Capítulo 1: ¡Veintitrés días después!
La mañana era oscura y nublada, pero los hermanos estaban decididos a no dejar que el mal tiempo los detuviera y se alejaron del lugar en el que llevaban habitando varias semanas. El viento soplaba fuerte y arrancaba las hojas de los árboles con violencia.
—¡Zeus! ¿Te imaginas que un día de estos se acaba el mundo? ¡No tendría que ir más al cole! —dijo Daniel sin levantar la mirada de la pantalla.
—¡Qué cosas dices! En unas semanas, estarás despertándote a las siete para ir al colegio, colega —sentenció Zeus concentrado en el camino que tenía delante; una bruma invasora le dificultaba la visión.
—Todavía falta Hawái antes de eso, bro.
—No me llames así, te lo he dicho tropecientas veces —replicó Zeus.
—Papá me dejaba.
—Papá ya no está aquí.
El hermano mayor circulaba con precaución por un camino de tierra que atravesaba los viñedos de su abuelo Andreu; era el único familiar que les quedaba. Acababan de dejar la masía en el Montseny para hacer unas compras en Castanyera, el pueblo más cercano.
En la masía de su abuelo, el tiempo transcurría muy despacio. Privados de Internet y de sus smartphones de última generación, vivían el verano más largo de sus vidas. Ni una sola vez pudieron conectarse a las redes sociales. El viejo cascarrabias les había obligado a pasar todo el mes de agosto desintoxicándose del mayor vicio que tenían: los teléfonos móviles, aunque en aquel remoto lugar de poco les hubieran servido; no disponían de cobertura ni en la finca ni en los alrededores.
En la casa tampoco había teléfonos fijos, y, por no haber, no había ni radio ni televisión. Su abuelo los detestaba. Los jóvenes llevaban tres semanas aislados y sin tener noticias del mundo.
—Lo primero que voy a hacer cuando lleguemos al pueblo es comprarme una Zeta-cola. ¡Llevo un día sin mi superbebida! —dijo Daniel.
Continuaba encorvado con ojos de búho sobre la pantalla de un simple Tetris a escala de grises que funcionaba a pilas.
—Yo leeré mi correo que tiene que estar a rebosar.
A pesar de que los días transcurridos habían sido soleados y cálidos, aquella mañana era oscura con inquietantes nubes negras que atemorizaban con sus relámpagos. Eran las ocho de la mañana de un viernes 23 de agosto.
El mayor de los hermanos añoraba su casa, su rutina y sus caprichos. Vivía en un ático de lujo en uno de los mejores barrios de Barcelona y, heredero de una gran fortuna, hacía tres años que disfrutaba de su mayoría de edad y estatus económico. Su tutor legal siempre había sido su abuelo, aunque era Alfred quien administraba el dinero y se aseguraba de que ni él ni su hermano fueran por mal camino.
—¿Sabes a quién echo de menos? —preguntó Zeus usando el pedal del freno de forma intermitente; mientras bajaban por una pendiente pronunciada.
—¿A Carol? —preguntó Daniel ensimismado en el videojuego.
—Bueno, a ella también.
—¿¿A Alfred??
—En tres semanas no da tiempo a echarle de menos —dijo Zeus antes de reír su propia ocurrencia que su hermano ignoró. Cuando el mayor iba a responder que extrañaba su piano de cola, pisó precipitadamente el freno y el todoterreno que conducía se detuvo a unos seis metros de distancia de un coche que estaba accidentado.
—Quédate aquí —dijo a su hermano pequeño mientras echaba el freno de mano y paraba el motor.
Se apeó del todoterreno y avanzó cinco metros cuesta abajo hasta llegar al final de la pendiente. Un Navirus Sapphire negro se había empotrado contra un castaño; la luneta posterior estaba rota y se asemejaba a una telaraña. El muchacho no podía ver el interior del vehículo, se acercó a uno de los laterales y fue cuando observó que la puerta del conductor estaba abierta. Encontró delante un zapato rojo de tacón de aguja.
Echó un vistazo al interior. No había nada que llamase su atención, salvo un colgante de elefantes de la suerte que colgaba del espejo retrovisor.
—¡Chist! ¡Chacho! —exclamó una voz grave.
Zeus se giró. A una decena de metros, al otro lado del coche siniestrado, un desconocido vestido de cazador surgió de entre unos alcornoques. Sujetaba una escopeta de dos cañones y le acompañaba un perro grande, extraño y baboso. El hombre era alto y robusto, lucía bigote y barba azabache. Al acercarse más, el joven contempló que los antebrazos del hombre eran casi tan peludos como los de un oso. Tenía unos ojos pequeños, pero estaban abiertos de par en par con una expresión cariacontecida.
—Hola, acabo de ver este coche aquí accidentado y me he parado a ver si podía ayudar y...
—¡Cállate!, escucha. ¿De dónde vienes? —preguntó el cazador. Tenía los mofletes colorados y una película de sudor le cubría la frente. Su mirada inspiraba terror y el perro se movía nervioso entre gemidos lastimeros—. Escúchame, chaval, tengo que ir inmediatamente a la masía Colometa.
—¿A dónde? —preguntó Zeus con asombro.
—A la masía Colometa —repitió el desconocido.
El joven escuchó un grito ahogado, era de Daniel, su hermano. Al girarse, comprobó que había alguien aporreando el cristal del copiloto de su todoterreno. Caminó cuesta arriba mientras el perro del cazador comenzaba a ladrar nervioso. Una niebla densa le separaba de un hombre delgado y espigado que atizaba con parsimonia su preciado vehículo de forma repetida.
—¡Disculpe! ¿¡Qué está haciendo!? —exclamó Zeus a escasos metros.
El interpelado se giró al escuchar aquellas cuatro palabras. Tenía la cara cubierta de sangre coagulada y le faltaba un trozo de carne en uno de los mofletes. A través del orificio, podía incluso apreciarse la mandíbula de aquel... ser. La visión era terrible. «Es maquillaje», fue lo primero que pensó el muchacho hasta examinar con más detenimiento la autenticidad de la herida; la lesión era profunda y aterradora. El sujeto, que era de una edad avanzada, continuó descendiendo con lentitud. Tenía los ojos vacíos, como si fueran piscinas de lodo y agua estancada. Avanzó unos pasos más abriendo y cerrando la mandíbula de forma agresiva. Su ropa también estaba manchada de barro y sangre, y desprendía un hedor húmedo y cenagoso.
—¡Apártate, chico! —gritó el cazador con voz trémula.
—¡Está mi hermano dentro! —replicó Zeus exaltado.
—Dile que no salga del vehículo.
—¡Daniel! ¡Echa el seguro! ¡Quédate dentro!
El anciano continuó su avance con los brazos extendidos. Emitió un gruñido; le siguieron tres dentelladas amenazantes y salvajes que lanzó al aire. Zeus retrocedió atemorizado. ¿Qué estaba ocurriendo? No podía comprender lo que estaba viendo. «¿Es un... zombi?», se preguntó incrédulo, aunque desechó la idea con rapidez. El cazador vociferó unas palabras, pero el joven solo podía escuchar el grotesco gruñido del ser que tenía delante.
—¡¡Apártate, nen!! ¡Voy a disparar!
—¡Aaah! —bramó el anciano.
—Pe-pero... —dijo Zeus al mismo tiempo.
¡¡¡PUM!!!
La escopeta tuvo la última palabra.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro