LA GRABACIÓN
Cuando vuelvo a despertar, me duele el cuerpo y los ojos me punzan cada vez que los muevo, pero el recuerdo de todo lo sucedido anoche seda los malestares y el sueño.
Me incorporo con lentitud, pues tengo los músculos entumecidos y un dolor agudo me ataca el cuello cuando lo muevo. Me siento fatal, aun así, busco el móvil para chequear la hora. Son las siete y cuarto de la mañana. No es inusual que despierte a esta hora en un día normal, pero habría preferido más horas de descanso, en especial considerando lo sucedido en la noche.
Rememorarlo me provoca un vértigo repentino al que le prosigue una sensación de irrealidad, como si los sucesos no fueran más que una fantasía pirética. Siento que todo, desde la llegada a la fiesta hasta el gruñido en el patio, no ha sido más que una pesadilla. Por desgracia, las molestias físicas demuestran lo contrario.
Oigo un sonido en la planta baja. Doy un respingo, aunque encuentro consuelo en la luz matutina que ingresa por la ventana. Nada malo puede sucederme con la presencia del sol, ¿verdad? Cielos, ahora que me siento protegida por el día, toda la situación me enoja. ¿Qué hacía esa persona en mi casa? ¿Por qué Bianca se fue con él en vez de llamar a la policía?
Me levanto y salgo del cuarto. Me arrepiento de no haberme cambiado antes de bajar cuando me topo con los ojos oscuros de mi madre, que se encuentra sentada a la mesa con una taza humeante entre las manos. Primero me sonríe con cansancio, gesto que de inmediato se desvanece en preocupación cuando distingue los golpes y raspones que mi piel rosada exhibe.
—¿Qué hicieron anoche? —pregunta.
Dientes filosos. Ojos vacuos. Carne burbujeante y borbotones de sangre. Gruñidos en el patio. Las imágenes se presentan en mi mente como pantallazos aberrantes que me revuelven el estómago.
Sin meditarlo, avanzo hasta ella y la abrazo. Lo hago con más calma de la que quisiera, para no alarmarla, y mamá responde acariciándome la cabeza con la mano.
—¿Sucedió algo?
—Buen día, ¿no? —digo con énfasis para evitar el tema—. ¿Cómo te fue?
Suelta el suspiro agotado que nunca falta como preludio a toda conversación relacionada con su trabajo.
—Igual que siempre: estresante, agotador, lleno de dramas... Así que, ¿por qué mejor no me cuentas qué son esas marcas que tienes?
Miro mis brazos adornados con las pequeñas líneas rojas que el alambre obsequió, luego mis rodillas coloreadas con hematomas. Me preparo un bol con cereales mientras armo una mentira creíble; no puedo contarle lo que pasó en el hotel, mucho menos lo que sucedió aquí en casa. Enloquecerá si lo hago.
—Uhm, estábamos bailando y..., ya sabes cómo es Bianca, empezó a saltar y sin querer me empujó. Terminé cayendo sobre un arbusto.
Tomo asiento junto a mi madre; el aroma a manzanilla que surge de su té me alcanza de inmediato.
—¿Bianca aún duerme? —pregunta.
La debo quedar mirando boquiabierta, porque señala con la cuchara en la dirección general de la entrada.
—Su Jeep está afuera.
—¡Ah! Sí, bueno... eh. Se quedó a dormir un rato. —Aprieto los labios ni bien aquello último escapa de mi boca.
—¿Un rato? ¿A dónde fue?
—Uhm, no lo sé. No me dio explicaciones. —Esto, al menos, es la verdad—. Solo... parecía que tenía que irse.
—¿Sin su coche?
Extiendo los brazos y encojo los hombros, superada con sus preguntas.
—A lo mejor la pasó a buscar un muchacho —sugiere mamá mientras se pone en pie para ir a lavar su taza.
Bebo del bol para disimular mi gesto. Espero a que termine y subimos las escaleras, cada una con paso lento debido a dos tipos de cansancio que no se asemejan en absoluto. Ella se retira a dormir y yo me dirijo a mi cuarto para buscar el móvil. No tengo ningún mensaje de Bianca, de modo que le escribo:
Estás bien?
Sopeso la idea de acostarme y volver a dormir, pero la resisto. En lugar de eso, me doy una ducha. Cuando el agua tibia cae sobre mí, siento que me purga. Algo se remueve en mi interior, se libera, y antes de que pueda siquiera advertirlo, comienzo a llorar. Permanezco bajo la regadera abrazada a mí misma durante varios minutos. Cuando salgo del baño me siento drenada emocionalmente, pero más relajada.
Vuelvo a consultar el móvil mientras me seco el cabello solo para descubrir que Bianca no ha respondido todavía. Comienzo a inquietarme.
Estás en tu casa?
Sigues con ese chico?
Cómo tienes el hombro?
Por favor, responde
Mordisqueo el paroniquio del dedo índice con nerviosismo. Por fin, el móvil delata que Bianca escribe una respuesta.
Estoy bien
Es todo lo que pone. No es suficiente. Tengo la nefasta idea de que puede tratarse de otra persona, que a lo mejor la secuestraron y alguien escribe por ella, posiblemente el sujeto con el que estaba.
Envíame un audio
Responde con el emoji que pone los ojos en blanco, al que le prosigue el audio solicitado.
—Estoy bien. Deja de enloquecer.
Eso es todo. Ninguna explicación, ninguna excusa, ningún dato extra sobre su situación. Tengo el impulso de llamarla, pero lo controlo. Si quisiera hablar, habría dicho más en el audio. Me prometo interrogarla como corresponde ni bien volvamos a vernos, así que le envío un breve: «Intenta descansar», y dejo el móvil a un lado. Ahora que no tengo nada con qué distraerme, los dolores corporales parecen intensificarse para recordarme que siguen allí. Clavo la mirada en el móvil. Un escalofrío me pellizca la nuca al recordar los eventos de la noche anterior, y la única prueba de que fueron reales yace dentro del insulso aparato.
Paso saliva con fuerza y me siento en el centro de la cama con las piernas cruzadas mientras levanto el móvil. Entro a la galería y comienzo a examinar las grabaciones de ayer una por una. El vídeo que figura en la cabeza de la lista parece llamarme a verlo, pero me asusta revivir aquellos últimos minutos, así que bajo hasta el principio.
Observo detenidamente los sucesos: primero, cuando recorríamos el cerco. Procedo con el vídeo siguiente, cuando enfoco la luna llena. Es una buena toma que capta la belleza del plenilunio, pero es una pérdida de tiempo. O eso pienso.
Pasa en un segundo, en el momento en que desvío la cámara para enfocar a mis acompañantes. Lo distingo en la esquina de la pantalla, en una de las ventanas del hotel. Detengo el video, lo reinicio. Vuelvo a captarlo.
Un destello de luz dentro del edificio.
Presurosa, salto de la cama y me lanzo a la computadora. Mientras enciende, envío los videos a mi casilla de correo electrónico, desde donde luego los descargo en la máquina y los abro con el reproductor de video. Gracias a que puedo pausar la imagen y analizarla por cuadros en una pantalla más amplia, descubro que no se trata únicamente de una luz blanquecina, sino que le preceden destellos celestes y rosáceos que se apagan demasiado rápido como para que el ojo humano alcance a captarlos. Es la prueba de que había gente dentro. ¿Las personas que estaban con Nico? ¿El hombre que murió? ¿El monstruo?
Al pensarlo, me pregunto qué conexión existirá entre esas tres interrogantes.
La grabación prosigue; oigo mis quejidos angustiados, mi respiración acelerada, veo cómo la imagen se sacude cada vez que me muevo en la pantalla. La cara de Gustavo sonriendo en primer plano sirve de apertura para el próximo video. Es un chico flacucho con las mejillas pobladas de granos, pero de facciones risueñas y amables. ¿Qué pasó con él? Mierda, ni siquiera pensé en eso. ¿Qué pasó además con Fermín y... como se llame? Estoy segura de que deben haber corrido el mismo destino que Yanina, el problema es que no sé qué destino es ese. No tengo la certeza de que la muchacha haya muerto en realidad, simplemente... la dejamos allí.
El pensamiento no me genera culpa. En ese momento, mi propia supervivencia era primordial, aunque Bianca posiblemente se habría sacrificado para salvarla si se percataba de que la chica yacía inconsciente en el suelo.
Recuerdo entonces las funestas palabras de mi amiga... ¿A cuál vio morir? La curiosidad que siento nace del morbo y no tanto de la preocupación.
Decido continuar, pues aquellos no son pensamientos en los que quiera entretenerme. Avanzo por los videos de las paredes colmadas de grafitis y mi conversación con Bianca hasta que solo queda una grabación para revisar. Le doy inicio y son los últimos minutos de video los que me ponen, literalmente, al borde del asiento.
Mantengo la vista fija en la pantalla. Retrocedo la grabación unos segundos, observo la secuencia, pauso y repito la acción. No sé cuánto tiempo llevo en eso, quizá horas, quizá minutos. Estoy absorta en tres segundos específicos de la grabación.
El monstruo.
Debido al pánico del momento su silueta está desenfocada, pero no hace falta más para distinguirlo: un sujeto en pose amenazante que voltea a verme, revelando unos ojos brillantes y dientes filosos cubiertos de sangre; ambas partes de su anatomía permanecen frescas en mi memoria incluso a pesar de las horas transcurridas.
Repito la secuencia. Él está de espaldas, voltea a verme. Distingo cómo realiza el ademán de acercarse a mí en el momento en que caigo.
¿Qué intención tenía? ¿Habrá pensado, por una fracción de segundo, en asesinarme? Pese a que regresé la cámara y la luz en su dirección con más velocidad de la que me creía capaz, él ya no está en la escena. Lo mismo que sucedió en el patio. Incluso teniéndolo captado en video me resulta imposible ver el momento en que se marcha. Pauso. Me fijo entonces en el cuerpo inerte en el suelo. No cabe duda de que el sujeto inhumano lo mató. Con su boca, a juzgar por las señales.
Cierro el reproductor. Me cuesta respirar. Apoyo la cabeza entre las manos mientras mi noción del mundo se retuerce, se disgrega y vuelve a acomodarse en una comprensión inaudita de la realidad: lo sobrenatural existe. Las famosas criaturas de la noche, aquellas que acechan en las sombras, que se mueven con sigilo lejos del percibimiento humano, existen. O, al menos, existe el monstruo que grabé accidentalmente.
Un sonido me sobresalta y brinco en el asiento. Es el timbre. La repentina interrupción de mis cavilaciones me desconcierta, luego recuerdo que mamá duerme y apuro el paso escaleras abajo para ver quién es antes de que vuelvan a tocar.
Cuando abro la puerta, me topo con un sujeto de espaldas a mí. Hay algo familiar en su figura. Si bien es temprano y el clima es agradable, también es uno de esos días de verano donde el sol pega con furia, sin embargo, esta persona lleva pantalones negros y una blazer de cuero en el mismo tono. Tiene el cabello marrón rapado en la nuca y los mechones superiores forman espirales rebeldes.
—¿Sí? —digo para llamar su atención.
Tarda en voltear. Veo su barbilla asomar sobre el hombro cuando mira a los lados. Me da la sensación de que está cerciorándose de que no hay nadie cerca y la desconfianza me invade.
—¿Qué quieres? —insisto.
Se da vuelta. Un sonido quedo muere en mi garganta cuando veo su rostro. De pronto, me siento como aquellos personajes femeninos de la literatura para adolescentes que adoro consumir en Wattpad.
Es un chico joven, pero la mandíbula angular, la nariz griega y las cejas gruesas que se fruncen en el entrecejo le confieren un aspecto más adulto. Los labios apretados agravan la intensa seriedad que los ojos marrones transmiten. Tiene todos los rasgos de alguien que va directo al grano, que no soporta tonterías, y me parece el chico más hermoso que la suerte me permitió contemplar.
Caigo en cuenta de que tengo la boca abierta y la cierro con un golpe seco.
—Daniela Baez —pronuncia como si fuera una sentencia—. ¿Hay alguien contigo?
Su voz me aparta del embelesamiento. La reconozco, pese al obnubilación de la noche, el cansancio, el pánico... estoy casi segura de que es él, aunque recordar la voz de un desconocido en esas circunstancias resulta más complicado de lo que uno esperaría.
—¿Y bien? —insiste con brusquedad.
Paso saliva con fuerza. Sabe mi nombre y se largó con Bianca en medio de la noche. Sospecho que puede tratarse de algún agente, o quien sea que actúe en casos como este. El sueño de asistir a la universidad y el temor a lo que sucederá con mi futuro me invaden la mente mientras respondo:
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—¿Bianca está aquí? —prosigue.
—¿Por qué estaría aquí? ¡Se fue contigo anoche! En todo caso, tú deberías decirme dónde...
Repite la acción que hizo anoche con la nariz, donde sus fosas nasales aletean como si olfateara el aire. Los ojos intentan espiar dentro de mi hogar, así que de inmediato atraigo la puerta hacia mi cuerpo para ocultar el interior. Sus ojos se posan en mí con el entrecejo fruncido.
—Debes tener cuidado —dice con el mismo tono seco y brusco.
Eso me asusta. Suena... Suena como a una amenaza.
—Di... ¿Disculpa? ¿Quién diablos eres?
—¿Tú qué crees?
Paso saliva y sus ojos de inmediato se posan en mi cuello. La presión me baja, oscureciéndome la vista cuando recuerdo la garganta desgarrada del cadáver.
—No sé qué...
—Te estás juntando con la gente equivocada —interrumpe con voz grave—. Si no tienes cuidado...
Le cierro la puerta en la cara. En cuestión de segundos mi corazón se dispara y la respiración se entrecorta; me dirijo a la ventana que da al frente de la casa para mirar fuera.
El chico ya no está.
Pego la mejilla al vidrio para ampliar mi campo de visión, pero no veo siquiera su sombra. Me atiza el pánico y de inmediato corro por la casa, lanzando miradas a todas las ventanas cercanas. No lo veo. Aun así, disparo hacia la puerta trasera y verifico que esté con llave. Luego vuelvo a mirar afuera, sin encontrar señales de él.
Quiero creer que se ha ido. Espero que así sea.
Las piernas me tiemblan; las obligo a correr por las escaleras de todos modos. Por un momento, amago con entrar al cuarto de mamá, pero me detengo. No quiero asustarla. No quiero que sienta lo que en este momento me arrasa el pecho y la mente, así que retrocedo hasta mi habitación.
Cierro la puerta con llave y apoyo la espalda contra la madera, deslizándome por ella hasta caer al suelo. Doblo las piernas, las rodeo en un abrazo fuerte y nada lenitivo. El miedo se vuelve mi amigo, familiarizado con mi corazón.
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