4.a
Las casualidades suelen ser, a veces, tan precisas y pretenciosas que dan miedo. Y son, precisamente, las casualidades las que suelen darnos una que otra lección de vida, sobre todo cuando se hacen presentes nacidas de nuestras propias y obstinadas intenciones.
¿A dónde quiero yo llegar con esto? La respuesta debería ser, a estas alturas, más que evidente.
Muy a pesar de que esta historia, mi historia, apenas va comenzando a mostrarse, hay detalles entrecruzados que se adelantarán a ciertos sucesos, sobretodo porque el individuo que les dará el resto de las respuestas tiene la mala costumbre de no seguir las reglas del tiempo.
Retomando el asunto de las redes, de los anónimos y depravados, mi grupo favorito está, por supuesto, fuera de la categoría antes mencionada.
Como dije una vez, si es que recuerdan, a veces era yo quien escogía al siguiente. Y, obviamente, mis favoritos fueron muy tediosa y estrictamente seleccionados de entre un sin fin de candidatos. Así fue como Silvestre Gonzáles Alcalá se robó por completo mi atención.
Lindo, demasiado lindo. Loco, demasiado loco. Sus actividades en las redes iban desde gifs y videos, hasta viñetas representativas y memes grotescos de situaciones a la par de nuestra edad. La juventud de nuestros días, a fin de cuentas, suele ser excesivamente tétrica cuando se esfuerzan mínimamente en ello.
Silvestre pasó mis pruebas y yo estaba demasiado interesado en él como para esforzarme en probarlo con el mismo rigor con el que expedía al resto de los candidatos de mi lista. Tanto así que me olvidé de ellos y solo me enfoqué en tan precioso muchacho.
Reubiquemos los tiempos para que no pierdan la noción de este. Todo esto ocurrió antes de iniciar las clases, durante el período de vacaciones, período en el que mis sesiones con Kevin cambiaban de una vez a la semana a dos.
Entonces entró Silvestre a escena mientras yo, día con día, le dejaba comentarios en algunas de sus publicaciones diarias, a modo de atraer su atención. Y, obviamente, no sería propiamente yo mismo quien lo atrapase, sino mi otro-yo, ese que ya tiene una popularidad renombrada y una audiencia terrible.
Quisiera decir que fue difícil, pero su corazón se abrió de par en par, como una flor, como un libro al viento. Y fue poco el tiempo dedicado a los encantos, a la cháchara romántica, al palabrerío amoroso, porque el muchacho ya se estaba enamorando sin necesidad de tales cosas.
Yo sabía cómo hacer las cosas sin siquiera hacerlas del todo. A excepción de aquellos momentos en que las hormonas me ganaban la partida y le subía un poco el tono a las conversaciones, jugándome una vida que no tenía a riesgo de que el muchacho pidiera cosas que todos piden, tarde o temprano, y así descubrir el teatro que había estado personificando tras la pantalla.
Esa es la parte verdaderamente difícil cuando se trata de muchachos de mi misma edad: a ninguno le interesa la verdad, oculta a simple vista, que aquel otro-yo disimula a través de la cámara cuando lleva el maquillaje sobre el rostro, las lentillas en los ojos y las diminutas prendas de niña buena.
Pocos fueron, en realidad, los que soportaron la idea, los que soportaron la imagen, los que pidieron una segunda parte. Esos pocos esos siguieron entre mis favoritos por mucho tiempo más hasta que desaparecí por completo.
Todo esto ocurrió, obviamente, antes del incidente en la escuela. Antes de ser el tarado que lo pensaría demasiado para ejercer su propia partida después de haberlo planeado todo con una antelación inimaginable. Porque mi intento de suicidio no fue, como sé que se dijo mil veces, un accidente súbito. Idiotas.
Aquí es cuando preguntan respecto a las casualidades que mencioné en un principio. Porque, por muy hija de puta que sea la suerte, la casualidad se lleva la corona al ser la madre de todas las putas.
Nuevo año escolar, nueva escuela, nuevo suplicio para mí. Es lo que uno gana cuando es un monstruo ante los ojos de otros: un suplicio. Y pasar de un suplicio a otro es, en cuestión, cosa de casualidades perras porque, ni bien puse un pie en ese maldito lugar, lo primero que tuve que reconocer en medio de una multitud –que me interesa una mierda– fue, precisamente, el rostro de Silvestre.
Aquí es cuando la casualidad se pone sus guantes de mago y lleva a cabo su acto de manipulación, porque me convertiría, sin duda alguna, en un títere errático que volvería la mirada hasta el sujeto que, en medio del enorme pasillo, levantaba a otro muchacho por el cuello y le gritaba como a un animal.
Descubrí entonces que, tal vez, en aquella escuela yo no sería el único monstruo: Silvestre ya estaba ahí.
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