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Capítulo I:

"Hoy, en este desolado día gris, he decidido escribirte. Las gotas de lluvia se posan desganadamente en el vidrio frío, filoso de la ventana. La luz que entra es poca, pero lo suficiente como para no sumirme en oscuridad. Estoy sola, me enfrento a mi alma destruida cada mañana, cada noche.

Tengo a los hambrientos demonios de mi pecho buscándote, y sufro, por tu culpa, sufro. ¿Dónde has ido? Sé que no puedo alcanzarte, aunque estire mis dedos, ¡aunque sangren!, no puedo. Son los susurros del ayer mis confidentes, y una rosa seca la esperanza de tu retorno. Vuelve, oh, regresa a mí, lléname los ojos de goce, alegría, dicha; quítale el polvo a mis labios sedientos y toca estas tiesas muñecas sin pulso. He muerto, he caído. Más que la tierra que te cubre, más que el pesado y rotundo sueño que aplasta tus pestañas. Amor mío, compañero, dime, ¿siente mayor dolor la torcaza sangrante, ya cazada, que su pareja noble, siempre solitaria y con el tristísimo recuerdo de su canto? Porque si así es, mátame, prefiero fenecer de dolor, y no vivir de él. ¿Qué hice mal? ¿Qué hiciste mal? En los juegos del amor y del fin no se elige, pero desgracia fue aquella que te arrancó de este mundo, el nuestro.

Y mientras yo siga funcionando, cual máquina oxidada, todo sentimiento, cualquier pizca de humanidad serán dispersados sobre tu lecho, para que el tiempo sea el único tirano que no logre llevarte, que no logre llevarte de mi memoria."

Lancé un suspiro al borde de las lágrimas, ¡sólo a mí se me ocurría leer esta clase de cosas el primer día de clases! Guardé mi celular con nerviosismo, cerrando el lector de PDF momentáneamente, y observé la ruta de un lado a otro. Vacía y silenciosa. Podía ver desde ahí el bello banco de madera esperándome en la parada del autobús, todo para mí. Puse un pie en el asfalto y justo en ese instante, una moto con seis individuos en bermudas y chanclas me rozó la espalda. Llevándome un susto de muerte, corrí el resto del trayecto, donde casi me atropellaron tres camiones de leña y un ómnibus turístico. Ah, y no olvidemos al niño del triciclo, ese fue el peor.

Ok, raro. Respiré profundamente dispuesta a sentarme, aunque mis piernas se hundieron en algo blando...

— ¿Estás cómoda, mi niña?

Pegué un salto y me di vuelta. Una anciana rechoncha estaba ocupando casi todo el espacio. ¡Pero, ¿cómo demonios había llegado ahí?!

— Disculpe —. Sonreí, extrañada. Adjudiqué el no haberla notado a una distracción, aunque lo mejor sería volver al oculista, esas calzas floreadas no podían ocultarse a la vista de nadie, menos si venían acompañadas por una playera flúor con las palabras "Tetas sexys" (por cierto, las apoyaba en su regazo).

Sin querer incomodar a la mujer, me quedé quieta, pero tras unos instantes de silencio, nuevamente inició conversación:

— ¡Siéntate, hay lugar para las dos! — Se corrió, dejando un rastro de sudor. Juro, juro que las gotas caían hacia el suelo.

Intenté negarme aguantando una mueca de asco. No por la señora, por supuesto que no, sino por su...al diablo, ¡estaba asqueroso! Además, no entraba ni una pierna mía ahí.

Mas su rostro afable hizo que ganara la educación y, con un gemido interno, me acomodé a duras penas. Los pulpejos de su cuerpo atraparon parcialmente mi falda y sentí el calor viscoso de la transpiración debajo de mis nalgas. Eugh.

Las cosas pudieron haber sido más soportables, si no hubiese ocurrido lo que todo joven teme, el terror de un viajero público, el castigo del Averno para las personas en la cúspide de su vida...una charla forzada–. Dios, qué calor hace, ¿no? —se abanicó usando la mano, abofeteándome con la piel sobrante de su brazo en el rostro (exacto, la cara me quedaba a la atura de sus pechos también).

— Eh...sí, horrible —. Mi mente luchó por buscar su lugar feliz y automatizar respuestas. Pero esas señoras nunca, NUNCA comprenden una indirecta, al contrario, parece que cuanto más incómodo uno, más se entusiasman, y peores son los temas que abarcan. Este, fue el peor de los casos.

— Ay, querida. Justo hoy tengo que ir a la ciudad para hacerme unos estudios...mira —. No fui capaz de detenerla a tiempo. Se quitó su pequeño zapato, desatando un tsunami de dedos hinchados y uñas. Demonios, no sé qué era más escalofriante, que su pie fuese prensado cual morcilla en su tripa (de hecho, se parecía a una), o que no supiera con exactitud si aquello era una verruga, o una cucaracha reventada. Ah, se acababa de mover, resulta que estaba viva.

Uff, y ese olorsito a queso francés...mejor ni contarlo.

— Ah...

