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2.a

Quisiera no tener que nombrarlo más veces de lo que debería, pero Kevin y yo hemos compartido demasiada información, información que, a estas alturas, espero, no haya sido develada en un orden equivocado.

Porque el orden es, en cuestión, quien encamina siempre una verdad, cualquier verdad, hacia aquello en quien nadie cree todavía: verdad absoluta.

Ahí fuera hay, ante las narices del mundo, incontables verdades, verdades absolutas, que le dan sentido, inclusive, al sin sentido en sí mismo. Porque, por muy contradictorio que parezca, el sinsentido es necesario para la verdad, así como la verdad es necesaria para la mentira y viceversa.

Es una especie de relación simbiótica, parasitaria, donde una cosa daña a la otra, pero le da sentido, le da razón de ser, le da vida. Y sí, es extraño que alguien como yo hable, precisamente de vida cuando, en última instancia, la vida es lo que menos anhelo.

Pero hay tantas cosas que, en la vida, podemos encontrar para encontrarnos a nosotros mismos, incluso, hasta después de la muerte.

La pregunta, estoy seguro, sería: ¿cómo es siquiera posible eso? Pero no tengo respuesta para ello, quizá no todavía, quizá la tenga después, quizá no la llegue a tener nunca y mi perspectiva sea equivocada, o tal vez no sea una cuestión de perspectiva sino de momento.

Porque cada cosa tiene su momento y cada vida es, en cuestión, un momento, un instante, un grano de arena en la eternidad.

Yo soy, o fui, un momento.

Tuve mi momento y no supe qué hacer con él, o no estaba preparado para tal cosa, o no era mi momento en realidad y por eso me sentía siempre a la deriva, por eso me siento siempre a la deriva.

Y Kevin, mi querido Kevin, insistía en que tal sensación era solo una situación ilusiva, un espejismo, una idea equivocada propuesta por un sentimiento equivocado tras una perspectiva equivocada ante una vida, curiosamente, repleta de situaciones equivocadas también. Y aun así el equivocado soy solo yo.

Cosa lamentable ¿verdad?

Eso de ser víctima de toda una conmoción, de toda una circunstancia y que, al final, el daño resultante de aquel frenesí espasmódico del destino sea culpa tuya por no saberlo confrontar, por dejarte envenenar, por no ser lo suficientemente fuerte teniendo, apenas, once o doce años, y no lograr ajustarte el cinturón en los pantalones, como los hombres.

Cosa lamentable, sin duda, terminar enfrascado en un silencio testarudo, volverte un alma taciturna a pesar de poseer un atractivo físico, propio de quien se bañaría en halagos y miradas de deseo furtivo.

Pero no, no es así.

Mi belleza solo espanta, porque mi voz desaparecida y mis ojos siempre turbios parecen, según he logrado escuchar a hurtadillas, según dicen algunos-muchos a mis espaldas, no tener alma.

Soy, entonces, una coraza vacía que se mueve, de un lado a otro, con la mochila a cuestas y los deberes, siempre, a tiempo.

Pero: ¿qué es lo que ocurre, en verdad, en la oscuridad? ¿Qué es lo que habita, conmigo, tras las paredes de aquella habitación silenciosa y triste?

Secretos.

Muchos y muy poderosos secretos son los que pueblan, a mi lado, la habitación que habito desde que cambié cuando cambié, desde que hice lo que hice la primera vez que lo hice, tiempo antes de, siquiera, haber pensado en el suicidio, y mucho antes de haberlo intentado.

Cosa lamentable, también, eso de las perspectivas, porque la gente parece tener, cada día, menos opciones, menos –valga la redundancia– perspectivas.

Todos vuelven la mirada al mismo punto, de la misma manera, desde el mismo ángulo, con el mismo objetivo, con la misma mente vacía, con las mismas palabras repetitivas, vacías también, y con la falsa esperanza de ver cómo un todo se vuelve, precisamente, lo que creen y no lo que debería ser.

Y cuando ocurre lo que ocurre, si les gusta, se vanaglorian del tan impetuoso mérito como si fuese suyo, cosa que de mérito solo merece un puñetazo en la cara.

Porque todo es, en su mundo, vacío-sobre-vacío, vacío-con-vacío, vacío-para-vacío. Porque nada significa nada y a nadie parece importarle, tampoco, nada.

Y yo soy, fui, por mucho tiempo, nada.

Para ellos, para mamá, para mí.

Pero fui algo también.

Durante un período bastante extenso, bastante dinámico, fui algo, alguien, para todo un montón de anónimos, no tan anónimos, medio conocidos a base de redes sociales, de videojuegos y demás, todo por internet.

Y yo no era yo tras la pantalla, siendo del todo yo ante ella, como justificando el punto exacto en que me bifurcaba entre el que era-siendo y el que era-sin-existir, porque solo existía, precisamente, pestaña tras pestaña, entre fotos y salas de chat, entre foros y una lluvia de halagos que venían de todas partes.

Desde España hasta Alemania.

Desde Colombia hasta Brasil.

Deambulaba por rincones inhóspitos siendo recibido, siempre, con intensa calidez y muchas intensiones dobles, intensiones que aprendí a domar en poco tiempo.

Así que, si lo ponemos en cuestión de perspectivas, las cosas no le salieron tan mal, después de todo, a aquel al que llevaba dentro, que floreció bajo las narices de todo el mundo y que solo sabía contonearse, con alegría, en medio del barullo silencioso que se gesta, día con día, tras la pantalla de un ordenador y todo gracias al internet.

Porque yo, aquel que no-soy-yo, pero definitivamente lo soy sin remedio, sonreía demasiado durante las largas horas en las que yo, el que se posa ante la pantalla, deseaba ser más como el otro, sentirse más como el otro, sin darse cuenta que, al final, el otro no era más que yo mismo.

Porque te vuelves ciego, a veces, cuando una perspectiva crea la ilusión de que una cosa u otra son, precisamente, dos cosas muy distintas cuando, a veces, la perspectiva es otra, porque la cosa, el objeto, la persona que yace sembrada en el punto de bifurcación es tan solo una misma y no dos, como se ha venido creyendo desde un comienzo.

Porque yo mismo, siendo dos, soy solo y únicamente uno.

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