acariciaba el tiempo que se mantenía a su favor. De haber tenido rostro, habría sido el del miedo. Inclinó la cabeza y un silbido se extendió por todo el reino, pero nadie lo escuchó.

Debía esperar un poco más, a que de todo quedaran cenizas, y el polvo se consumiera con las mismas estrellas que le daban cobijo.

Después no habría vuelta atrás para la Muerte.

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