Los gatitos abandonados
Andrea pensaba que Diego no era tan mal empleado, aunque no supiera para qué servía la taurina cuando los clientes le preguntaban si a sus gatos les convenía o no consumirla, o nunca se despegara de ese perro que no la soportaba. Igual dejaba que lo llevara a la veterinaria: no era extraño que allí hubiese animales que no eran sus clientes; ella había curado a un par de gatos callejeros que cada tanto volvían a su puerta a pedir comida y hasta a dormir la siesta en la sala de espera, y no fue capaz de decirle al nuevo empleado que no trajera a su mascota, sobre todo después de que él le comentó que vivía en un cuarto de pensión. Andrea no tenía corazón para condenar a Frank a una mañana de encierro si en su local no molestaba a nadie.
Lourdes se encariñó con Frank: amaba a los animales aunque se llevara mal con sus dueños: su desconfianza hacia Diego no decreció con el tiempo. Andrea tenía que soportar sus quejas: que era raro; que siempre andaba con esos pelos en la cara; que ocultaba algo; que debía ser un fugitivo, o ¿te fijaste bien en sus documentos? Andrea, que estaba segura de que los que querían a los animales no podían ser malas personas, no le creyó una palabra.
Además del baño semanal que Lourdes le daba a Frank, Andrea se encargó de sus controles médicos, el calendario de vacunaciones y la desparasitación, y gracias a eso consiguió que el perro la odiara más: su dueño tuvo que apretarlo para que ella lo inyectara y claro, no se las tomó con él, precisamente, sino con ella. Ni siquiera después de que Andrea abrió una lata de comida húmeda para consolarlo cuando le tuvo que dar dos inyecciones juntas, logró que la perdonara: comió, pero igual le gruñó con la boca llena.
Diego se deshacía en disculpas cada vez que Frank le mostraba los dientes, pero Andrea sabía que ese era el karma de los veterinarios: para curarlos, a veces tenían que hacer sufrir a los animales.
***
Una mañana, cuando Andrea llegó para abrir la veterinaria, se encontró con Diego, que había llegado unos minutos antes y se había quitado la chaqueta para envolver con ella algo que llevaba entre los brazos. Estaba tiritando, y hasta Frank se había pegado a él como si quisiera darle un poco de calor.
—¿Estás loco? —exclamó la chica—. ¡Vas a congelarte!
Pero Diego abrió apenas el envoltorio y le mostró el contenido: eran unos gatitos que algún ser desaprensivo había abandonado en la puerta:
—Estaban en esa caja —susurró. Andrea miró hacia donde le señalaba su empleado: en el suelo había una caja de zapatos sin nada, ni siquiera un simple trapo, para darle calor a esos bebés. Abrió a toda prisa la puerta de la veterinaria, y corrió a prender la incubadora:
—¡Rápido! ¡Ponelos ahí! Deben estar congelados, pobrecitos… —Después lo miró, preocupada—. Y vos hacete un café, que también te congelaste.
Los gatitos eran cinco bolitas peludas, blancas y negras, tan apretados entre sí que ni se les veían las caras. Eran demasiado pequeños, y tal vez estaban enfermos por el frío.
***
Andrea se encargaba de limpiar el consultorio y le dejaba a Diego el resto. Un día el muchacho quiso limpiar allí primero, pensando en quitarle esa carga, pero ella lo detuvo:
—No te preocupes. De este lugar me encargo yo, porque necesita una limpieza más a fondo.
—¿Sí? —Diego se interesó por saber, y la chica le explicó con la paciencia que la caracterizaba:
—Todos los días, a última hora, hago una limpieza a fondo con un producto especial en paredes, estantes, la mesa de consulta y el piso, y entre paciente y paciente vuelvo a limpiar la mesa con alcohol. Si llega un animal con las defensas bajas o con una herida abierta, uso ropa descartable y también…
Diego pudo entender por qué Andrea había ofrecido, junto con el trabajo de medio tiempo, la experiencia que un estudiante de veterinaria podía adquirir junto a ella: aunque él no sabía nada ni estudiaba la carrera, ella desplegó sus conocimientos para hacerle entender todo lo que necesitaba saber. Después de varias charlas por fin supo para qué servía la taurina, además de diferenciar qué comidas debía recomendar, y también quedó a cargo de los gatitos que habían aparecido en la puerta de la veterinaria, y que por suerte no habían resultado afectados por el frío. Días después, cuando los vio más fuertes, Andrea los desparasitó, y Lourdes le dio un cuidadoso baño a cada uno. Quedaron preciosos.
—Hacé un cartel para pegar en la puerta; vamos a ponerlos en adopción.
Las palabras de Andrea hicieron que Diego se sintiera extraño: él, que no podía apegarse a nada ni a nadie, se había encariñado con esos gatitos. Hasta Frank se acercó a ellos, desconfiado al principio, y se asustó cuando los cinco lo rodearon como si quisieran emboscarlo. Días después los seis jugaban en el piso de la veterinaria, como media docena de chiquillos escandalosos y traviesos.
Diego sintió que había cometido un error: mientras más se quedara en Montevideo, más iba a encariñarse con ese trabajo que cada vez le gustaba más, y también con su nueva jefa, con Benicio y con la gente de su barrio. Debía irse. Se le rompió el corazón, pero tomó una decisión: cuando el último gatito fuera adoptado, él también iba a marcharse de la ciudad.
***
Benicio no pudo comprender la decisión de Diego:
—¡Pero si acá estás bien!, ¿por qué te querés ir?
—No puedo dejar que mi padre me encuentre, Benicio.
—Pero, ¿tan mala persona es?
Diego no quería mentir más, pero terminó inventando una historia de malos tratos que pusieron triste al hombre e hicieron que dejara de insistir en que no se fuera. Ya quedaba poco tiempo: cuatro gatitos habían sido adoptados, y una familia iba a llevarse al último. Su trabajo en la veterinaria debía terminar.
No iba a darle explicaciones a Andrea porque no quería volver a pasar por lo mismo que había pasado con Benicio. El hombre mayor se había disgustado con la noticia de su partida, y a él le dolió darse cuenta de que lo estaba dejando solo.
Fue a trabajar como todos los días, sabiendo que ese era el último. El gatito que se había quedado sin sus hermanos dormía enrollado en un rincón de la jaula. Esa pequeña bola de pelos negros y largos, con el hocico y las patas blancas, abrió los ojos y lo saludó con sus habituales maullidos de hambre: Diego lo había dejado en su jaula con agua y comida suficientes, pero ya se había comido todo:
—Siempre tenés hambre. —Lo dejó en el suelo para que se entretuviera con Frank mientras le preparaba su comida, una mezcla húmeda y llena de proteínas, ideada para él por Andrea. Pero el gato no le hizo caso al perro: siguió a Diego con ojos codiciosos y unos maullidos como para levantar el techo—. Cuando seas adulto vas a ser un gato gordo y vago.
El gatito lanzó varios maullidos antes de meterse con hocico y patas en la comida, todo ronroneos. Sus nuevos dueños, una señora y un niño, vecinos del barrio y conocidos de su jefa porque había cuidado a su mascota anterior, otro gato que había fallecido, eran, según ella, una familia amorosa que seguramente le iban a dar el cuidado y cariño que necesitaba.
Diego acicaló al gatito lo mejor que pudo, para quitarle los restos de comida del pelaje, y dejó que jugara un rato con Frank a modo de despedida.
Cuando, un rato después, lo vio irse en brazos de aquel niño que lo llevaba con toda delicadeza, se alegró por él; ese gatito iba a tener una buena vida. En la buhardilla de la casa de pensión su valija estaba lista. Frank, el único al que Diego no podía renunciar, se iba a quedar con Benicio hasta que él pudiera establecerse y volver a buscarlo.
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