LA DUDA
Observo la cafetería desde la vereda opuesta.
El semáforo está en rojo, de modo que puedo disfrazar la duda y el titubeo que me mantienen inmóvil como una simple espera a que se nos habilite el paso. Me cuesta creer que haya sido yo quien tuviera la iniciativa en esto, aunque, en retrospectiva, tiene sentido. Si analizo todo lo que sucedió hasta ahora, este evento resulta inevitable.
Al otro lado de la calle, el semáforo cambia de color y el dibujo del hombrecito que camina se presenta como señal de que debemos avanzar. La gente a mi alrededor así lo hace, aunque tardo en notarlo. Es solo cuando una pareja con lentes de sol me empuja con un grosero «¡muévete!», que reacciono y cruzo la senda peatonal arrastrada por el movimiento de gente a mi alrededor.
La cafetería está cada vez más cerca y el titubeo se transforma en un serio replanteo de mis elecciones en la vida. Examino el interior a través de los grandes vidrios mientras me aproximo a la puerta y me detengo a dos metros de la entrada para no perturbar el paso de los transeúntes; la cafetería está llena de comensales y no ubico a la persona que me interesa ver, sin embargo, sé que está dentro. Lo sé, por las arañas. Esos seres que me dejaron petrificada ni bien los divisé.
La fachada del edificio está cubierta en ellas, pequeños puntos negros que se deslizan con rapidez por las paredes, ventanas, tejas y carteles. Despiden un vapor oscuro, similar a un gas tóxico, que me recuerda a las sanguijuelas que succionaban las sienes de mamá tres días atrás. No hace falta ser demasiado observadora para percatarse de que solo yo las veo: la gente avanza por la calle enfrascados en sus asuntos, sin más que una o dos miradas fugaces sobre la repostería que se exhibe en una vidriera.
Saco el móvil y envío un mensaje rápido a mamá para informarle de mi supuesto paradero. Desde lo sucedido tras mi visita al Delta, me aseguro de mantener el contacto y ella se asegura de prestar atención al móvil. Se ha pedido una semana de licencia para estar conmigo, así que ambas hemos cumplido nuestra parte del trato en estos días.
Me siento controlada, pero es lo mínimo que puedo hacer luego del susto que le di. Por esto mismo, con mucho pesar, le miento. Le digo que aún tengo otra universidad que visitar, luego, inhalo y exhalo hasta que junto el valor suficiente para hacer lo que vine a hacer.
El cuerpo me tiembla, aun así, avanzo y abro la puerta. Doy un respingo cuando las arañas pasan cerca de mi mano, pero logro permanecer firme en el lugar, sin emitir chillidos que me hagan parecer una demente frente a todas esas personas. El interior corre la misma suerte: si bien el espacio posee una ambientación acorde a lo que uno esperaría de una cafetería moderna, las arañas opacan cualquier reconocimiento que pudiera dársele al decorador. Se escabullen por el suelo, trepan las piernas de la gente y corretean por las mesas, pasando por encima de la comida, de los cubiertos y las manos de los comensales, que ni siquiera saben de su existencia.
El ambiente es pesado y poco acogedor, cargado de energía negativa.
Aprieto los labios mientras escudriño el lugar hasta que por fin distingo el origen de las arañas. En una mesa apartada, flaqueada por asientos con respaldos altos y tapizados en cuero, se forma un espacio al que las arañas no se acercan, como el ojo de un tornado escalofriante, en cuyo centro se encuentra Nico. Recarga la cabeza sobre una mano y con la otra dibuja una espiral en el aire. De su dedo índice surge un humo negruzco que se concentra, se solidifica y da forma a una araña, la cual cae sobre la mesa y se escabulle fuera de vista.
El corazón se me contrae en un breve espasmo de miedo y una gota de sudor me recorre la frente, no obstante, avanzo con la espalda recta hacia él.
«Tienes el control, tienes el control», me repito.
Sus ojos verdes se iluminan cuando me ve tomar asiento y, en otras circunstancias, parecería que somos buenos amigos reencontrándose luego de mucho tiempo.
—¡Daniela, por fin llegas! —Siento los labios tensos, así que intento relajarlos, sin resultado. Realiza un mohín burlón al ver mi expresión—. ¿Por qué esa cara? Tú me citaste aquí. Una agradable sorpresa, por cierto.
—Pero no había necesidad de... esto. —Señalo con la mano las criaturas que invaden el lugar, correteando por las paredes con un fin indeterminado.
Encoge los hombros.
—Estaba aburrido.
—Aburrido —repito—. Esto es demasiado exagerado para simple aburrimiento.
—Sí, bueno... tardaste mucho —excusa—. Empezaba a creer que ya no querías verme.
—Te llamé para hablar —digo, y me enorgullece lo firme que surge mi voz.
—Por supuesto. Imagino que pensaste en lo que dije y te gustaría ser una de nosotros.
—No —respondo de inmediato, pero enarca una ceja y por un momento mi máscara de serenidad amenaza con quebrarse, mas logro mantenerla en su lugar.
—¿Entonces?
Antes de que pueda responderle, una risueña camarera se detiene junto a la mesa y nos saluda efusivamente, alternando la mirada entre ambos mientras pregunta:
—¿Quieren ver la carta?, ¿o ya saben lo que van a pedir?
Es joven, apenas mayor que yo, y se la nota contenta, con unos ojos de color miel que parecen chispear con honesta alegría, una actitud poco usual en una profesión donde las sonrisas forzadas son evidentes. Aprecio su jovialidad y ya estoy pensando en la propina que le daré incluso antes de tener el pedido en mano.
—Un café con leche para mí, por favor —digo.
—Un avocado con jugo —responde Nico.
Mientras lo dice, extiende el índice y otra araña aparece. Cuando la camarera recoge los platos y cubiertos que yacen sobre la mesa, la criatura vaporosa trepa por su mano y desaparece bajo la manga negra del uniforme. Suelto un quejido involuntario y la chica me lanza una mirada curiosa antes de marcharse.
—¿Qué fue eso? ¿Qué hiciste? —inquiero alarmada.
—¿Te importa en realidad?
Mi primer instinto es decir que sí, porque es lo correcto. Pero algo en su mirada me mueve a ser honesta.
—No.
—Por supuesto que no. ¿Por qué te importaría? No la conoces, no es nadie para ti, unos segundos atrás ni siquiera sabías que existía. Tampoco es que me sorprenda, somos iguales y...
—Basta, no finjamos que esto es sobre mí —interrumpo. El corazón me palpita con fuerza, pero vuelvo a recordar que tengo el control, así que prosigo—. Me necesitas, por lo tanto, quiero respuestas.
Recarga el brazo sobre el respaldo y me sonríe con sorna.
—¿Te necesito? ¿En serio?
—Sí. —Junto las manos sobre la mesa y clavo la vista en mis dedos para no perder el hilo de lo que planeo decir—. Verás, estuve mucho tiempo dándole vuelvas al asunto. Tu interés está puesto en Bianca, entonces, ¿por qué irías a mi casa en vez de buscarla directamente? Si tienes un grupo de gente de tu lado y puedes hacer cosas extraordinarias, ¿por qué ir primero conmigo? —Tomo aire, lo dejo escapar por la nariz—. Entonces comprendí que es porque no puedes. No sé por qué, si se debe a la magia o algo más, pero no puedes ir directo con Bianca; ninguno de los tuyos puede.
Nico me observa por unos segundos, luego apoya el codo sobre la mesa con actitud aburrida.
—Es una historia muy entretenida, pero no tiene mucho sentido, ¿no crees?
—Lo sé, por eso quiero darle uno.
Quizá se deba a la firmeza con la que hablo, pero su expresión bonachona se desvanece y me considera con seriedad. Sus ojos verdes se tornan desalmados, provocándome un escalofrío. Estoy frente a una persona capaz de asesinar, pero sé que no me hará daño, o creo saberlo, a juzgar por las pruebas.
—¿Por qué? —pregunta con aspereza.
—Solo quiero darte el beneficio de la duda.
Sigue contemplándome en silencio. Pasados cinco segundos, siento que mi determinación se tambalea y que estoy al borde del colapso, no obstante, antes de que pueda encogerme en el asiento y balbucear como una tonta, Nico suelta una sonora risotada.
—¡Ah, qué chiste! —exclama—. Claro, dame ese beneficio, ¿por qué no? No es como si pudiera obligarte a obedecer, ¿eh? No es como si fuera más fuerte que tú o, no sé, pudiera hacer magia y esas cosas.
Paso saliva con fuerza. Me repito que tengo el control.
—También lo consideré, y creo que tampoco puedes hacer eso.
—Vaya, que interesante, parece que hay muchas cosas que no puedo hacer según tu imaginación.
Aprieto las manos, nerviosa. Estoy en un lugar público, eso me tranquiliza, aunque las arañas que invaden la cafetería me hacer reconsiderar esa tranquilidad. Al pensarlo, comprendo que probablemente esa era la intención de Nico: volver la cafetería un lugar seguro para él.
—Me baso en las pruebas que me rodean, nada más.
—Uy, sí, qué lista eres —burla—. ¿Y qué, si se puede saber, te hace pensar que no puedo obligarte a hablar?
Vuelvo a mirar mis manos.
—La lógica de la magia.
—¡La lógica! —Esta vez deja escapar una carcajada estridente—. ¡Oh, cielos! ¿Qué sabes tú de la magia y su lógica? ¿Eh?
—No es que sepa... —La lengua se me traba y me cuesta retomar—, es decir, las pruebas y la lógica...
—A la mierda tus pruebas y tu lógica —interrumpe. Se inclina sobre la mesa para mirarme directamente a los ojos cuando pregunta—: ¿qué es lo que quieres en realidad? ¿Para qué carajos me pediste vernos aquí?
Vuelvo a tragar en seco, todavía nerviosa.
—Quiero la verdad. Quiero saber en quiénes puedo confiar y a quiénes debo ayudar. Quiero...
Pienso en lo que sucedió la última vez que vi a Bianca, en su comportamiento, sus palabras. Recuerdo el modo en que todos me miraban esa noche, incluido Iván. Tomo aire y el enojo es un motor que me impulsa a recuperar el control.
—Quiero romper la maldición del Hombre Lobo.
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