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LA PRUEBA



Envío un mensaje a mamá, pero como sé que no presta atención al móvil, le dejo una nota manuscrita en la cocina.

El Jeep sigue aparcado frente a casa, en el ángulo desesperado en que lo dejó al llegar, así que nos subimos al coche e iniciamos el viaje. El trayecto hasta la casa de Bianca nos lleva nueve minutos. Pasado ese tiempo, alcanzamos un pequeño edificio descuidado donde los matorrales se han apoderado del patio delantero.

Bianca apaga el motor, se quita el cinturón de seguridad e inspira hondo, acoplando fuerzas.

—Ya vengo —dice, y baja del coche.

Mientras la espero, termino de tramar el plan para ese día. Reconozco que la mayoría de las cosas que estoy pensando están influenciadas por novelas, pero pasé años leyendo historias del tema, así que considero que tengo una formación sólida sobre el asunto.

Bianca sale de la casa vistiendo un conjunto deportivo negro con líneas violetas y una expresión furibunda. No preciso ser la más inteligente para deducir que sus padres están adentro.

Sé que odia hablar de su familia, así que le ofrezco un silencio cortés cuando sube al coche.

—¿A dónde vamos? —pregunta entre dientes una vez que arranca el motor.

—Uhm... Pensé que podríamos ir a la costa. Lejos de los balnearios.

Asiente y apura el vehículo hacia la costa más cercana. Guardamos silencio durante la mitad del recorrido, hasta que Bianca enciende la radio y sintoniza una frecuencia que no logro oír. Capto las voces de los presentadores como murmullos, así que estiro la mano para elevar el volumen. Observo a Bianca de reojo: cuando las voces aumentan y se oyen claras a través de los parlantes, mi amiga lanza una mirada sorprendida a la radio. Sus cejas se curvan sobre el entrecejo en consternación y no dudo de que ella podía oír cada palabra con claridad.

Cuarenta minutos después, el mar se divisa en el horizonte. La calle se torna cada vez más concurrida hasta que quedamos atrapadas en el tráfico de coches que buscan dónde estacionar e innumerables peatones que circundan la calle irresponsablemente.

Nos detenemos en un local de comida rápida, porque el reloj roza la dos de la tarde y ninguna almorzó.

—Hay algo más para que agregues a la lista —dice Bianca mientras comemos papitas a un lado de la carretera.

—¿Uh? —Suelto un sonido de la garganta, pues tengo la boca llena.

—Mi humor. Me siento más irritable y más molesta que nunca —admite—. Yo no soy... no era así.

—Debatible.

Me lanza una papa frita mientras resopla, aunque puedo notar que el asunto la preocupa.

—Sabes que podremos lidiar con esto, ¿verdad? Todo va a estar bien. Siempre podrás contar conmigo —prometo.

Noto que eso la relaja. Acomoda el cuerpo en el asiento y come un puñado de papas mientras asiente. De refilón, veo que sonríe con ligereza cuando termina de masticar.

El ambiente es más distendido tras aquello.

Nos lleva un buen tramo alcanzar las zonas solitarias, aquellas donde no hay restaurantes, hoteles ni balnearios que sirvan como foco para el turismo. Las colinas de arena ocupan el panorama y los matorrales se deslizan por la costa, sobreviviendo a la aridez. Alcanzamos un sector apartado donde Bianca detiene el coche, luego bajamos hasta la orilla.

No estamos completamente solas, descubro, pues a varios metros veo dos figuras que buscan maderas gruesas y las agrupan en una pila.

—¿Ahora qué? —pregunta Bianca por encima del viento que lanza granos de arena contra mi cara.

Debe aferrarse el cabello para apartarlo del rostro. Por mi parte, tuve la previsión de atarlo antes de salir, así que no sufro esa molestia.

—Bueno... —Recorro la lista mental que planifiqué de camino aquí, considerando cómo iniciar—. Tengo en mente un par de pruebas para hacer. Promete que no importa cuán tontas parezcan, las cumplirás.

Pone los ojos en blanco, pero asiente.

Sigo cada paso del esquema mental que armé. Comienzo a alejarme y, cada cierta cantidad de metros, menciono títulos de libros y Bianca me los repite por mensaje de texto.

—Muerte de un forense —digo a los treinta metros.

Las mismas palabras me llegan por texto, así que retrocedo.

—El último Don —digo a los sesenta metros.

Una vez más, el título de la obra aparece en la pantalla de mi móvil. Mierda.

Vuelvo a retroceder.

—Hijos del hombre —digo a los noventa metros.

El móvil vibra y, en efecto, ahí está el mismo nombre escrito en nuestro chat privado. ¡Mierda!

Levanto la vista abrumada para ver a mi amiga, pero no es más que una figura distante cuyo rostro me es imposible distinguir. Incluso con el sonido del viento que sopla furioso en el ambiente, el alcance de su audición es tremendo. Los lobos, de por sí, tienen una audición de entre diez y dieciséis kilómetros de distancia, y aunque me encantaría comprobarlo en Bianca, no estoy dispuesta a alejarme tanto. Cien metros me parece suficiente prueba en esa cuestión.

Entonces le digo que corra hacia mí, que lo haga tan rápido como las piernas se lo permitan.

La veo aproximarse, solo que lo hace a una velocidad en la que los pies parecieran no tocar el suelo. Pestañeo tres veces a causa de la arena que el viento levanta y cuando vuelvo a abrir los ojos, Bianca llega a mi lado.

—¡Wah! —grito.

En el sobresalto, trastabillo y caigo de espaldas al suelo.

Bianca contempla su cuerpo con la misma sorpresa que se alimenta en mi pecho. Respira agitada, aunque dudo que se deba al esfuerzo de la carrera. Me mira y distingo su asombro, gesto que da paso a una sonrisa maravillada.

—¡Santo cielo! —exclama.

—¡Santo cielo! —repito, poniéndome de pie.

Le aferro las manos y giramos en el lugar, riendo como locas.

—¡Increíble! Dios mío. No puedo creerlo.

Más calmada, con el alborozo subyugado por la razón, indico el pequeño bosque de pinos lindante con la costa.

—Ven, tengo otra idea.

Avanzamos colina arriba. Bianca se adelanta sin complicaciones, en cambio, a mí me cuesta subir la pendiente de arena y me falta el aliento cuando lo logro. Quisiera decir que la diferencia entre nuestro estado físico se debe al cambio sobrenatural en mi amiga, pero sé que no es así. Incluso si no hubiéramos conocido a Nico la noche anterior y las dos fuéramos humanas ordinarias al hacer esto, continuaría con la respiración entrecortada mientras Bianca me espera campante e imperturbable en la cima.

—De acuerdo... ahora... la siguiente idea... ¡uf! —Llevo las manos a la cintura como si de alguna forma eso fuera a calmar mi respiración.

—Podríamos aprovechar para ponerte a entrenar —bromea—. Ese examen de E. F. no se aprobará solo.

—Ja, ja. Qué chistosa... —Tomo una gran bocanada de aire, me recompongo—. Ni creas. Aún tenemos mucho que descubrir sobre tu situación. Lo que me lleva al siguiente punto.

Camino hacia el pino más cercano, me posiciono junto al delgado tronco y lanzo una precavida mirada en rededor: salvo por la ocasional ave, no distingo presencia de ningún otro ser vivo en la zona. Palmeo el tronco dos veces.

—Golpéalo —indico.

—¿Es en serio?

—¿Tú qué piensas?

Bianca dedica una mirada dubitativa al tronco; frunce los labios, suelta un suspiro pesado y levanta los brazos en la pose de lucha que las clases de Muay Thai le incorporaron en la memoria muscular. Entonces lanza un golpe. Es un movimiento suave y patético que apenas emite sonido al chocar contra la madera.

—¡Con fuerza!

—¿Estás loca? Me voy a romper la mano.

Su terquedad me crispa los nervios. ¿Cómo puede seguir dudando? Si me hubieran mordido a mí, a esta altura ya habría probado de todo sin ningún miramiento.

