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6.a

El punto de quiebre fue mi propia desilusión. Mi desilusión fue, sin duda, el haberme acercado a alguien con una idea en mente y con otra muy distinta en el corazón, aunque no me había dado cuenta de tal cosa por muy obvia que fuese, a decir verdad.

Mi punto de quiebre fue, en cuestión, aquel matiz de auto-bifurcación con el que me caracterizaba tras la pantalla ni bien atravesaba la puerta de mi habitación después de las largas jornadas de clases.

Una vez más me había cansado de mí mismo. Una vez más estaba harto de no existir enserio, fuese dentro o fuera de esta habitación, porque ni en mi propia casa parecía llevar una vida propia más allá de las mentiras propuestas por mis siempre desagradables ideas y maquinaciones.

¿Y todo aquello por qué?

Digamos que por dinero.

Digamos, también, que por un insensible desdén de auto-mortificación.

Digamos, inclusive, que se trató de un impaciente impulso por la auto-humillación, un castigo por mano propia mientras, llevado a ciegas por la locura de unas hormonas descontroladas, fui derrocado por un morbo aún más enfermizo que mis propias ideas.

El dinero fue una cosa, la mortificación fue otra. La humillación fue la razón, las hormonas fueron la humillación verdadera. Todo ocurrió al unísono, sin siquiera tiempos de espera o preámbulos introductorios: nada de eso.

Nos fuimos de bruces, yo y mi otro yo, hacia el caos y en el caos nos topamos con Silvestre. Y del caos quisimos salir, pero nos había devorado demasiado deprisa: era imposible zafarse de toda aquella oscura malevolencia, de toda aquella densa y temible doble vida.

¿Qué había hecho?

¿Qué iba a hacer entonces?

¿Qué opciones tenía para escapar?

Nada. No había nada, más allá de mis equivocaciones, que un ruin y tortuoso enfrentamiento contra el espejo, porque sabía que yo y solo yo podía acabar con aquello que he llamado todo.

Me despedí casi a la carrera.

Me olvidé de mí mismo, enceguecido por una voluntad deforme y sin rostro mientras, con el pasar de los días, me fui perdiendo más y más entre silencios ensordecedores y sueños, en extremo, prolongados.

Aquel otro yo había desaparecido de las redes mientras yo mismo me daba a la tarea de ocultar todo rastro de ambos, dentro y fuera de la misma. Ni Silvestre ni ningún otro volverían a saber de mí o de mi otro yo.

Habíamos muerto.

Bueno, todavía no, en realidad.

Me tardé bastante en dejarlo todo listo para apresurar, así, mi propia cura. Iba a sanearme de una vez por todas y para siempre: no más dolor, no más pesar. No más pensar y repensar en cosas sin sentido, ni mucho menos el ahogarme en resentimientos involuntarios.

Ya no habría nada, no habría nadie.

Ya no habrían horas, ni faltantes ni sobrantes, solo luz, paz y silencio.

Un silencio distinto.

Un silencio cristalino.

Un silencio mío y nada más que mío. Conmigo, siempre conmigo. A solas, siempre a solas, pero conmigo, tal y como jamás he alcanzado estar.

Fue entonces cuando me suicidé en el baño del primer piso del instituto a mitad de un día de clases común y corriente.

Me tomó demasiado tiempo hacerlo. Me tomó demasiada valentía hacerlo. Me tomó demasiado el calmar mis miedos por la otra vida, porque no estaba seguro de si aquello funcionaría en realidad, si aquella era o no una respuesta, del todo, clara.

No lo sabía.

Nadie lo sabe.

Nadie lo sabrá nunca.

Se supone que debí haber muerto, pero no fue así. Me tomó demasiado tiempo hacerlo y me maldije mil veces por ello, así que la culpa fue mía y solo mía. No tengo remedio.

Soy bueno en nada, absolutamente en nada. Soy bueno, apenas, siendo yo mismo, es decir, no existiendo. Pero, muy a pesar de que ello, se rehúsan en dejarme ir y no existir enserio.

Terminé revolcándome, una y otra vez, entre pensamientos repetitivos y palabras que no podía decir en voz alta, nunca. Terminé atragantándome con verdades, propias y ajenas, mientras mi corazón buscaba la manera de detenerse por cuenta propia. No ocurrió nada al final.

No sé cuánto me tomó exactamente, pero no fue demasiado tiempo que duré atado a mi cama. Me dispuse a volver a la realidad lo antes posible, con o sin marcas sobre mis muñecas. No me importaba.

Y así como yo volvía, aquel otro yo volvió conmigo, con un plan entre manos para deshacer ciertas cosas y cerrar ciertos ciclos entre nosotros. Cada uno tenía sus intenciones, y cada intención era, en sí misma irrevocable. Eso incluía a Silvestre. Pero su participación no fue la que habíamos previsto en un principio.

Nunca habíamos pensado en ilusionarnos con él, así como tampoco habíamos pensado siquiera en vislumbrar, por su parte, una actuación como aquella que, debo admitirlo, me aturdió todos y cada uno de los sentidos.

Ahí también debí haber muerto.

Ese día, esa hora, en ese instante, maldito instante, debí haber muerto también. Pero el resultado fue, sin duda, un asunto de piedades y milagros no merecidos. Quizá fue, en todo caso, un asunto de intenciones dobles entre individuos, también, dobles.

Jamás podría haberme equivocado tanto.

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