
Ayuda inesperada
Lo único que Andrea sabía de su ex empleado era lo que le había dicho Benicio: que se había ido a Piriápolis. No tenía forma de averiguar en qué lugar trabajaba ni dónde vivía, y menos si aún seguía en esa ciudad o había resuelto marcharse para seguir escapando de sus supuestos problemas familiares.
Algunas veces, mientras atendía la enfermedad de Frank, trató de sacarle conversación a Benicio, que era bastante atropellado e indiscreto a la hora de hablar, pero después de la metida de pata que se mandó al nombrar a Margot, se había vuelto más cauteloso. No logró sacarle más datos.
Cerró la veterinaria un sábado al mediodía. Tenía hasta el lunes por la mañana para resolver la situación, y se decidió a hacerlo a su manera: le pidió prestado el auto a su padre, cargó una maleta con lo que necesitaba para un fin de semana, dejó a Paco al cuidado de Lourdes y salió con Frank rumbo a Piriápolis.
El perro jamás había viajado en auto, y descubrió los placeres de pasear con la cabeza fuera de la ventana, dejando que el viento hiciera lo suyo: con la boca abierta y la lengua colgando a un costado, los ojos entrecerrados y la sonrisa tonta de siempre, se congeló las orejas a gusto, le ladró a las vacas y a los otros perros que vio por el camino, e hizo detener el auto varias veces para hacer sus necesidades, olisquear algún árbol o darse una carrerita por el campo, para desentumecer las patas.
Llegaron a Piriápolis al atardecer. Andrea había alquilado un apartamento por poco dinero gracias a que era temporada baja; imposible ir a un hotel con Frank. Se había comprado un sándwich por el camino, que junto con una fruta iba a ser su cena. Estaba cansada después de las horas de viaje, y pensó en dormir y levantarse temprano el otro día para ir al supermercado y surtirse antes de empezar la búsqueda. Le puso comida, que había tenido la precaución de llevarse desde Montevideo, y agua a Frank, y se metió a la ducha. Un rato después, con el pijama puesto y ya pronta para meterse en la cama, escuchó los urgentes ladridos del perro, que se había parado en la puerta.
—¡Ay, no Frank! ¿Otra vez querés hacer pis? —El animal era demasiado educado como para levantar la pata contra una pared o un mueble, pero a cambio había que sacarlo para que buscara un árbol o un sitio con pasto. Apurada por los ladridos, Andrea volvió a vestirse, a los bostezos.
Frank jadeaba de excitación mientras tironeaba de su correa para alcanzar los árboles llenos de olores desconocidos que bordeaban la rambla de Piriápolis, unas palmeras no muy grandes, pero que para sus propósitos le servían. Marcó dos o tres, pero siguió caminando en línea recta, oliendo todo.
—¡Dale Frank, que hace frío! —Era de noche y no había nadie en la calle, aunque el balneario era muy tranquilo y seguro: a media cuadra un par de policías recorrían la vereda del sector comercial. La observaron por unos segundos y luego siguieron su camino, conversando.
Recién bañada y con el pelo húmedo, la chica temblaba aunque estaba bien abrigada. Tironeó de la correa de Frank para volver sobre sus pasos e irse al apartamento, pero el animal había olido algo: se quedó como una estatua con la nariz en el aire, y luego se echó a correr.
—¡Frank! —Andrea no quiso soltarlo, porque la mascota iba a perderse en ese lugar que no conocía, y no tuvo más remedio que correr tras él. Media cuadra más adelante, Frank enfiló rumbo a una de las escaleras de cemento y bajó a toda prisa hacia la arena sumida en la oscuridad. Se fue derecho para abajo de los escalones, y se lanzó sobre algo que a Andrea le pareció una bolsa de basura. Pero no era tal, porque de su interior salió un quejido humano—. ¡Pará, Frank! —gritó, asustada, y trató de sujetar al perro. Pero Frank había enloquecido: ladró y rascó con las patas aquel bulto, hasta que logró que un par de brazos salieran y lo sujetaran:
—Dejame… —La voz quejumbrosa del hombre medio dormido sorprendió a Andrea. Era un indigente, y ese perro tonto no había tenido mejor idea que ir a hacerle fiestas.
—Disculpe, señor. Ya me lo llevo. —La chica tironeó de la correa—. ¡Vamos, Frank! ¡Por favor!
—¿Frank? —repitió el hombre, con voz ronca, y el perro redobló sus esfuerzos para saltar sobre él y lamerle la cara hasta que lo despertó del todo—. Frank… ¿Sos vos?
—¿Diego? —Andrea no podía creer lo que estaba viendo: aquel bulto informe, cubierto a medias por algo que parecía ser un gran trozo de nylon negro, era su ex empleado.
***
Diego la había pasado mal en las calles: sin dinero ni lugar donde quedarse, pasó su primera noche en una plaza, pensando que un lugar con luz era más seguro. Pero se equivocó: en plena madrugada alguien se acercó a él y lo amenazó con un cuchillo:
—Dame todo, pendejo, ¡y quedate quietito porque te ensarto! —Después procedió a quitarle la valija y revisarle los bolsillos hasta que encontró su celular y la billetera, que ya no tenía dinero pero sí el documento falso. De pura frustración se lo arrojó a la cara—: ¡No tenés un mango, pendejo de mierda!
