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LA META


—¿Traicionarías a tu amiga?

La pregunta de Nico me aprieta la garganta en un nudo invisible que la sola idea ciñe sobre mi cuello. Aferro el borde de la mesa con ambas manos ante el rechazo que me genera.

—Claro que no —digo con seguridad, más de la que mostré en todo el día.

—Qué pena —suspira Nico con falsa decepción.

Siento la imperiosa necesidad de defenderme.

—Querer curarla no significa que vaya a traicionarla. Ella... ella definitivamente no está bien. Actúa extraño, pierde la memoria, se vuelve mala... —enumero, mi tono desesperado—. Necesita que la ayude.

Nico asiente con cada enunciado, solo que no sé si lo hace con honestidad o motivado por el sarcasmo.

De pronto, alguien deja sobre la mesa mi taza de café con un ademán agresivo que delata enojo. El líquido marrón realiza un vaivén peligroso y se derrama en una gota gruesa por el borde. Levanto la mirada solo para encontrarme con la chica risueña de antes, solo que ahora no tiene nada de jovial en ella: su boca forma una curva hacia abajo y muestra un ceño de fastidio. Apoya el plato con el pan y palta frente a Nico con un movimiento brusco que choca contra la madera de la mesa. Así sin más, se da vuelta y se aleja con un seco «disfruten» que parece expresar todo lo contrario.

La veo marchar con intriga. Asumo que algún comensal la habrá puesto de mal humor, o que ha discutido con un compañero, o tal vez recibió un mensaje desagradable. Es cuando empiezo a apartar la mirada que me percato del ambiente que me rodea.

Una pareja sentada a la mesa diagonal de donde me hallo discute acaloradamente; la mujer, con una blusa amarilla y el cabello negro recogido en una coleta que deja ver aquello aretes redondos que están de moda, agita una mano mientras habla. Por el movimiento de su boca, puedo discernir que sus palabras son agresivas y acusadoras. El hombre sentado frente a ella, parcialmente calvo y canoso, aprieta las manos hasta que los nudillos se le ponen blancos, claramente conteniendo una furia mayor. Examino las otras mesas: un niño que llora con enojo y su madre que le regaña sin parar; un sujeto que discute al teléfono, golpeando la mesa cada vez que enfatiza un verbo; una mujer frente a un ordenador portátil, tecleando con tal violencia que tema que vaya a romper la máquina; una camarera que discute con uno de los cocineros, el cual se inclina por la ventanita por donde entregan los pedidos para expresarle su enojo con una mirada asesina; y así, por toda la cafetería, cada persona presente expone diversos grado de enojo, malhumor y desprecio. Las arañas se escabullen por encima de ellos, se disuelven en sus bebidas, desaparecen dentro de sus bocas para ser masticadas o ingresan en sus fosas nasales para ser aspiradas.

Me vuelvo hacia Nico, que me contempla con la cabeza recargada en la barbilla y una sonrisa que se ensancha cuando nuestros ojos se encuentran.

—¿Qué hiciste?

—Otra vez con eso. —Pone los ojos en blanco—. Ya te lo dije: estaba aburrido.

—Creaste una legión de arañas solo para... ¿qué?, ¿molestar a la gente? ¿Causarles mal humor?

—¡Sí! Es divertido.

Gira la cabeza para observar a la pareja de la otra mesa y lo imito. Justo entonces, la mujer de la blusa amarilla recoge el vaso y vuelca su contenido sobre la cara de su acompañante antes de marcharse con la barbilla en alto. El hombre, ahora empapado, golpea la mesa con ambas manos al ponerse en pie. Se sacude lo que puede y sale detrás de ella con pasos largos y violentos.

Pienso en decirle que no es divertido, porque eso es lo que una buena persona haría. Si Bianca estuviera ahí, le exigiría a Nico que terminara con eso, que se disculpara, que... lo que fuera. Se ofendería en nombre de toda esa gente como una guerrera de la moral. Mi primer instinto es emular esa actitud, actuar de la forma que se espera socialmente, pero los ojos verdes de Nico se vuelven hacia mí con una ceja enarcada y la careta de falsa indignación que pretendo mostrar se cae a pedazos.

No tengo por qué fingir, con él. Lo cierto es que ver que la gente está pasándolo peor que yo me brinda una tranquilidad lenitiva que abrazo con ahínco.

—No lo entiendo. Pudiste haber creado todas estas arañas para que la gente se vuelva en mi contra, de un modo u otro —digo, y de inmediato me arrepiento. Comienzo a acostumbrarme a su presencia y a hablar sin pensar.

Nico apoya una mano en la barbilla, meditabundo.

