8.a
Su rostro, su mirada, su presencia en mi habitación. Todo él me hacía compañía mientras preguntaba, una y otra vez, por Silvana. ¿Y yo? Como una tumba. Permanecí muy quieto, muy callado, mientras me desmoronaba desde dentro.
No había siquiera pensado la manera en la que iba a decir lo que había planeado decir. Así que, señoras y señores, ya podrán siquiera imaginar la cantidad de señales que me disparaba el cerebro en busca de una reacción lógica de mi parte, cosa que no ocurrió jamás.
Silvestre, de a poco, fue perdiendo la falsa calma con la que había llegado en un principio. El monstruo del instituto empezaba a mostrar los dientes a causa de un silencio que, en esta misma habitación, había empezado a sacarlo de quicio.
Yo apenas podía devolverle una que otra mirada. Apenas me atrevía a hacer movimiento alguno, como si el intruso fuese yo y no él, porque esperaba, enserio lo esperaba, se soltasen sus cadenas de una vez por todas y me dejara inconsciente a punta de golpes.
Eso tampoco ocurrió.
Su partida antes de tiempo fue, en todo caso, lo que casi ocurre, lo que casi manda al carajo el único y último intento de decir lo que debía ser dicho cara a cara.
Me maldijo un par de veces antes de abrir la puerta. Me maldijo un par de veces más cuando reaccioné y me abalancé sobre él para hacerle entender que no debía irse, que no podía irse, que quería que se quedara un poco más, solo un poco más.
En ese instante nació mi voz.
Y de mi voz surgió una súplica.
Y esa súplica hizo a un lado la chaqueta que llevaba puesta para, entonces, develar una de las muchas prendas que Silvestre le conoce a ella y solo a ella –a Silvana–. Desnudar mi mirada con la mayor de todas las vergüenzas y mostrarle los mismos ojos que conoce y reconoce, esos que deberían ser solo de ella.
Eran falsos, como ella.
Inexistentes, como yo.
Eso teníamos en común ella y yo: ninguno de los dos existía, ninguno de los dos era real, a la vez que ambos nos habíamos enamorado, sin quererlo en un principio, del muchacho que nos tomaba del cuello mientras nos miraba con una confusión que, según habíamos imaginado, debía ser rabia y asco en vez de eso.
Ya no había un disfraz para ocultarme. Ya no había diferencias entre mi otro yo y yo mismo porque, ahora, ambos, los dos, yacíamos cara a cara ante Silvestre. Yacíamos cortos de oxígeno mientras me preguntaba si sería o no capaz de matarme ahí mismo, con sus propias manos, porque ya no reaccionaba.
Sé que no lo sabes, no todavía, pero estoy seguro que escucharás esto de todas formas, Silvestre: debiste matarme en ese momento. Debiste apretar mi cuello con más fuerza en vez de, simplemente, hacerme a un lado antes de salir corriendo sin volver la vista atrás.
Esa vez, Silvestre, fue la última: Silvana no volvió nunca más y, con su partida, una gran parte de mí desapareció y no pude recuperarla hasta mucho después, pero ya era tarde, demasiado tarde.
¿Qué ocurrió entonces conmigo? Tú sabes lo que ocurrió.
Yo me callaré esa parte porque no me corresponde hablar de ello. No me corresponde, siquiera, hacerle mención y todo a causa de aquella promesa nuestra, esa que se convirtió en mi más importante razón de ser.
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