— ¡Sí! ¿Podrás creer? Nunca me enfermé de nada, y el médico quiere que vaya —la atacó una oleada de catarro, esas que sólo les dan a algunos abuelos. Fue tan fuerte que la prótesis dental escapó unos segundos de su boca, afortunadamente se puso de pie y alcanzó a atraparla. Cuando volvió a su sitio, se reacomodó los dientes entre ruidos plásticos— ¡es ridículo! —Me sonrió, y descubrí que se los había puesto a revés. Intenté decírselo, pero como no vio problema al hablar, no me dejó— ¿Y tú por qué es que vas?

— Voy a facultad.

Abrió más los labios, alegre.

— Vaya, ¿a cuál, linda?

— A Facultad de Medicina.

— ¡Medicina! —Movió la cabeza hacia delante, entusiasta— Tengo un nieto que estudia algo de eso...tal vez lo conozcas.

— No lo creo, es mi primer día —. Me excusé con amabilidad.

— Es medio feo el pobre, y virgen. Ya le dije yo que se consiguiera alguna, pero como anda con eso del amor verdadero...No sé, esas cosas de los muchachos —me miró para que le diera la razón, lo cual hice—. No es como mi esposo. Él sí sabe. —Perdió su mirada en los árboles y agradecí que se callara. No obstante, casi de manera inmediata, su celular empezó a vibrar. Lo sacó del bolso y revisó la pantalla— ¡Hablando de él! –Deslizó su dedo torpemente para desbloquearlo y le puso reproducir al audio:

— Hola, cosita herrrmosa, mi reina. Mi lonjita pimentada, ¿cómo está mi caliente esposa? —Apenas se entendía la voz temblorosa y pervertida del viejo. No daba crédito del espectáculo que estaba escuchando. Porque encima eso, ella lo tenía en nivel máximo debido a la sordera.

Era un calvario, la vergüenza ajena se me estaba por salir de los ojos. Pero no había opción, nadie en su sano juicio perdería uno de los días más importantes de su vida por culpa de una excéntrica mujer. Simplemente debía esperar el dichoso autobús y listo, bueno, si es que mantenía la suficiente cordura al momento de su llegada.

Presionó grabar y prácticamente escupió el teléfono:

— Mi potro salvaje, osito parrrrdo, cuando venga del doctor te voy a hacer de goma, ¿me oíste?

Dios, necesitaba la ayuda de alguien.

— Uy, amorcito, te estoy esperando con ese slip de cebra que tanto te gusta. Todo peludo para mi suculenta patita de pollo.

¿Patita de pollo? Más bien gallina empollando.

La tipa cada vez se ponía más fogosa, y yo cada vez más verde.

— ¡Mándame foto! —Sí, por favor, así dejaban de enviarse tanta porquería junta. Transcurridos unos minutos, la mujer se puso unos lentes y se mordisqueó el labio inferior (cosa que le costó porque tenía las paletas abajo), dejándolo húmedo de baba. Desvié la vista a la carretera hasta que llamó mi atención— Nena, ¿no te parece un bombón?

Normalmente, hay pocas cosas de las que se puede arrepentir una chica de dieciocho años. Pues bien, me arrepiento de haber mirado. Esa imagen me persigue aún en mis sueños más turbios:

Un señor mayor tendido en una cama con una rosa en la boca. Su pecho y extremidades cubiertas de pelo, pequeños resortes plateados que lo hacían pasar por una esponja de aluminio. Una cabeza cuyo cabello había migrado hacia el interior de sus orejas, y una piel con más pliegues que cigüeña de origami. Pero no me malinterpreten, no era tanto su aspecto físico lo que perturbaba. Cualquier abuelo delgado como lo era él, presenta algún que otro hueso torcido y pegado a la piel. No, lo absurdo, lo traumatizante, lo que produjo una ruptura en mi psiquis bastante considerable, fue la minúscula ropa interior que no de dejaba nada a la imaginación (menos mal, eso empeoraría las cosas) y su cara de "sé que soy sensual".

— Eh... —No sabía qué decir, o pensar, o nada. En ese punto, nada.

— En los días de tormenta le duele mucho la cadera, pero creo que hoy será duro contra el muro —. Comentó, ilusionada.

Ya cansada, planeé cómo mandarla a plantar enanitos de jardín de una forma sutil. Tuvo suerte de que el vehículo que tanto deseaba hiciera su aparición en ese instante, igual a un ángel guardián (con música religiosa de fondo y todo).

Subí tranquilamente y pedí mi boleto:

— A la facultad de Medicina.

El chofer calculó el pecio y después de pagar, me lo dio.

Convencida de volver a ser feliz, busqué un asiento libre.

Había un par justo en la mitad. Dos. De esos en los que te tienes que sentar con alguien al lado.

— ¡Muévete, no estorbes! —Me riñeron algunos. Ah, genial...¡CINCUENTA MINUTOS DE VIAJE CON ESA LOCA!

— Ustedes no entienden —murmuré desesperada, aferrándome a los respaldos para no avanzar— ¡ayuda! —Lloriqueé. Obviamente, nadie me hizo caso, e igual que gato a punto de bañarse, tuvieron que empujarme para ponerme allí.

Consecutivamente, la condenada anciana embadurnó el cuero ecológico de la silla con su laxo físico.

— ¡Qué bueno! Vamos a poder ir conversando.

Levanté mis párpados y sonreí, tiesa. Sopesé la idea de hacerme la dormida, pero, ¿a que no saben quién me ganó la mano? Es increíble lo que el ronroneo de un coche puede hacerle a algunas personas...

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