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Cambio de rumbo

Andrea estaba frustrada porque a ninguno de los candidatos que entrevistó le interesaba trabajar en la veterinaria. El sueldo que les iba a pagar era el mínimo, eso era cierto, pero para compensar también les ofrecía a los estudiantes una invaluable experiencia clínica. Pero no: a los muchachos jóvenes lo único que les interesaba era el dinero. 

Una mañana llegó un extraño joven al local; iba vestido con una chaqueta negra y larga, jeans y borcegos. Era bastante alto, y a ella le pareció de un peligroso atractivo: detrás de los mechones de pelo color trigo que le caían sobre la cara, apenas se notaban unos ojos oscuros y huidizos. 

Pensando en la inseguridad del barrio, Andrea se preparó para un asalto, y no gritó para no alertar a Lourdes: su amiga era capaz de atacar al asaltante a golpes de tijera, acto que podría tener terribles consecuencias si estaba armado. Pero el muchacho la saludó con una tímida inclinación de cabeza, y por detrás de sus pies se asomó un cuzco pequeño y manchado que le gruñó nada más verla:

—¡Callate, Frank! —exclamó el recién llegado—. Disculpe, señorita. Mi perro no está acostumbrado a las veterinarias.

Andrea trató de calmarse:

—¿Viene a atenderlo?

El hombre sonrió, y ella se sintió repentinamente aliviada, hasta que escuchó su respuesta:

—En realidad venía por el trabajo.

Andrea se congeló: necesitaba un empleado, el que fuera, y rápido, ¿pero ese chico le serviría? Era joven, tal vez de la misma edad que los estudiantes que pretendía contratar, pero tenía un aspecto mucho más intimidante. Seguro iba a correr a los clientes más rápido que Lourdes:

—¿Tiene experiencia en ventas?

—Sí, algo, —El tono de su voz sonó inseguro y poco convincente—, en un almacén de barrio.

—¿Ése fue su último trabajo?

—No. Hasta hace unos días fui sereno en un depósito de maquinaria vial.

—¿Tiene recomendaciones de ese lugar?

La mirada del chico pareció oscurecerse:

—No. En realidad no me fui en buenos términos. Tuve un problema con mi ex jefe… por el perro.

Andrea pensó que eso no era tan raro. Ese cuzco no parecía querer a nadie: le ladraba cada vez que se movía:

—¿Por su perro…? —intentó averiguar.

—Sí. Yo vivía con Frank al fondo del depósito, y un día el dueño me dijo que tenía que deshacerme de él porque no le gustaban los perros. Quería que lo tirara a la calle. Por supuesto que preferí irme.

El perro no era para nada amistoso, pero Andrea sintió que el estómago se le retorcía de rabia por aquel jefe desalmado. Se notaba que Frank vivía rodeado de amor: estaba limpio, parecía en su peso, y lucía un collar celeste con un diseño de huesitos blancos. Era evidente que su dueño lo cuidaba bien:

—El trabajo es de medio tiempo, y no puedo pagar mucho… —Cuando Andrea le dijo el salario que pagaba, el chico alzó las cejas. Ella pensó que se iría enseguida, pero en cambio él le hizo una contraoferta:

—Aparte de lo que paga, ¿puede agregar una bolsa de comida para Frank? —preguntó señalando al cuzco que, al escuchar su nombre, sacó la lengua y mostró todos los dientes, como si sonriera. Hasta se veía lindo, y Andrea se ablandó:

—Está bien. Una bolsa mediana. ¿Cómo es su nombre?

—Perdón, no me presenté. —El chico le extendió a Andrea una mano firme, que al contacto se sentía un poco fría—. Me llamo Diego Martínez.

                         ***

Diego consiguió dónde vivir en una pensión cercana al puerto de Montevideo; un sitio miserable, pero el único en donde aceptaron a Frank. Lo alojaron en una buhardilla pequeña y con olor a humedad, a la que tenía que subir por dos tramos de escaleras tan viejas, que cada vez que las usaba llevaba al perro en brazos por miedo a que se cayera en un agujero y fuera a dar con sus huesos al sótano. Tenía que entrar agachado porque la puerta era como de casa de muñecas; a duras penas cabían en la habitación una cama pequeña y una mesa; el baño, en la planta baja, eran dos retretes, uno de mujeres y otro de hombres, y para todo propósito higiénico había un par de piletas que tenían agua fría en verano y helada en invierno, según le contó uno de los inquilinos. La dueña le dio una palangana de latón esmaltado, llena de abolladuras, en donde debía poner aquel agua que dolía cuando le metía las manos adentro, y subirla hasta su pieza en donde se daba un baño que lo dejaba al borde de la hipotermia. A Frank ni intentó bañarlo por miedo a que se enfermara. 

Había acordado trabajar en la veterinaria por las mañanas, y dormía de tarde, arrullado por la respiración suave del perro y el ruido de la gente que vivía su vida afuera, hasta las nueve de la noche. Se levantaba con pocas ganas, y para no volver a dormirse salía a la calle. 