«Pero no te mordieron a ti», susurra la porción pesimista de mi mente.

Ignoro esos pensamientos y me enfoco en lograr que Bianca pierda la incertidumbre. Levanto la mano para enumerar con los dedos:

—Acabas de correr cien metros en cuatro segundos, ¡un récord mundial, por cierto!, te curaste de una mordida en cuestión de horas, oyes hasta mis latidos y puedes olfatear como un perro...

—No me compares con un perro.

—..., créeme cuando te digo que todo demuestra que serás capaz de golpear este árbol hasta derribarlo —aseguro, ignorando su comentario.

Vuelve a suspirar, pero obedece. Retoma la pose de pelea e inhala y exhala con fuerza varias veces, haciendo acopio de valor. Retrocedo dos pasos, expectante. Cuando Bianca lanza el golpe espero ver una explosión de astillas seguido por el crujido del árbol al caer. En vez de eso, lo que oigo es un grito al que le prosigue una sarta de improperios mientras Bianca se aferra la mano.

—¡Maldita...! ¡Mierda...! ¡Carajo! —exclama, dando pequeños saltitos en el lugar en un vano intento por mitigar el dolor.

Observo el tronco, inalterado.

—Ay. Me equivoqué. —Es todo lo que puedo decir.

—¿¡Te parece!?

Llevo una mano a la boca, apenada.

—De verdad creí que tendrías súper fuerza.

Voltea a verme con los dientes apretados.

—¿Por qué carajo iba a tener súper fuerza? Se supone que me mordió un hombre lobo, ¡no un hombre oso!

—¡Yo qué sé!

—Mira que te dije... ¡Ay!

Abre la mano que permanecía hecha un puño por el dolor y la sacude como si algo la hubiera pinchado. Ni bien extiende los dedos, veo la causa: las uñas que conservan restos del esmalte negro se han extendido en diez filosas y gruesas garras perladas. Suelto una exclamación y las señalo como si Bianca no se hubiera percatado de ellas.

—¡Puedes transformarte! —Levanto los brazos en el aire en señal de victoria. Es algo que me dará vergüenza cuando lo recuerde, pero reacciono desde la más pura emoción—. ¿Cómo lo hiciste?

Se observa las manos con expresión pasmada.

—No lo sé...

—Mmm, interesante. —Mi imaginación dispara en todas direcciones, y no estoy segura de nada, pero de todos modos afirmo mis teorías—. Debe haberse desatado por el dolor.

—No lo creo —responde distraída.

—¿Cómo está la mano? ¿Aún te duele?

—Uhm, no. Para nada.

La abre y la cierra; la voltea para observar la palma, luego el dorso. Levanta la mirada hacia la copa del pino y se muerde el labio inferior, pensativa.

—¿Qué ocurr...?

No logro completar la oración, pues Bianca da un salto y aferra el tronco del pino con ambas manos. Queda colgada unos segundos, aguardando a que la gravedad la devuelva de un sopetón contra el suelo mientras que yo solo puedo observarla boquiabierta. Cuando la vacilación inicial la abandona, escala la madera como si no le costara nada. Cerca de la cima, ubica otro árbol y da un salto hacia él.

Grito, temiendo que vaya a caer; en lugar de eso, Bianca cruza el aire con agilidad, desplazándose a metros sobre mi cabeza como si el impulso no le significara ningún esfuerzo. Ríe y repite la acción. Amago con sacar el móvil y grabarla, pero esto es algo que nadie más puede ver, así que me contengo. Bianca suelta exclamaciones de júbilo a las que no tardo en sumarme, siguiéndola con la mirada de un lado a otro mientras salta, y salta otra vez...

Si me hubieran mordido a mí, también sentiría el viento en el rostro y la adrenalina del salto. Podría estar ahí arriba, a la altura de Bianca, y no tendría que levantar la cabeza para admirar algo inalcanzable.

«Pero no te mordieron a ti», repito para mis adentros.

Dejo de sonreír.

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