12.a
Las horas dejaban de ser solo eso. Las horas se tornaban, en cuestión de besos, un asunto metafísico, un equívoco más del universo, un desbalance preciso dentro de una muy complicada ecuación cósmica.
¿Qué papel cumplía yo dentro de aquel extraño predicamento universal? ¿Qué misión tenía Silvestre inscrita en la masa física que le daba forma durante nuestros encuentros en solitario? ¿Qué resoluciones se cumplían durante el altercado de nuestras complejas, distintas, aunque paralelas, realidades?
En aquel entonces no lo sabía. Hoy todavía no lo sé
En aquel entonces no me importaba. Hoy me importa menos todavía.
Entre nosotros, los asuntos universales se volvían tema. Los temas se volvían, entonces, cada vez más relevantes, cada vez más complicados y menos fugaces, todo a causa de la desnudez.
Los asuntos de la vida y de la muerte empezaban a perder sentido por completo porque el sentido, en sí mismo, quedaba consumido por una idea simple, muy simple, donde Silvestre me hacía compañía sobre la cama, donde mandábamos al carajo la ropa, donde nuestros cuerpos se interconectaban en busca de no separarse jamás.
Aquello había dejado de ser solo idea.
Aquello había dejado de deambular a solas entre una cabeza y otra.
Aquello había sido, en cuestión, el equivalente a un bigbang miniatura estallando en mis adentros. Y fue así cuando lo sentí arremeter en mi contra como lo hizo, cuando, finalmente, sentí su cuerpo como algo que va más allá de una simple y curiosa fantasía de clóset.
Tuvimos relaciones. Tuvimos sexo. Cogimos. Garchamos. Tiramos. Me lo metió. Me sometió. Me clavó. Me hizo morder la almohada. Llámenlo como les venga en puta gana, me vale verga: lo disfruté esa vez, la primera, de la misma manera en que lo disfruté las otras tantas veces que lo hicimos después.
Luego de haberme sincerado con él, luego de develarle los secretos de Silvana, sus fotos, videos, conversaciones y demás, el pudor se fue al carajo, así como se fue al carajo mi capacidad de contenerme detrás de mis tan naturales silencios.
Ya no podía fingir.
Ya no podía aguantar.
Ya no lograba someter bajo presión a aquel obtuso e infame sentimiento devenido de un enamoramiento vano y vil. Tampoco era capaz de sobreponerme y contradecir mi propia contradicción: de verdad quería amarlo como había empezado a hacerlo.
El sexo fue la clave de mi derrota.
El sexo fue, también, su máxima condena.
El sexo fue, sin salirnos demasiado del tema, la más intransigente de todas las decisiones que teníamos que tomar: tarde o temprano ocurriría y, de a poco, su cualidad intransigente dejaba de ser tal cosa.
Y las horas dejaban de ser solo eso. Cuando me arrebataba la ropa para dejarme marcas con su boca, cuando sus manos me acariciaban más allá de la piel, cuando el calor de su cuerpo llegaba hasta lo más profundo de mi existencia era cuando el cosmos se volvía palpable y hasta el sinsentido cobraba sentido.
Sus manos rodeándome la cintura eran, para la liberación de todos los males, la mejor de todas las señales físicas de las tantas que nos ingeniamos a compartir cuando la ropa no se interponía entre nosotros.
Comencé a entender ciertas cosas que yacen ligadas al amor, aunque el amor a veces se desliga de ellas. Comencé a comprender, también, la importancia que tiene la verdad cuando su cuerpo, desnudo y sin defensas, revolotea bajo mis sábanas mientras me hace repetir su nombre entre quejidos involuntarios.
Estoy consciente, señores, que quizá mis palabras y su imaginación no se conecten demasiado bien mientras me escuchan decir lo que les cuento, sobre todo por la manera en que se los cuento, pero es entendible: no todos saben lidiar con asuntos de maricas como nosotros.
Soy consciente, también, del desagrado que sienten respecto a ciertos asuntos, a ciertos detalles, a ciertas nimiedades privadas que solo nos concierne, respectivamente, a Silvestre y a mí. Me disculpo por ello, pero nada se puede hacer contra la verdad cuando se la está buscando, sobre todo cuando ya la has encontrado, así como ustedes encontraron estas grabaciones.
Tal vez piensen que mandé a la mierda mi sentido del decoro debido a Silvestre, pero hay que aclarar una cosa, y aprovecharé para hacerlo en esta ocasión y no en otra después: no nos malinterpreten, no nos tilden con nombres que no son o con nombres que no merecemos, no cometan semejante estupidez simplemente por no saber lidiar con una verdad ajena a la suya.
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