13.b
Su verdad no era del todo mía. Sé que solo fui un transeúnte momentáneo, una sombra que se arrastra con el pasar de las horas ni bien el sol cambia de posición. Su verdad era solo suya porque solo él parecía comprenderla por completo y yo no logré alcanzarla, aunque la tuviese en mis narices.
Según lo que me dicen, según lo que ustedes alegan ser una respuesta alternativa, me atrevo a decir que, quizá, tienen razón respecto a esa parte de nosotros, esa donde el amor, el sexo y las palabras bonitas solo representan un juego de niños.
No pienso admitir ni permitir que digan de él cosas absurdas: no estaba loco ni nada parecido. Estaba bastante despierto, cuerdo y al corriente de la inmundicia que consterna la vida de los imbéciles que la vivimos embriagados por la vanidad, por la sed de poder y el hambre de humillación.
Si lo planteamos desde sus palabras, oficial, quizá tenga razón, pero solo en parte. No, no lo considero un nuevo Jesucristo. La simple idea es, en sí misma, absurdamente estúpida y estúpidamente absurda. Pero sí, tenía una manera de ver el mundo demasiado complicada: todo parecía causarle dolor.
Yo le causé demasiado dolor antes de conocerlo. Y, ciertamente, él me había causado un dolor que, pensé, sería irreparable, pero resultó ser mi salvación. Él y su puta mentira, él y su tan jodido teatro degollaron al monstruo y sembraron en mí una oportunidad nueva, una necesidad relevante.
Amor. ¿Quién lo diría? Una palabra de apenas cuatro letras era, en realidad, la respuesta que había estado buscando a la maldición familiar. Una acción subjetiva complementada a sus tan lascivos actos e intenciones resultó ser, por muy tarado que suene el asunto, lo que me hacía falta para sobrevivir.
Convertirme en marica me salvó la vida y entiendo que se rían conmigo al decirlo de esta manera, pero es cierto.
Si no me hubiese enamorado de Silvana, quizá no lo hubiese conocido a él. Si no lo hubiese conocido a él, estoy seguro, no se habría suicidado como lo hizo al final de sus tan entrecruzadas resoluciones, no: yo lo habría matado a su debido tiempo, y sin planificarlo siquiera, porque su cuerpo no podría soportar más las agresiones del Silvestre monstruoso.
Las cosas sucedieron como sucedieron porque era necesario que así fuese con tal de equilibrarle la vida a alguien y, para lograr dicho equilibrio, una vida debe entregarse a cambio. Así funcionan los dioses, así trabaja la eternidad: el sacrificio, el tributo, la entrega ciega.
Un alma por un alma, porque es el precio justo. Pero su alma, afligida y rota, valía más que la mía. Su vida, a pesar de estar marchita, valía mucho más que la mía. De nada sirve rescatar al monstruo si el hermoso Ángel tiene que partir, de nuevo, y abandonarnos en medio de la oscuridad.
Nos hemos cegado ante una realidad que carece de sentidos, porque nadie ve nada, nadie escucha nada, nadie siente nada: todos se han vuelto zombis tecnópatas, con la vista siempre perdida ante una pantalla y la cabeza siempre metida en vidas que no existen en verdad. Y él lo demostró de la peor manera.
Me demostró también que lo nuestro fue un accidente, porque el amor trabaja mejor siempre cuando es por accidente.
Yo solo esperaba salvarlo a él, así como él logró salvarme de un sueño radical y obtuso. Esperaba aferrarme a él en vida e interrumpir así su muerte. Divagar juntos por el existir mientras buscamos la manera de escapar de la prisión que nos había prescrito Dios a modo de broma.
Porque este mundo es una puta broma. Todo en este mundo es, esencialmente, una maldita y estúpida broma, un mal chiste, una triste comedia y nadie parece notarlo, aunque todos parecen sufrirlo.
La verdad es, en sí misma, breve. Casi tan breve como lo fue su presencia en mi vida. Y dolorosa. Tan dolorosa como la estaca imaginaria que te perfora el corazón, noche tras noche, cuando, entre un recuerdo y otro, ves florecer una nueva muerte en tu interior devenida de su nombre.
Cuando te das cuenta que ese algo que carecía de nombre tiene sentido tangible, cada día es una vida perdida y cada noche es un nuevo entierro. Porque mueres en medio de la noche para luego, al amanecer, volver a levantarte en busca de un sentido ya perdido, de una vida ya robada, de un significado.
Te quedas con las manos vacías.
Te sientes irremediablemente vacío.
Te entiendes increíblemente roto.
No existe manera de escapar de aquella nueva prisión dentro de la prisión ya existente. El encierro en el encierro. El olvido en el olvido. La muerte más allá de la muerte estando, aun, con vida.
Son cosa de vivos.
Son cosa de verdades imperecederas.
Son cosa de realidades que van más allá de la carne, del hueso, de la sangre. Realidades no palpables que transitan entre esta y la otra vida, yendo y viniendo en ciclos espasmódicos de tiempos que no existen pero que convergen, a diario, en nuestras narices.
La prisión no es una prisión, solo es una de las muchas formas que tenemos de darle significado a este mal que llamamos existencia.
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