EL MONSTRUO
—¿Y ahora qué? —pregunta Bianca.
Exploramos el vestíbulo un rato. Los chicos se toman selfies y bromean con la chatarra que se halla esparcida por el suelo. Mientras tanto, me dedico a descifrar los garabatos en las paredes, alumbrando con el móvil los mensajes satánicos y las vulgaridades mal escritas. Volteo cuando mi amiga habla. Se lo pregunta a Nico, el organizador de esta pequeña expedición, que se encuentra apartado junto con Yanina en un rincón del vestíbulo, asumo que para murmurarse obscenidades el uno al otro sin que los oigamos.
Él revisa la hora.
—Ya casi es medianoche —responde, como si eso significara algo.
Busco la hora en la esquina de mi móvil por impulso. En efecto, serán las doce de la noche en diez minutos.
—¿Qué les parece un juego de valentía? Nos dividimos en pares y vemos quién aguanta más —propone—. Las chicas pueden ir juntas, —Nos señala a Bianca y a mí—, Fermín no está en condiciones de ir solo, así que pueden hacer un grupo de tres —dice a los muchachos, ignorando las protestas del susodicho—, y Yanina y yo iremos por otro lado —finaliza, guiñándole un ojo a la chica.
Pongo los ojos en blanco al comprender su intención. Los demás aceptan, así que nos dividimos: los tres muchachos avanzan hacia un pasillo de la izquierda con torpeza, la pareja se escabulle escaleras arriba entre risitas, y Bianca y yo avanzamos por la derecha.
El eco de la presencia de los demás se desvanece paulatinamente hasta que solo quedan susurros de golpes y exclamaciones que emiten en algún lugar del hotel. Ahora que estamos solas y no cuento con las bobadas de los muchachos para entretenerme, la inquietud vuelve a asomar en mi pecho. Alumbramos el extenso pasillo, de paredes enmohecidas por la humedad que ha rasgado el empapelado hasta deteriorarlo.
—Esto es más entretenido que la fiesta —dice Bianca.
Asoma dentro de un cuarto sin ninguna vacilación. En cambio, me mantengo lo más alejada posible de cualquier abertura o esquina que alguien pueda usar de escondite mientras grabo nuestra espantosa aventura.
—Sí... —Mi voz adopta una estridencia que intento apartar con un carraspeo.
—¿Estás bien?
Me enfoca con la linterna, cegándome por unos segundos.
—Pff, ¡por favor! No tengo miedo de un lugar solitario y sin vida.
—Me refiero a lo de Nico.
—Ah. —Lo considero un momento, luego encojo los hombros—. Me da igual, honestamente. Preferiría un chico que quiera estar conmigo, no alguien que solo busque «pasar el rato».
Avanzamos hasta una de las habitaciones que tiene la puerta derribada. Ilumino el interior con la linterna del móvil pensando que descubriré un espectro en uno de sus rincones. El cuarto está vacío, salvo por los restos podridos de un somier.
—¿Qué hay de ti? —pregunto—. ¿Había un chico que querías ver esta noche?
La alumbro para poder ver su gesto. Frunce el entrecejo un instante, y su vacilación es evidente cuando abre la boca para responder, pero no dice nada. El sonido del aliento que toma para hablar es lo único que se oye antes de que un sonido terrible y espantoso la interrumpa.
Un grito.
Atraviesa el espacio y desgarra la noche hasta alcanzarnos. Es la voz de un hombre, que emite un alarido que delata un dolor absoluto. Mis músculos se tensan listos para escapar y comparto una mirada asustada con Bianca, cuyo rostro refleja la aterradora sorpresa que siento. Echamos a correr. Las linternas provocan destellos de luz que se agitan sobre las paredes mientras regresamos sobre nuestros pasos hasta el vestíbulo. El grito se prolonga, aumenta en intensidad. Proviene de arriba, así que apunto hacia la salida, solo que Bianca es más veloz y, con incrédulo pavor, la veo doblar en dirección a las escaleras.
La aferro por la cazadora antes de que pueda alejarse.
—¿¡Qué haces!? —grito.
—¡Tenemos que ayudarlo!
Se zafa de mis dedos con facilidad; sube las escaleras saltando los peldaños en pares. Clavo la mirada en la puerta, la única fuente de luz ajena a la del móvil, deseando lanzarme hacia ella y escapar de aquí. El grito no fue de sorpresa o de broma; fue un claro grito de desesperado terror, uno imposible de emular por adolescentes alcoholizados.
