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LOS PREPARATIVOS


Me hallo recostada sobre mi cama con el libro «El dragón rojo» abierto en las manos. A dos metros, sentada al escritorio, Bianca se pinta las uñas. Menea la cabeza al ritmo de la música que surge de los auriculares para no perturbar mi lectura. Su cabello todavía está algo húmedo por la ducha que se dio, pero ya no hay rastros de la masa espesa que la harina y el barro habían formado entre sus mechones negros cuando nos fuimos del colegio.

Adelanto mis lecturas pendientes mientras ella se arregla y trabaja en su aspecto. Se limpia el cutis, se aplica cremas y se coloca varias capas de base. Ninguna de las dos tiende a maquillarse, es algo que, en general, no hacemos, pero esta es una noche especial. Bianca se esfuerza en cumplir todo el proceso, aunque no lo necesita en realidad: es naturalmente linda. Por mi parte, como nunca sobresalgo, no tengo una rutina que seguir para embellecerme. Aprendí que, aunque oculte mi piel sudorosa y adorne mi cabello cenizo, pocos se fijan en mí cuando Bianca se encuentra a mi lado, así que no tiene sentido esforzarse. Hoy, sin embargo, debo cumplir con la etiqueta social.

En la hora acostumbrada, mamá llama a la puerta y asoma vestida con el uniforme de enfermera, un conjunto rosa que le oculta las curvas el cuerpo. Intenta sonreírme, aunque su gesto cansado convierte la sonrisa dulce en una mueca torcida.

—Ya casi inicia mi turno —anuncia; Bianca se quita los auriculares para oírla—. Les dejé comida en la heladera. ¿Necesitan algo más?

—No, ma —respondo, al mismo tiempo que Bianca dice: «No, gracias, señora Baez».

Nos dedica una mirada llena de cariño.

—De acuerdo, nos vemos mañana. Diviértanse, chicas. Las quiero.

Se marcha. El sonido de sus pasos desciende por la escalera, luego oigo la puerta de entrada, seguida a los pocos segundos por la puerta del coche y el motor del mismo cuando arranca. Aún no atardece, pero le espera una larga noche en su turno de guardia. Sus horarios laborales son horribles, sin embargo, mamá asegura que es lo que siempre quiso ser, que ayudar a la gente, así sea cambiando el pañal de un hombre mayor, le supone una retribución espiritual.

Quisiera poseer esa convicción. No puedo pensar en lo que quiero hacer con mi vida, cuando lo intento, la mente me queda en blanco. ¿Algo relacionado con la literatura? ¿O quizá podría perseguir una carrera en informática? Comprendo que pienso en carreras relacionadas con los objetos que tengo en frente: el libro en mis manos, la computadora sobre el escritorio. La realidad es que no sé qué quiero para mi futuro, no sé qué deseo hacer con mi vida.

Noto que Bianca no ha vuelto a colocarse los auriculares, así que le pregunto:

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Vamos a ir a la fiesta de fin de curso, ¿acaso lo olvidaste? —Enarca una ceja.

—No, no... Me refiero a más adelante. Uhm, ¿qué vas a estudiar ahora que el colegio acabó?

—Oh.

Hace una pausa. Se sopla las uñas, las cuales cubrió de un tono brea que refleja la luz cuando las mueve.

—No lo sé, honestamente.

—¿Qué te gustaría? —insisto.

Rememoro los fragmentos de nuestra vida juntas y descubro que no tengo un recuerdo claro en donde Bianca haya confesado un sueño para su futuro, ni una suposición de lo que desea hacer en su adultez ni una carrera soñada que le interese perseguir. Me turba que la amistad más sólida que tengo, por no decir la única, me sea tan ajena en algo que debería conocer a la perfección.

—No lo sé —admite.

—¿Nunca pensaste en ello?

—La verdad es que siempre parecía haber tiempo para decidir. —Encoge los hombros—. Supongo que ya no...

Apoyo el libro contra mi abdomen y me enderezo.

—Bueno, ya que no estás decidida, podemos pensar una opción que te guste y tratar de asistir a la misma universidad. —La idea me emociona—. ¡Sería estupendo! ¿Qué es lo que más te interesa?

Mi entusiasmo impacta contra su silencio, lo que resulta fastidioso.

—¡Bianca!

Resopla y se deja caer contra el respaldo; por fin me mira.

—Me voy a tomar el año sabático.

—¿Qué?

Intento que la pregunta surja con seria incredulidad, en su lugar, abandona mi boca como un chillido indignado que le arrebata una carcajada.

—¡Tu cara! —dice entre risas—. En serio no sé. No puedo pensar en nada que me interese estudiar en este momento.

Clava la mirada pensativa en el suelo. Luego suspira, decaída.

—Quisiera ser como tú y tener toda mi vida planeada. Haces que parezca tan sencillo.

—¿Por qué piensas que ya tengo todo planeado? —pregunto desconcertada.

