Capítulo 4: Muertos vivientes 2
—¡Joder! Pero arranca de una vez, muchacho. ¿Por qué carajo has parado el motor? —preguntó Emilio.
—¡Creo que lo he ahogado! ¡Socorro! —chilló Zeus histérico mientras intentaba ponerlo en marcha de nuevo.
No le ayudaba la tromba de agua que impactaba con una violencia inconcebible sobre su vehículo, ni tampoco los engendros que se agolpaban alrededor del todoterreno y atizaban las ventanas a puñetazos o cabezazos entre los deslumbrantes relámpagos que iluminaban sus rostros mortuorios de dientes negros y podridos.
«Estos infectados han iniciado la segunda fase», reflexionó Buitre horrorizado. «¡Maldito Andreu!, ni un arma me has dejado traer».
Detrás, Emilio miraba a la muerte a los ojos, algunos tenían la totalidad de los ojos de una negrura impenetrable.
—Hay demasiados... mordedores —susurró Emilio.
Y llegó uno de gran constitución, el cual sujetaba una enorme roca que estrelló contra la ventanilla del copiloto y la reventó en una lluvia de esquirlas.
—¡Mi coche! —gritó Zeus.
Un puñado de manos agarraron a Buitre y tiraron de él con garra. No pudo zafarse. Sintió cómo le desgarraban su arrugada y macilenta piel en distintos puntos de la cabeza; un dedo terminó en la cuenca derecha y le reventó el globo ocular. El anciano gritó de dolor mientras un líquido transparente y gelatinoso, mezclado con su propia sangre, se le colaba en la boca. La violencia del ataque continuó, terminaron arrancándole del asiento del vehículo como si fuera un espárrago silvestre. Lo sacaron por la ventana en una posición imposible, quebrándole los huesos de la columna con un doloroso crujido. Antes de caer y advertir la fría lluvia, ya le habían dado hasta cuatro mordiscos y desgarrado una de las orejas. Estaba siendo devorado por una furia endemoniada y no podía hacer nada al respecto. Cerró el único ojo que le quedaba y se rindió al dolor.
Unos segundos antes y a varios metros del todoterreno de Zeus, tras unos matorrales, se encontraba un coche oculto; en el interior había dos varones armados.
—¡Son el nieto de Andreu Anseny y tu contacto en la masía! Vamos, Coyote, tenemos que ayudarles o los no muertos acabarán con ellos —dijo Lleverías.
—¡Nuestro objetivo es otro! ¡Hay demasiados infectados!
—¡Tenemos que ayudarles, he dicho!
—Vas a hacer que me maten... —refunfuñó Coyote.
Salieron del vehículo y dispararon a los no muertos más cercanos. Lleverías les apuntaba primero a la cabeza y, después, apretaba el gatillo. Ya había matado a muchos de ellos en los últimos días y sabía que el único punto débil que tenía el enemigo era la parte superior del cuerpo.
El sonido de los disparos llamó la atención de todos los infectados que había por la zona. Algunos de ellos se movían lentamente, pero otros corrían como alma que lleva el diablo. Tres fueron hacia Coyote que perdió unos segundos vitales espantando a un moscardón negro que le atacaba. Le rodearon con suma facilidad; uno de los no muertos le agarró por detrás y le inmovilizó, otro de ellos le atacó con un arma blanca que portaba en la mano en un movimiento calculado, y el tercero fue directo a destrozarle la yugular.
—¡No! —gritó Lleverías.
Disparó varias veces y mató a los tres atacantes aun con el riesgo de herir a su compañero. Coyote no lograba entender qué había ocurrido. Aturdido, se llevó una mano al vientre para evitar que le salieran los intestinos, miró al frente y se desplomó imitando a los infectados abatidos que le rodeaban. Murió agonizando, contemplando a un palmo la tierra salpicada de gotas escarlatas que emanaba su propio cuerpo.
A varios metros de distancia, Emilio descendió del todoterreno decidido a enfrentarse al pelotón de seres aberrantes. Con firmeza, apuntó con su escopeta y abrió fuego. No tuvo tiempo de recargar, por lo que usó la culata para reventar la cabeza del mordedor más cercano que danzaba lentamente hacia él. El crujido fue espantoso, pero más repugnante fue divisar un líquido acuoso oscuro surgir de los sesos astillados de la criatura eliminada.