Regreso la mirada a las escaleras: no hay señales de Bianca. Quedo sola, acompañada por mi respiración agitada y los susurros de un espacio deteriorado por el abandono. Por supuesto que, mientras yo pienso en los asesinos seriales y bandas criminales de las que debemos escapar, Bianca piensa en las personas en peligro a las que hay socorrer. ¿Por qué no puede razonar como una persona coherente? ¿Qué sentido tiene correr hacia el peligro? ¿De verdad cree que puede salvar a alguno de nuestros acompañantes? Debemos resguardarnos y llamar a la policía, no fingir que somos héroes.
Oigo un golpe seco en el primer piso y de inmediato temo que le haya ocurrido algo a Bianca. El pánico me atiza los nervios cuando decido ir tras ella. Uso la pantalla del móvil para guiarme; la grabación se agita por mis movimientos azorados, sin embargo, mantengo la cámara en alto para no perder la iluminación que el flash ofrece. En la bifurcación de la escalera giro hacia la derecha, por donde estoy segura de que vi marchar a mi amiga.
El silencio me envuelve con su manto despiadado cuando llego al primer piso. Siento que he ingresado a un mundo de penumbras en el que no soy bienvenida. Deslizo la luz trémula, víctima de mis manos temblorosas, por el recinto. Tengo la certeza de que algo —un ser abominable o un psicópata— emergerá de las sombras para atacarme.
Una mujer grita. Su alarido se extiende por los pasillos en un eco que me deja paralizada. La sangre abandona el recorrido de mi cuerpo solo para regresar lacerante y con un hervor que me marea.
—¡BIANCA! —chillo.
Corro hacia la siguiente escalera abandonando cualquier atisbo de razón. Solo importa encontrar a mi mejor amiga, asegurarme de que está bien y defenderla de ser necesario. Estoy agitada y me cuesta respirar cuando llego al segundo piso, aun así, apunto con la cámara, mi pequeño escudo, a ambos lados del pasillo; desde la izquierda oigo golpes y sonido guturales que delatan una pelea, seguido por destellos de luz espectral que surgen de una puerta el final del corredor. Avanzo hacia allí con prisa.
Alumbro dentro y lo que veo me genera una presión aguda de pavor que desciende por mi nuca: hay un hombre en el centro del cuarto; a sus pies, una persona con el cuello cubierto de sangre. Suelto una exclamación que se torna en un alarido de pánico cuando el hombre en la escena voltea.
No es un hombre, es un monstruo.
Sus dientes filosos y sus ojos ambarinos son todo lo que distingo antes de retroceder con miedo. El móvil escapa de mis manos a causa de la impresión.
Tropiezo con mis propios pies, caigo al suelo y me arrastro hacia atrás sin dejar de gritar. Estiro los brazos hacia el móvil, lo levanto con desesperación. Cuando el haz ingresa en el cuarto otra vez, el monstruo ha desaparecido. Muevo el círculo de luz tanto como puedo por la puerta, pero solo veo el cuerpo del hombre que yace en el suelo, muerto. Sus ojos vacuos parecen fijos en mí; me tapo la boca para retener un sollozo.
Tengo que salir de aquí.
Impulsada por el temor a la muerte, trato de incorporarme y escapar, aunque las extremidades me fallan en el primer intento y gateo un metro hasta que por fin logro ponerme en pie. Quiero salir corriendo, pero la exclamación de una voz femenina me detiene antes de alcanzar las escaleras y apunto la luz del móvil hacia el pasillo opuesto.
«Bianca, Bianca», es todo lo que puedo pensar, dividida entre la preocupación por mi única amiga y el instinto de supervivencia.
Una figura asoma por una de las puertas, delgada y tambaleante, que me sobresalta con su repentina aparición. Retrocedo con miedo hasta que me percato de que se trata de Yanina. Sale de la habitación con paso débil, apoyándose en la pared más cercana mientras se aprieta el abdomen con una mano. Tiene los labios apretados como si tuviera algo dentro de la boca. Sin pensarlo, avanzo hacia ella.
—¡Tenemos que salir de...! —digo, pero no logro terminar.
Yanina se encorva en una arcada y luego vomita un líquido viscoso y repugnante. Grito, pensando que es sangre, pero al alumbrarlo veo que, en lugar del líquido carmesí, lo que se desliza por su barbilla es una pasta negra como la brea. Me mira con ojos implorantes antes de caer de bruces al suelo.
No alcanzo a reaccionar cuando otra persona emerge de la misma habitación. Grito por el susto, y sigo gritando al descubrir un rostro desconocido: un hombre con capucha que sonríe como desquiciado. Apenas logro ver sus ojos parcialmente cubiertos por la tela y la oscuridad, aun así, distingo un brillo de sádico deleite en ellos. Avanza sin quitarme la mirada de encima y retrocedo con prisa hasta que mi espalda choca con una pared.
—Esa no —dice alguien, y Nico aparece detrás del encapuchado con la actitud despreocupada de un día de campo—. Solo necesitamos cinco.
Ni siquiera alcanzo a ver su rostro, porque de inmediato me agacho y abrazo mis piernas, de modo que la linterna ilumina sus pies. El corazón me palpita en los tímpanos, el oxígeno no parece alcanzar mis pulmones, las lágrimas me nublan la vista. Veo la cabellera de mechas doradas de Yanina detrás de los sujetos y me aplasta la certeza de que en pocos segundos correré el mismo destino. Cierro los ojos y lloro contra mi brazo.
Oigo que uno se aproxima, lo siento inclinarse a mi lado, así que aprieto lo ojos con fuerza a la espera del dolor.
—Ey —dice Nico—. Basta. Mírame.
Contra toda lógica, obedezco. No podría explicarlo ni siquiera en circunstancias favorables, simplemente hago lo que me dice porque me siento incapaz de razonar. Soy puro instinto, el instinto de una cobarde que espera morir. El rostro de Nico está ensombrecido porque la luz apunta al suelo, aun así, puedo ver cómo levanta la mano y la presenta de forma horizontal ante mí. Intento alejarme, pero la pared lo impide. Con horror, observo que el centro de su palma se mueve hasta que un gas oscuro emana de los poros.
El terror me ha enloquecido.
—¿Puedes verlo, verdad? —pregunta Nico.
No puedo apartar la vista, mis labios se mueven en busca de palabras que no puedo soltar porque ni siquiera logro pensarlas. El sonido de unos tacones quiebra el mutismo y, a espaldas de Nico, aparecer una tercera figura.
—Oscar está muerto —anuncia una mujer.
Entonces, del mismo modo en que surgieron de las sombras, los tres desaparecen dejando a su paso no más que el murmullo de sus ropas.
Permanezco inmóvil, tratando de encontrar sentido a todo aquello, hasta que unos pasos se acercan con velocidad, indicando que algo corre en mi dirección. Para cuando logro reaccionar, la persona ya se encuentra a mi lado y unas manos férreas me toman del brazo, arrebatándome nuevos gritos.
—¡Daniela! ¡Daniela! ¡Soy yo! —exclama Bianca.
Enfoco la luz en ella: luce pálida, el maquillaje le recorre las mejillas en horrendas cascadas negras y le brota sangre del hombro donde tiene la cazadora desgarrada.
—¿¡Qué ocurrió!? —Intento tocarle la zona herida, pero ella retiene mi mano.
—¡Debemos salir de aquí!
Tira, me obliga a ponerme en pie. Aprieto el móvil con fuerza y corro tras Bianca hacia las escaleras. Ella las baja en grandes saltos que me son imposibles imitar, de modo que se adelanta hacia la salida. Pese a las circunstancias, se detiene en la puerta a esperar que yo salga primera. Alcanzamos la abertura en la reja y Bianca se desliza entre los alambres sin ningún problema, en cambio, a mí vuelven a atraparme en sus frías garras. Grito con pavor cuando me retienen y sus puntas me raspan las mejillas; en mi alterada imaginación, es el monstruo el que me ha capturado, así que me agito hasta que por fin me libero de él. Tropiezo y caigo de rodillas.
Dos manos me agarran el antebrazo y jalan con fuerza. Me sacudo para liberarme otra vez, hasta que comprendo que se trata de Bianca.
—Vamos, ¡vamos!
Corro hacia su coche y entro en el vehículo de un salto.
—¡Arranca! —ordeno entre gritos ni bien sube.
Le cuesta sacar las llaves. Los dedos le tiemblan y eso le impide aferrarlas correctamente, pero logra encajarlas en la ranura tras dos intentos. Las manos de Bianca están salpicadas en sangre y aferran el volante con tanta fuerza que los nudillos se tornan blancos cuando empieza a manejar. Retrocede el coche hasta que por fin tiene distancia para acelerar. Durante el giro, creo divisar a alguien de pie en la entrada del hotel, así que cierro los ojos y suelto un gemido.
—Ya está, ya salimos, ya acabó —dice Bianca con la voz entrecortada.
Aprieta el acelerador y nos alejamos de aquel lugar con velocidad, aunque ni así resulta lo suficientemente rápido.
Miro el móvil en mi regazo; comienzo a llorar.
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