—Ey, ¡qué buena idea! Tienes una mente perversa —ofrece complacido—. Te irá bien con nosotros.

—¿Por qué insistes con eso?

—¿Por qué no me crees? —rebate.

Aprieto los labios, rehusándome a responder.

—No te miento, ¿sabes? Cuando digo que podrías ser una de los nuestros, si aceptas.

—Basta —pido—, no me interesan esas promesas vacías...

—¿Vacías? Lo que digo es muy real.

—¿Por qué querrías que me sume a tu grupo?

—Quizá esa cabecita tuya no lo haya deducido aún, pero nuestro bando no puede transmitirle poderes a cualquiera, como hacen los perros o las sangujas. Naces con magia o naces sin ella, no hay un punto medio —dice con un leve encogimiento de hombros—. Siempre debemos reclutar a personas que sean aptas para la causa.

—¿«La causa»? —repito, dando un sorbo a mi olvidado café. Está tibio, así que lo bebo con prisa—. ¿Te refieres a romper la maldición de los Hombres Lobo?

—Entre otras cosas —agrega con una sonrisa—. Como sea, a nosotros no nos queda más opción que permanecer atentos para descubrir posibles candidatos. Por eso nuestra oferta siempre es la mejor. Si aceptaras venir conmigo, podríamos darte todo lo que deseas.

Termino el café en un gran trago para hacer tiempo mientras pongo mi mente en orden. Detesto la facilidad con la que logra afectarme. Tomo aire y vuelvo a mentalizar la confianza con la que llegué a este lugar.

—Pero tú no eres una bruja —acuso, depositándose la taza sobre la mesa con un sonido fatalista—. No puedes ser una. —Por supuesto, no tengo la certeza de ello, pero es lo que Iván dijo, así que lo creo. Nico permanece en la misma pose, contemplándome en silencio, de modo que paso saliva con fuerza y prosigo antes de que pueda acobardarme—. Entonces, por lindo que se oiga, sé que no puedes ofrecerme nada de lo que dices.

Para mi alivio, Nico se limita a suspirar.

—Es verdad, no lo soy. Aun así, no dependería de mí. Lorena sería quien te daría todo.

—¿Lorena?

—Es una bruja. La Bruja, de hecho. Es como una especia de madre para nuestro humilde grupo. —De inmediato pienso en Raúl y su constante mención de la «familia» y un nudo de desagrado se me forma en el abdomen—. Ella sería tu guía para que puedas descubrir tu verdadero poder. Yo solo soy el medio para alcanzar un fin, ¿comprendes? Mira, dame tu mano.

Niego de inmediato con la cabeza y escondo ambas manos bajo la mesa. Nico alza las cejas, insiste con un movimiento. Hago acopio de valor y, dubitativa, extiendo una mano. Él la toma entre las suyas con fuerza, reteniéndola para que no pueda zafarme; coloca una mano debajo de la mía, con la palma hacia arriba, mientras me sostiene la muñeca con la otra. Comienzo a temblar ante la expectativa que me invade.

—Si nuestra magia es compatible, cuando haga esto... —murmura, aunque no capto todo lo que dice.

Está enfocado en nuestras manos, algo que imito cuando siento un cosquilleo que se transforma en un ardor intenso, aunque indoloro, en la palma de mi mano. Intento soltarme con una exclamación de sorpresa, mas Nico me retiene. El cosquilleo se convierte en una picazón que da lugar a punzadas cuando un vapor verde oscuro comienza a abandonar mi mano. La siento recorrer mi brazo mientras desciende hasta liberarse en la palma. Observo con ferviente fascinación el modo en que el vapor se agrupa hasta adquirir la forma de una polilla de un color verde nauseabundo.

Siento una inmensa posesividad sobre ella, reconociéndola como parte de mí de un modo innato e indiscutible.

—¿Cómo... cómo sé que no es un truco? —pregunto con voz ida, mesmerizada—. ¿Cómo sé que no has sido tú?

—Es tuyo, Daniela. Yo solo ayudé, es lo que hago.

La polilla extiende las alas y emprende el vuelo. La sigo con una mirada maravillada hasta que la vaporosa criatura se posa en el hombro de la chica que parece al borde de destruir su portátil. Tras un pequeño giro, la polilla trepa hasta el oído de la muchacha y se introduce en él. Al instante, la chica voltea la cabeza en todas direcciones, alarmada, y comienza a recoger sus pertenencias con apremio, la imagen de alguien que debe huir de una amenaza desconocida.

—¿Qué pasó? ¿Qué hizo?

Miro a Nico en busca de una respuesta, pero él solo encoge los hombros, poco afectado.