La lluvia disminuyó su intensidad, y, por fin, Zeus logró arrancar el todoterreno entre jadeos y lágrimas. Se miró con pesadumbre las manos: le temblaban como unas maracas. A su izquierda seguían golpeando la ventanilla, pero ni quería ni podía mirar más a esos monstruos, había tenido suficiente.
Lleverías continuó disparando a los no muertos más agresivos y veloces que quedaban en pie hasta quedarse sin munición.
—Emilio, vuelve al coche y largaos. ¡Nos vemos en la masía! —gritó.
El susodicho tuvo el aplomo suficiente de cargar la escopeta y disparar a dos mordedores más antes de subirse al asiento del copiloto y examinar los alrededores. La zona había quedado bastante despejada, aunque aún había movimiento zombi, y entre los cuerpos caídos se encontraban el de Buitre y Coyote. En cuanto cerró la puerta, Zeus hizo un cambio de sentido con rapidez. A los pocos metros, habló:
—Ni siquiera hemos accedido a la carretera principal, la situación es peor de lo que pensábamos —dijo casi en un murmullo—. ¿Qué vamos a hacer? ¡Son zombis! ¡Zombis! ¡Estamos perdidos! —lloró perdiendo el temple que tanto le caracterizaba.
—No tengo ningún consejo para darle a aquel que desespera —sentenció Emilio midiendo sus palabras—, pero puedo regalarle unos sugus de piña.
Zeus lo ignoró, continuó murmurando palabras ininteligibles hasta que frenó en seco su todoterreno.
—¿Por qué carajo has detenido el coche? —preguntó Emilio extrañado, nada llamaba su atención en el oscuro paisaje que contemplaba.
—¡No puedo respirar! —vociferó Zeus llevándose las manos al pescuezo.
El joven temblaba. Emilio lo observó con atención antes de pronunciarse.
—Tranquilo, te está dando un ataque de ansiedad, es lo más normal del mundo tras la experiencia vivida. Escúchame bien... ¡Mírame cuando te hablo! —gritó—. Bien, eso está mejor. Ahora vas a hacer todo lo que te diga, ¿vale? —preguntó Emilio agarrando el antebrazo del muchacho para reconfortarlo.
El agente de la Guardia Civil aguardaba detrás sin saber muy bien por qué se habían detenido. Esperó paciente con los ojos cerrados, se sentía desquiciado y cansado. Llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir ni comer y necesitaba desconectar porque no sabía qué hacer a continuación, tan solo se dejaba llevar por el instinto más primitivo de todos: la supervivencia. En los últimos días, sus ojos habían visto infinidad de horrores y había perdido a todos... Los muertos no aceptan disculpas, por eso todavía no los había llorado. Lleverías no era un hombre católico, aunque comenzaba a creer que las puertas del averno se habían abierto. Sin saber muy bien por qué, recordó el cuadro de El jardín de las delicias del Bosco; se encontraban en el panel derecho, en el infierno.
Tras unos minutos, ambos vehículos se pusieron en marcha. Por el camino, vieron arrastrarse por un terreno fangoso a una de esas criaturas con un pie calzado y otro descalzo. En vida había sido una mujer bonita y coqueta, de piel hidratada y con una media melena rubia muy bien cuidada, pero no quedaba nada de aquello en la actualidad. El cabello era una maraña sucia y embarrada, el vestido azul celeste estaba deshilachado y mugriento, y el zapato rojo estaba destrozado; era la conductora del Navirus Sapphire negro. La habían encontrado.
—¿Qué hacemos? —preguntó Zeus reduciendo la velocidad.
—No te detengas. —La voz de Emilio sonó cortante como un bisturí.
Continuaron el trayecto por el camino enfangado. Las nubes del último aguacero empezaban a disiparse y faltaba poco para llegar a la masía cuando divisaron un vehículo estacionado bajo una gran higuera. El coche era un Terracota de color blanco y tenía los cristales totalmente empañados.
Zeus paró su todoterreno en paralelo al vehículo y se esforzó por ver quién había en el interior. Atisbó una pareja en el asiento del copiloto, uno encima del otro. Se fijó en que la muchacha estaba totalmente desnuda y jadeaba cabalgando a un tipo enorme que solo tenía ojos para los pechos voluminosos de esta.
El joven sintió rabia —y celos—, pues él, con veintiún años, aún no se había estrenado y presentía que, tal vez, jamás llegaría a hacerlo dadas las circunstancias actuales.
—¡Joooder! —dijo Emilio—. Esto es lo que se dice carpe diem.
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