Salir a esa hora era peligroso. No todos dormían: en los alrededores del puerto había ladrones, prostitutas y vendedores de drogas, borrachines que buscaban pelea, estafadores y adictos con el cerebro frito y la mente puesta en robarse lo que fuera, para volver a drogarse. Pero Frank protegía a Diego: los ladronzuelos odiaban al valiente perro, porque varios de ellos llevaban sus colmillos marcados en los talones. Las prostitutas lo adoraban, especialmente una, que había elegido su nombre profesional, Margot, de una antigua película francesa. Era bastante mayor y tenía la piel ajada y curtida por miles de noches de taconeo sobre las piedras heladas de la calle, aunque se animaba cuando veía la sonrisa tonta de Frank. Sus manos de dedos huesudos, llenos de anillos de fantasía y terminados en largas uñas, filosas y rojas, rascaban la barriga del perro hasta dejarlo dado vuelta patas arriba, hecho una alfombra desparramada de placer, mostrando todos los dientes y con la lengua afuera.

—¡Eres una cosita preciosa…! —La mujer, casi de rodillas en la acera, miró a Diego y su rostro se transformó en el de una niña que jugaba con su mascota, en una casa familiar que tal vez aún existía en sus recuerdos. Frank se levantó y se sacudió, y ella pareció volver desde aquel pasado que se había desvanecido al chocar con el duro presente. Se levantó, y su rostro se contrajo en una mueca seductora—. Y vos, lindo —le dijo, con voz melosa—, ¿cuándo vas a aceptar mi invitación…?

La mujer convidaba a Diego a pasar la noche con ella cada vez que lo veía, y hasta llegó a decirle que no iba a cobrarle si no tenía dinero. A él le daba pena rechazarla, porque cada vez que lo hacía parecía que le veía salir una arruga nueva:

—Tengo que ir a trabajar, Margot. —No le apetecía el sexo, ni con ella ni con nadie. Las imágenes de intimidad que a veces le llegaban cuando estaba solo y sentía que necesitaba alguien a su lado, y soñaba con besos y abrazos, caricias y afecto, se teñían con oscuros presentimientos—. Lo siento.

—Niño mentiroso. ¿A dónde vas a trabajar a estas horas?

—Benicio me pidió que lo ayude.

Benicio era el gigante del barrio: cincuentón largo, medía como dos metros, tenía las piernas y los brazos como troncos, el pecho ancho, un poco de barriga producto del exceso de cerveza, y una cabeza de pelos cortos y grises en la que no cabía ningún gorro. Era el orgulloso dueño de un puestito de venta de comidas callejeras, y hacía unas extraordinarias empanadas de carne. A cambio de tres, dos para él y una para Frank, Diego lo ayudaba a lavar los platos y a limpiar el puesto antes de cerrarlo. Tenía que soportar sus bromas sobre Margot:

—Está boba contigo, Diego. ¿Por qué no te transformás en su chulo, y hacés que te mantenga?

Diego no se quedaba atrás con las chanzas:

—Pobre Margot. ¿No ves lo flaca que está? No necesita un chulo sino alguien que la mantenga a ella. ¿Por qué no le proponés matrimonio? Te puede ayudar con el puesto…

Benicio le respondía a pura queja, y lo hacía reír a carcajadas; Frank se deshacía en ladridos mientras se le iban los ojos hacia las empanadas tibias. Los tres comían juntos, encerrados dentro del puesto para evitar a los que venían a pedir sobras. 

Benicio era tan noctámbulo como él, y lo ayudaba a soportar la soledad de las noches. En sus charlas había aprendido a conocerlo: era viudo y tenía una hija que no veía nunca, y de la que sabía poco, salvo que vivía en un barrio de ricos y no le gustaba la pobreza del puerto. Diego a su vez le contó lo poco que podía contar: que su madre había fallecido, y que se había ido de su casa porque tenía problemas con su padre. Ni siquiera se atrevió a decirle que era argentino, aunque le habló de su nuevo trabajo en la veterinaria: Andrea Velázquez, la dueña, al principio le había parecido una tacaña, pero con el tiempo cambió de idea con respecto a ella: era hija de ricos aunque renegaba de su posición social. Trabajaba bastante, y a veces tomaba taza tras taza de café para mantenerse despierta; se notaba que necesitaba unas buenas vacaciones. Lourdes, la otra empleada, era una loca que no le tenía confianza y lo trataba como basura, aunque le daba a Frank unos baños de espuma que lo dejaban brilloso, perfumado y con la sonrisa más tonta que nunca.

Su principal labor en la veterinaria era la limpieza, y después de barrer y lavar la acera, a primera hora de la mañana, dejaba el local tan reluciente que Andrea hacía la vista gorda cuando a fin de mes se llevaba una bolsa de comida de perro que valía la mitad de su sueldo.

Él no sabía nada del oficio y a veces, cuando lo dejaban al frente de las ventas porque la dueña estaba con uno de sus clientes y Lourdes metida hasta las orejas en espuma y pelos sueltos, atendía a los compradores y se enredaba en explicaciones sobre alimentos, juguetes, antiparasitarios, comederos, cunas, o tenía que escuchar la perorata de alguna señorona a la que su querido perrhijo le había orinado su alfombra preferida, para venderle un spray limpiador.

—No parece un buen trabajo —opinó Benicio, después de que Diego le hizo el cuento de una mujer que soltó a su gato en medio de la veterinaria, y al que tuvieron que atrapar con guantes de cuero porque más que gato parecía una pantera de tan enojado que estaba. Hasta Frank se había escondido detrás del mostrador—. ¿Por qué no estudiás algún oficio? Sos joven, y podrías trabajar por tu cuenta…

Diego pensó en las evidentes ventajas de tener un oficio, pero para él era imposible estudiar: con su identidad falsa no tenía ni siquiera registros escolares que presentar ante un centro de estudios. Aparte de tener que vagar sin rumbo, estaba condenado a la pobreza.

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