Me mira con consideración.

—Siempre dijiste que querías ser como tu mamá. Y el año pasado, cuando te pregunté si serías enfermera, me respondiste que preferirías ser doctora. ¿Cambiaste de parecer?

—Ah. Sí. Digo, no.

Evito su mirada volviendo a centrar la vista en el libro. Por más que lo intento, no logro fijar mi atención en el diálogo del investigador Graham. Jamás consideré realmente hacer algo relacionado a la carrera de mi mamá, mas no revelo esto a Bianca. Soy la chica del plan, la amiga sabelotodo, aquella con cuyo consejo puede contar. Por lo tanto, no me sorprende su conjetura: siempre me aseguré de ser organizada, incluso los objetos de mi habitación cuentan con un lugar y una posición dispuesta con meticulosidad. Odiaría que descubriera que no tengo trazado un plan idéntico para dictar el resto de mi vida.

Medicina. No suena mal; de hecho, me agrada. Frente a la incertidumbre, es lo mejor que hay.

—Sí —digo al cabo de un rato, luego de reflexionarlo—. Estudiaré medicina.

Bianca asiente desatenta, como si acabara de confiarle una obviedad.

Al cabo de pocos minutos, cuando el atardecer se insinúa en el horizonte, Bianca cierra las redes sociales en las que se sumergió mientras aguardaba, y voltea.

—Es hora.

Reprimo un suspiro, marco la hoja y me incorporo para colocarme las zapatillas.

—¿No quieres ir? —pregunta de pronto.

—No, no. Es decir, sí, claro que quiero —respondo con prisa para evitar que me crea una amargada—. ¿Tú quieres ir?

—Uhm, claro.

Se relame los labios pintados de carmín y esconde las manos en los bolsillos de los pantalones cargo. Es una de las pocas chicas que he visto en persona a las que esa clase de prenda realmente les queda bien. Recuerdo el día en que quise comprar unos similares solo para descubrir que mi cadera ancha provoca el efecto opuesto al deseado, y de inmediato un sentimiento agrio me invade el pecho.

—De acuerdo... No me tardo —digo, y escapo al baño.

Una vez dentro, me permito soltar el suspiro que llevo rato aguantando. No, no deseo ir a la fiesta de fin de curso. ¿Por qué querría ir? No odio a quienes fueron mis compañeros de clase todos esos años, pero tampoco les tengo estima. Sin embargo, debo morderme la lengua porque sé que Bianca quiere ir.

¿Debo?

La palabra me invade la mente cuando me topo con mis ojos marrones en el espejo.

Me lavo la cara mientras justifico mis acciones conmigo misma. Pienso en lo fácil que sería para Bianca divertirse sin mí, en cómo me consideraría una amargada por no querer asistir a una fiesta al menos una vez en el año. No deseo arruinar la diversión de mi única amiga, así que busco la base de maquillaje, la máscara, el labial, la sombra, y comienzo. Aplico todo en suaves capas, lo suficiente para mejorar mi aspecto, pero no tanto como para desperdiciar dos horas en el baño. Después de todo, no es como si fuera a conocer a alguien esta noche.

Por tedioso que sea el proceso, el resultado siempre es agradable a la vista: mis ojos miel lucen más sagaces, han desaparecido los desperfectos del acné y mis mejillas tienen un rubor artificial que resulta atractivo, opuesto al rojo intenso del esfuerzo físico que hasta una simple caminata me provoca. Mantengo la vestimenta sencilla: unos vaqueros ajustados y una blusa que enseña los hombros y disimula mi cadera.

—Bueno, ya estoy —anuncio ni bien regreso al cuarto.

—Te ves muy linda.

—Ya lo sé —bromeo con un guiño.

Se ríe y baja las escaleras. La sigo, procurando primero tomar el móvil, mi documento de identidad y una gomita para el pelo. Apago las luces de la casa y me aseguro de que todo esté cerrado antes de cruzar la puerta principal. Bianca me espera dentro de su Jeep, al cual subo con cierta dificultad.

Acerca su móvil a la boca y pronuncia la dirección de la casa de Fermín; de inmediato, el aparato indica la ruta más veloz que podemos seguir.

—¿Deberíamos llevar algo? —pregunto.

—Pararemos a comprar cerveza en el camino —responde mientras pone marcha atrás y abandona el terreno.

Avanzamos por la carretera a una velocidad moderada debido a la zona, donde tanto niños como niñas aún juegan a la pelota o andan en patín como última actividad del día. Siento un retorcijón de injustificados nervios en el estómago. Me recuerdo que solo será una reunión con jóvenes a los que he visto en clase durante seis años consecutivos, así que no tengo nada por lo que sentirme nerviosa.

Bianca enciende la radio y aumenta la velocidad cuando subimos a la autopista, mientras el cielo se oscurece y la luna llena reclama la noche.

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