—No lo sé, es producto de tus emociones. ¿Qué intención le diste? ¿Qué objetivo querías que cumpla?

—¿¡Cómo podría saberlo!? ¡Lo hiciste sin consultármelo!

Siento que el corazón me palpita con furia, pero es a causa de un sentimiento electrizante. La adrenalina de ver aquella cosa abandonar mi cuerpo y la sensación de poder que ello dejó a su paso me colman el pecho de júbilo y me sonrojan las mejillas. Lo único que tengo en claro es que quiero más, quiero volver a experimentar ese cosquilleo en el brazo, ese picor en la palma. Ese poder que nació de lo profundo de mi ser...

—Eso fue... Se sintió... —No sé qué es lo que quiero decir.

Mi voz surge entrecortada, carente de aliento.

—Se siente fenomenal, ¿verdad?

Estoy a punto de asentir, pero entonces algo toca mi rodilla, una presión que se mueve en una caricia lenta. La sonrisa de Nico se torna depredadora cuando me fijo en que una de sus manos se ha escabullido debajo de la mesa. Desliza el pulgar en un vaivén sugestivo y, pese a que llevo vaqueros, lo siento como si tocara mi piel. Es un contacto simple, pero la combinación del mismo con la energía que galopa mis venas tras la demostración de poder resulta excitante.

Las piernas me tiemblan y no puedo más que observar esos ojos verdes con un pánico que no tiene ningún tipo de relación con el miedo. Me relamo los labios y Nico sigue el movimiento de mi lengua con interés.

—Imagina ese poder, multiplicado. Imagina obtener tus deseos más profundos con solo un movimiento de la mano, hacer que todos te respeten, que todos te amen. —Aprieta la grasa de mi muslo y suelto un sonido agudo que le hace sonreír—. Tu magia concatenada conmigo sería imparable. Solo debes acompañarme a ver a Lorena.

Y con la misma rapidez con la que me he estimulado, me sereno. Siento una bofetada metafórica que barre aquellas sensaciones adictivas y aparto la rodilla con un movimiento brusco. Nico realiza un mohín.

—Qué aburrida eres —acusa.

Lo ignoro. Lo cierto es que me encantaría poder confiar en él sin ningún reparo, me consume el deseo de aceptar sus promesas y seguirlo, pero no puedo. Es obvio que me está manipulando, y aunque trato de pensar en los motivos que puede guardar para querer convencerme de ir con ellos, ninguno me resulta lo suficientemente razonable.

—Si me uniera a ustedes... Bianca me odiaría —sentencio.

Nico también se serena, adquiriendo esa seriedad intensa que me pone nerviosa. Baja la vista para contemplar la mesa mientras asiente.

—Tal vez.

—Entonces no puedo hacerlo. Mientras Bianca sea lo que es... No. —Meneo la cabeza para enfatizar—. Si logran curarla y luego sigues diciendo que pertenezco a tu bando, lo pensaré.

—Mmm, al menos ahora lo dices en serio —contesta distraído, sin apartar la mirada de la madera.

Lo que nos trae al génesis del por qué lo cité en este lugar. Aferro la taza vacía entre las manos e inspiro profundo.

—¿Qué puedo hacer para ayudarlos a romper la maldición?

Aguardo por su respuesta, golpeteando la uña del índice contra la porcelana. Veo que una de las arañas de Nico se sube a la mesa, la única que se ha atrevido a acercarse desde que tomé asiento. Corretea hasta el último trozo de tostada que queda en el plato y se posa sobre la palta. Nico recoge el tenedor y la pincha; la criatura se evapora al instante, como si no fuera más que una burbuja repleta de gas. Nico suelta un suspiro pesado y se pone en pie.

—Vine aquí porque pensé que estabas lista para aceptar mi propuesta —anuncia—. Es evidente que aún no lo estás. En cuanto al asunto de tu amiga..., primero debes entender que ellos son el enemigo, que no son buenos, no merecen tu compasión. Todavía no estás segura de eso tampoco. Y para ayudarnos a curarla debes garantizarnos que le mentirás cuando sea necesario, por su propio bien. ¿Puedes hacer eso?

Me quedo en silencio. Es respuesta suficiente, porque menea la cabeza.

—Nos vemos, Daniela.

Camina hacia la puerta y, ni bien se marcha, las arañas que recorren el lugar se esfuman en pequeñas nubes de vapor negro que no tardan en desaparecer por completo. El ambiente se percibe más ligero y pareciera oírse un suspiro colectivo cuando todos se relajan en consecuencia. Permanezco ahí sentada, considerando lo que acaba de pasar.

Tras un minuto, caigo en cuenta de que Nico se marchó sin pagar su parte. 

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