Después lo tironeó con la intención de quitarle la chaqueta, que parecía valiosa, pero Diego defendió lo único que podía hacer que no se muriera de frío, y salió corriendo. El ladrón lo insultó a la distancia, pero después se fue, arrastrando la valija.
Ya en el apartamento que había alquilado Andrea, y después de un baño caliente, que le devolvió la temperatura normal a sus huesos y parte de la dignidad que había perdido ante ella, Diego devoró lo poco que había en la heladera: un yogurt y las frutas que habían sobrado de la cena. Sabía que se venía un interrogatorio, y si hubiera sido por él se habría ido a la calle en ese instante. Pero estaba atrapado; no tenía a dónde huir.
—Te preguntarás por qué tengo a Frank conmigo —comenzó la chica—. Benicio lo trajo un par de veces a la clínica, primero con una infección respiratoria por tener las defensas bajas, ya que nunca lo desparasitó, y la segunda enfermo por comer cosas que no correspondían a su dieta. Le ofrecí quedarme con él, y aceptó más que encantado. —El tono de Andrea se volvió despectivo—. Entre vos, Benicio y esa tal Margot se pasaron al perro como si fuera un objeto de descarte.
—¡Eso no es verdad! —La voz de Diego aún seguía ronca; parecía que había pescado un resfriado. Estaba cansado y desanimado, pero igual lo ofendió la frase de su ex jefa—. Tuve que dejar a Frank porque no tenía más remedio. Pero iba a volver a buscarlo.
—¿Y se puede saber por qué te fuiste sin avisarme?
—Problemas personales —respondió Diego, cortante.
Andrea soltó el aire de golpe:
—Yo me porté bien contigo, y te ayudé a cuidar a tu perro. ¡También te di trabajo a pesar de que no parecías nada recomendable! —No sabía por qué estaba gritando. Se había imaginado su encuentro con Diego de una forma distinta, pero verlo así, tirado en la calle y muerto de hambre, en vez de estar en Montevideo viviendo tranquilo y trabajando en la veterinaria, le había causado una impresión fea, como si el chico hubiera huido de ella en vez de huir de otros problemas—. ¿Es tan malo lo que te pasa, que tuviste que irte en secreto?
—¡Sí, es muy malo! —exclamó Diego, y Frank lanzó un ladrido de alarma—. Quieto, Frank —lo tranquilizó con un tono más bajo, mientras lo llamaba para alzarlo en brazos. El perro se acurrucó contra él y le ofreció una sonrisa tonta que alivió un poco su pesar—. Tengo problemas, Andrea. Te agradezco la preocupación, pero no puedo quedarme por mucho tiempo en un mismo lugar. No me preguntes por qué.
El muchacho tenía los ojos ocultos tras sus mechones de cabello húmedo, que ahora parecía más dorado que color trigo. Estaba vestido con un conjunto deportivo de Andrea, lo más unisex que ella había encontrado, pero que le quedaba muy corto. Se veía sencillamente ridículo tratando de aparentar dignidad, vestido así. Andrea replicó:
—¿Y tenías que venir a Piriápolis a buscar trabajo, justo en temporada baja?
—¿Y yo qué sabía? Pensé que igual habría gente.
Andrea lanzó una risita socarrona:
—Qué poco conoces Uruguay. ¿De dónde sos? ¿Del interior?
Tal vez Diego estaba demasiado cansado, porque se le escapó una respuesta de la cual iba a arrepentirse:
—De Buenos Aires —susurró. Tenía tanto sueño que no se dio cuenta de lo que hacía: tomó uno de los almohadones del sillón, se lo puso sobre la nuca y se recostó hacia atrás. Se quedó dormido al instante.
Andrea jamás se había imaginado que Diego no era uruguayo. Ahora le cerraban muchas cosas: su falta de antecedentes laborales y el hecho de que no tuviera nadie a quien recurrir. Sus problemas familiares, si era cierto que los tenía, habían ocurrido en Argentina. «¿Pero si está mintiendo, y en realidad cometió un crimen?», pensó, espantada. «Tal vez asesinó a alguien. No, no puede ser. No tiene pinta de asesino. Tal vez sea un ladrón o un estafador. ¿Andará en las drogas? Tampoco: los que venden drogas tienen mucha plata. Lo más probable es que sea un problema familiar, o amoroso… ¿Tendrá alguna novia o un hijo que no quiere reconocer?».
Andrea se fue a su dormitorio estrujándose el cerebro y buscando posibles respuestas. Frank, ese traidor, se acostó en el suelo a los pies de Diego, y no le hizo caso a ella aunque lo llamó para dormir en su cama. En fin, que durmiera donde quisiera. Era muy tarde y ella tenía demasiado sueño. Apoyó la cabeza sobre la almohada y también se durmió enseguida.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro