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LOS RESTOS DE LA NOCHE


—No podemos ir al hospital —responde Bianca ante mi sugerencia una vez que controlo los sollozos y recuerdo que está herida.

—¿Por qué no? Tu hombro...

—¿Y qué vamos a decir? —interrumpe con brusquedad.

Aquello me cierra la boca. En efecto, ¿qué diríamos?

Recuerdo el cuerpo ensangrentado que yacía en el suelo y otro gemido abandona mi boca, la cual cubro con la mano para no caer de regreso en una espiral de lágrimas y náuseas. Tengo el cuerpo trémulo y siento un peso abismal en la nuca, pero una ligereza espantosa en cada miembro. Un cosquilleo horrible me asalta la punta de los dedos, que tiemblan fuera de mi control.

—No puedes quedarte así. Tienen que curarte —razono.

—Lo sé. Tú lo harás.

—¿Yo...? ¿Qué? Bianca, que mi mamá sea enfermera, no significa que yo sepa...

—Ya lo sé —interrumpe otra vez. Veo que sus nudillos siguen blancos por la fuerza que emplea sobre el volante, así que no la presiono—. En tu casa tienes el botiquín de primeros auxilios más completo que vi. Algo podrás hacer, confío en ti.

Aprieto lo labios. Pienso en las cosas que escuché, vi y leí sobre tratar heridas. No puedo hacerlo, sé que no puedo hacerlo, la garganta se me cierra solo de pensarlo, de pensar en el cadáver, en el monstruo, en Nico y en el hombro abierto de Bianca que no para de sangrar.

—Detén el coche —pido—. Necesito bajar. Necesito... ¡Detén el coche!

Bianca frena y no llegamos a detenernos por completo cuando abro la puerta y me encorvo fuera para vomitar. Las arcadas me asaltan tres veces y el alimento digerido abandona mi boca con la bilis y otros líquidos que desconozco. Bianca me sostiene el cabello de inmediato, me acaricia la espalda y susurra palabras de consuelo. Niego con la cabeza, aunque no sé qué es lo que rechazo. Me limpio los labios con el dorso de la chaqueta; hago muecas ante la agrura que invade mi cavidad bucal.

—¿Qué ocurrió? —pregunto una vez que cierro la puerta, apoyando la cabeza contra el respaldo—. ¿Quién te lastimó?

Bianca se mira las manos ensangrentadas. Tiene grandes círculos alrededor de los ojos y le tiembla el labio inferior, aun así, su voz surge serena cuando responde.

—Un sujeto. Se abalanzó sobre mí, me mordió.

—¡Dios! —exclamo de golpe—. Bianca, tiene que verte un doctor. No sabes las enfermedades que...

—No —dice con firmeza.

Pone en marcha el coche. Me muerdo el labio mientras contemplo su perfil: frunce el entrecejo con determinación y yo no tengo las fuerzas suficientes para insistir. 

Pienso en lo que emergía de la mano de Nico. Pienso en el monstruo. No sé cómo decirle a Bianca lo que vi, así que decido no decir nada, de momento. Tengo la grabación, por lo que primero me aseguraré de tener pruebas de que lo que presencié fue real. Entonces, cuando sepa que no se trató de una maquinación del terror que me dominaba, se lo contaré.

Es poco más de la una cuando llegamos a casa, de modo que sé que mamá no está. Las luces permanecen apagadas tal como las dejé y un alivio inmenso afloja la tensión en mi espalda cuando veo mi preciado hogar. Bianca estaciona y ambas bajamos con torpeza, víctimas de músculos debilitados por la avalancha de emociones negativas.

Me dirijo al armario donde se encuentra la caja de metal preparada para emergencias como esta. Mamá la controla todos los meses, así que confío en que contiene todos los elementos necesarios y los medicamentos al día. Regreso al comedor, donde Bianca se sienta a la mesa y se quita la cazadora con dificultad. Bajo la luz de las lámparas luce incluso peor de lo que creí. Apoyo el botiquín sobre la mesa y me vuelvo hacia ella, que sin obrar palabra se quita la playera con cuidado. La tela se desprende de la herida y revela la piel abierta en irregulares montículos de carne lacerada. Proceso la imagen durante un momento hasta que algo cambia en mi interior. De pronto, me digo que no hay tiempo para quedarse impactada, que debo actuar. Y lo hago.

—Necesito agua. Ya vengo.

Apuro el paso hacia la cocina, lleno un envase hondo con agua, tomo una toalla del armario y regreso al comedor. Sin vacilar, comienzo a limpiar la herida. Si me hubieran avisado que esto pasaría, habría asumido que me quedaría inmóvil al ver la carne viva de otra persona frente a mis ojos, pero ese no es el caso. Mis movimientos son certeros y mi mente está tranquila, repasando todo lo que conozco sobre primeros auxilios.

Aparto sus bucles negros y corro con delicadeza la tira del sostén; lavo la herida, revelando las marcas profundas de los dientes que han desgarrado la piel. Comienzo a rociarla con antiséptico y, a la par que la piel burbujea, Bianca emite un siseo de dolor. Contemplo la herida que sigue sangrando, aunque no tanto como antes. Sé lo que hay que hacer a continuación, pero saberlo no implica que esté capacitada para llevarlo a cabo.

—Bianca, hay que coserla.

—Hazlo.

—¿Estás loca? No puedo. Tenemos que ir al hospital, no queda otra opción.

—No.

—Bianca...

—¡No! —brama.

Su tono me paraliza. Oigo su respiración agitada, veo que le tiemblan los hombros. Inhalo profundo para conservar la calma.

—Podría empeorarlo. Necesitas un médico —razono.

—Tú puedes.

—No tenemos anestesia, te va a doler.

—Si vamos a un hospital, —Me interrumpe—, nos interrogarán. ¿Qué crees que va a pasar con tu sueño de ir a la universidad? Invadimos propiedad privada, presenciamos un asesinato y huimos de la escena sin pedir ayuda...

Aquello me detiene. En ningún momento le mencioné lo que vi en aquel cuarto sucio y mohoso del hotel abandonado. Contemplo su mandíbula tensa, lo único que alcanzo a ver desde la posición en la que me encuentro. Sopeso ponerme frente a ella, pero algo me dice que no sería buena idea: tal vez si no me ve, le será más fácil hablar.

—Bianca, ¿qué pasó en el hotel? Dime la verdad, por favor.

Comienza a resquebrajar la pintura negra de sus uñas.

—No me creerás... —murmura.

Pienso en dientes filosos, ojos ambarinos.

—Te sorprendería las cosas que estoy dispuesta a creer en este momento.

No responde.

Me armo de valor y paso el hilo de sutura por la aguja, si bien requiero varios intentos antes de conseguirlo. Queda en claro que no va a hablar, así que aprovecho la pausa para avisarle que voy a comenzar. Tomo aire, y lo hago.

—¡Ay! —gime cuando clavo la aguja.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! Aguanta.

Un temblor amenaza con dominarme el brazo, así que enderezo la espalda y me sereno, pues no voy a permitir que mis nervios empeoren la situación. Cuando la aguja pasa de un montículo de carne al otro, me provoca un escalofrío nauseabundo que se agrava con los alaridos de Bianca. Se retuerce bajo mis manos, así que la suelto de inmediato.

—¡Sigue! —me ordena.

Obedezco sin pensarlo. Clavo la aguja y Bianca vuelve a gritar; me enfoco en la acción para ignorar sus alaridos, comprendiendo que cuanto antes termine, más rápido acabará su dolor. Recuerdo las maniobras de sutura que practiqué repetidas veces con mi mamá, pese a que hacerlo sobre un trozo de tela no se asemeja en nada a hacerlo sobre una persona real, viva y consciente. La segunda vez que la aguja atraviesa la piel, ya no me impacta demasiado. A la tercera, ya no me genera nada más que la apremiante necesidad de acabar cuanto antes, por el bien de Bianca. Esta llora, gruñe y maldice, pero lo soporta con una fortaleza admirable.

El resultado es una torpe sutura irregular que cubro con una venda. Ni bien dejo de enfocarme en ser cuidadosa, mi mente se colma de nervios e incredulidad.

—Oh, por Dios. ¿Qué estamos haciendo? Esto es una locura.

—No importa... —masculla Bianca.

Le suda el rostro y tiene las mejillas cubiertas de lágrimas.

—¿Estás bien? —Asiente, incapaz de hablar a causa del dolor—. No puedes volver a casa en estas condiciones. Quédate aquí esta noche.

Vuelve a asentir, lo que me alivia. Frente a su negativa a ir a un hospital, no tengo más opción que recurrir a mi madre. Ni bien llegue a casa, delataré la situación de Bianca sin mediar lo que esta última piense al respecto. Mamá va a saber lidiar con ella y, aún más importante, podrá convencerla de ver a un médico.

Con delicadeza, la ayudo a ponerse en pie y permito que se apoye en mí al subir las escaleras. Su altura y estado débil, sumados a mi falta de fuerza, provoca que su peso me empuje hacia abajo, pero lo soporto en silencio. Si ella pudo aguantar que la torture con una aguja, yo puedo soportar un poco de dolor en la espalda.

Una vez en mi habitación, la ayudo a desvestirse y a meterse en la cama boca abajo para que no ejerza presión sobre la herida. La arropo, preocupada al ver que sigue sudando y respirando con dificultad.

Regreso a la planta baja para ordenar el comedor y deshacerme de las gasas ensangrentadas. No quiero que mamá sufra un ataque al regresar del trabajo, en especial con el estrés que siempre carga al volver. Apago las luces una a una; al final solo queda la de la sala, en donde he dejado el móvil. Lo recojo y lo subo conmigo, junto con una tableta de pastillas y un vaso de agua para Bianca. Ella está dormida cuando vuelvo a la habitación. Luce fatal.

Dejo el medicamento sobre la mesa de luz en caso de que despierte y lo necesite. Al desvestirme, encuentro hematomas y raspones que delatan la veracidad de los sucesos de esta noche, pese a que no recuerdo en qué momento me golpeé tanto. Me escuecen los ojos, así que parpadeo hasta eliminar la sensación.

Me meto en la cama junto a Bianca. El sueño me evade durante largas horas y solo puedo pensar en gente encapuchada, cadáveres y dos ojos brillantes que me observan en la oscuridad.

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