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Capítulo 5: Hoy es el principio del fin

Eran las dos de la tarde y todos comían en silencio alrededor de la mesa. Ni siquiera los canarios o jilgueros se atrevían a cantar y perturbar la fingida calma que reinaba en el salón principal. Hacía mucho tiempo que Rosario no preparaba un almuerzo para tantas personas en la masía Colometa, y más tiempo aún que Buitre se ausentara a la hora de la comida.

No le habían dicho a Zamila que su abuelo había fallecido, ni tampoco que los muertos volvían a la vida. A su lado estaba sentada Ariadna, dándole de comer un poco de escudella, pero la muchacha no tenía apetito.

A su otro lado se encontraba Anissa, la hija de Nina, también de cabello rubio, y esta sí que tenía una larga melena. La niña solo se comía los galets, apartaba los garbanzos y los tropezones de col y carne. Al parecer, no era la única que jugaba con la comida: Daniel, sentado delante de ella, hacía lo mismo con su plato. A su derecha, Zeus sí que rendía cuenta del sustento, al igual que Emilio y Lleverías, este último llevaba mucho sin ingerir ningún alimento caliente.

La pareja del Terracota también se había sumado al festín; se llamaban Cédric y Elena, y venían desde Francia huyendo de la plaga.

—Yo necesito dormir, no aguanto más —dijo Lleverías rompiendo el mutismo una vez terminó de engullir el guisado.

—No se te ve buena cara —comentó Rosario escudriñando las bolsas que le colgaban de los ojos—. Pero espérate a que saque el segundo —añadió antes de levantarse e ir a la cocina.

—¿Cuál es la situación en el pueblo? —preguntó Andreu.

—Está todo fuera de control. Todos mis compañeros... han muerto. No sé qué más puedo hacer tras lo de anoche —dijo mientras se lamentaba. Suspiró y se cubrió los ojos con una de las manos, la descendió arrastrando sus mejillas hacia abajo—. ¿Tienes algún arma en casa?

Andreu negó con la cabeza desde el extremo en el que presidía la mesa. Daniel sabía que su abuelo mentía, lo escuchó un día hablando de ello con Rosario, aunque no sabía más sobre el asunto. Dejó de escrutarle con desconcierto cuando este le miró, y dirigió su mirada felina a Anissa, la cual estaba dándole trozos de pollo al perdiguero de Burgos que aguardaba paciente bajo la mesa. El joven le sonrió y se hizo su cómplice; los mayores continuaron hablando. Él prestaba atención a todo lo que decían, aunque sin intervenir, no quería volver a ser amonestado. Entretanto, era consciente del auténtico pandemónium que se había desatado y que, quizás, después de todo, no tendría que volver a la escuela.

—Debería ir a mi casa a coger todas mis escopetas y cartuchos. En coche son diez minutos —dijo Emilio.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó Daniel de forma impulsiva.

—¡Ni hablar! —chilló Zeus. Todos los presentes le miraron, pero solo se sintió intranquilo cuando lo hizo la chica francesa—. Le acompañaré yo —añadió mirándola a los ojos y aparentando una valentía de la que carecía.

—¡Dabuten! —dijo Emilio.

—¿No tenéis televisión? —preguntó Cédric.

—No —dijo Rosario.

—Ayer no emitía ningún canal —informó Nina y se llevó un pedazo de pan a la boca.

La mayoría de los platos estaban vacíos. Rosario no quiso esperar más y sirvió la carne de la escudella. Se había fijado en que los niños apenas habían probado la comida...

«A la hora de la merienda les prepararé unos bocadillos de aceite con azúcar y santas pascuas».

Rosario era una mujer pizpireta de sesenta y seis años; menuda, delgada y más trabajadora que una hormiga. Siempre había sido el ama de llaves de la masía Colometa, incluso cuando la difunta esposa del señor Andreu vivía. «Qué tiempos aquellos», pensó nostálgica al mirar todos los rostros extraños que había en la sala.

Entonces, Cédric preguntó:

—¿Podemos pasar aquí la noche?

—Sí —contestó Andreu.

Merci beaucoup, monsieur.

Dijo en un francés refinado que chocaba con su imagen tosca. Zeus aprovechó la ocasión para examinarlo con más detenimiento. El hombre desprendía una arrogancia revestida de benevolencia que nadie había pasado por alto. Una antigua cicatriz le recorría la mandíbula, y otra, más reciente, le partía el grueso labio inferior. «Con ese belfo debe de besarla», meditó asqueado.

La chica era una joven de veintitrés primaveras, con una cara hermosa como la luna y unos ojos oscuros y bellos. Contaba con un cuerpo femenino y sensual que turbaba al mayor de los hermanos, pues no podía sacarse de la cabeza la escena que ofrecían cuando los encontraron fornicando como locos en el interior del vehículo...

—¿Son tus hijos los dos? —preguntó Cédric a Nina.

—No, solo la pequeña.

—¿De dónde sois?

—Vivimos en Madrid, pero soy de Arden.

—¿Arden? —preguntó Emilio que atesoraba toda la información personal de la mujer de cabellos dorados con entusiasmo—. Carajo, ese lugar es... singular.

La oscuridad fue haciéndose más densa a medida que todos se iban retirando de la mesa. De vez en cuando, el encapotado cielo resplandecía por los relámpagos que lo desgarraban. Emilio decidió ir más tarde a por las armas; Lleverías se fue a echar la siesta; Anissa acompañó a Zamila y Ariadna a la cocina para ayudarles a montar un puzle de mil piezas que habían iniciado esa misma mañana. Al parecer, era el retrato de una jirafa.

Zeus caminó hasta un enorme ventanal y contempló la lluvia caer; el día se había vuelto más oscuro, hostil y terrible.

Nina se sentó en un sillón que estaba próximo al del muchacho, cuando sus miradas se cruzaron, la mujer de cabellos dorados le dijo:

—Tu abuelo es un buen hombre.

—Supongo que sí, debo estar muy agradecido de tenerle —añadió Zeus—. ¿En qué parte de Madrid vives?

—En Carabanchel —dijo Nina—. Cuando empezó todo, mi hija y yo estábamos de crucero por el Mediterráneo.

—¿No habéis podido regresar a vuestra casa?

—Es imposible, las carreteras no se pueden utilizar..., tal vez en motocicleta, pero hasta la capital es un trayecto largo y no sé si nos espera... —dijo la mujer antes de coger aire y continuar—. Si nos espera alguien.

—¿Tienes marido?

—No. —Una pausa de varios segundos—. Me quedé embarazada muy joven—mintió—. Perdona, no te quiero aburrir con mis movidas.

—No, tranquila, de verdad. Cuéntame todo si quieres, te hará sentir mejor. Yo he estado aquí aislado... No sé qué ha pasado ahí fuera —bajó la voz una octava y añadió—: Hoy descubrí que el mundo... ha cambiado.

—¿Estás hablando en serio?

—Sí, de veras; cuéntamelo todo, por favor. Cuéntamelo todo desde el principio.


Plato tradicional catalán preparado con carnes, legumbres y hortalizas.

Del francés. Muchas gracias, señor.

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