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11.b

¿Y cómo saben ustedes sobre ese incidente?

¿Acaso me han estado mintiendo tan descaradamente cuando ustedes conocen cosas que, se supone, nadie debería siquiera conocer?

¿Qué otras cosas saben y no me han dicho? ¿Cómo carajo es que saben nada? ¡Y no me vengan con sus pendejadas policiacas! Ustedes saben, y muchísimo mejor que yo, que no sirven para mierda.

Y no, durante ese episodio no ocurrió nada de lo que señalan, payasos mentecatos. Lo único que ocurrió durante aquellas largas horas de absoluta oscuridad fue, simplemente, un intento por mantener vivo a aquel crispado suicida.

Estaba en crisis, una crisis de pánico que recuerdo bien de mi hermano mayor, porque las tenía muy a menudo cuando éramos más jóvenes, cuando éramos todavía unos niños.

Yo todavía no era el monstruo que mi madre esperaba no existiese nunca, pero Santiago se marcharía antes de alcanzar los doce y ahí el monstruo se sembraría en mi interior, o al menos eso me dijeron en terapia.

Pero eso no importa, aquí yo no tengo mayor relevancia a la que tiene un segundón en una película de bajo presupuesto. El importante es él, y, de nuevo: no, no ocurrió lo que ustedes piensan, al menos no todavía.

Ambos teníamos la idea, era obvio. Sus miradas y las mías comenzaban a ser más claras, comenzaban a comunicarse de una manera tan única que era casi posible el pensar que nuestras miradas tenían inteligencia propia.

Yo quería llevarlo a la cama, no lo niego.

En aquel momento lo habría negado hasta la muerte con tal de no enmarcarme dentro de los terrenos del muchacho raro. Cualquiera que se atreviese a decir lo contrario terminaría escupiendo sangre al final del día.

Él lo sabía. Lo sabía muy bien.

Él sabía que yo haría de todo, a manos del monstruo, con tal de mantener en el más completo de los secretismos aquella extraña y súbita relación que había empezado a florecer entre nosotros. Una relación que era, en realidad, la respuesta que había estado necesitando desde hacía demasiado tiempo.

Él también lo sabía.

Lo sabía casi a la perfección porque había empezado a liberar los candados que me retenían detrás del Silvestre que todo el mundo conocía. Detrás de la imagen monstruosa que me representaba era, precisamente, donde me encontraba oculto.

Existir en ambos planos era, como tal, un asunto impredecible.

Era, también, una cuestión de inmensa tolerancia, porque tenía que tolerar entonces la idea de ser un maricón de clóset cuando me paseaba por aquella habitación solo para tenerlo entre mis brazos y atosigarlo a punta de besos intensos y caricias inmorales.

De a poco fui desterrando mis miedos respecto al tacto, porque fui el primero en hacer algo inapropiado.

De a poco recorrí, después de aquel incidente a oscuras, los espacios que solía encubrir con la ropa que le encantaba vestir. Y no solía vestir como alguien normal: si acaso quedaban al descubierto sus manos y la cabeza era porque tenía que usarlas.

Me hizo quedar como idiota en más de una ocasión, pero no lo culpo por ello. Yo solía llegar sin avisar, y su madre me dejaba ir y venir como me diera en gana, cosa que él parecía no aprobar del todo. Pero, en fin.

En una de esas apariciones sorpresa, tras abrir la puerta como si la habitación fuese mía, me tropecé con la imagen más patética que pudiese haber visto jamás en mi vida, y yo, siendo hombre, caí rendido ante ella sin remedio.

Su cuerpo yacía desnudo, tendido sobre la cama, de ojos cerrados y leves gimoteos que se zafaban de su garganta. Se tocaba. Se tocaba mientras fantaseaba con mi nombre sin siquiera haberse dado cuenta de mi presencia.

Preguntarme qué fue lo que hice es, aparte de estúpido, incómodo. Y con esto, caballeros, les pido que cierren el pico y se larguen si solo piensan seguir preguntando pendejadas para joderme el poco buen humor que me queda.

Para satisfacer su curiosidad estúpida y para que quede grabado en la cámara que, sé, me ha estado apuntando desde el otro lado del espejo, lo diré sin miramientos, sin rodeos: me lo cogí.

Ese día, después de tanto rondar aquella puta idea, después de tanto confrontar una realidad que, ante el espejo, ya no era desagradable, me dejé llevar por la tan vívida imagen de aquel Ángel sin alas.

Me abalancé sobre él como animal hambriento y, lo juro, se asustó de tal manera que me obligó a dejar la habitación. Increíblemente, yo le hice caso. Y su decisión duró casi tanto como dura un suspiro entre los labios.

¡Me lo cogí!

¡Me lo cogí como nunca me había cogido a nadie y no superé el asunto por varios días!

Obviamente, ni él ni yo dijimos mierda del asunto. Era como si nunca hubiese ocurrido tal cosa, como si nunca hubiésemos hecho nada en lo absoluto: todo siguió como si nada.

Nos besábamos como siempre.

Nos acariciábamos como siempre.

Nos mirábamos como siempre.

Hablábamos como siempre.

Todo a hurtadillas, todo en secreto. Todo en su habitación, siempre en su habitación, porque no había lugar más seguro para ser nosotros mismos, el uno con el otro, y sopesar con la tan errónea idea que se haría el mundo exterior respecto a nuestra historia.

Cosa de tolerancia,  dirían unos, los más pendejos. Pero es simple cosa de maricones y solo los maricones sabemos verlas, entenderlas y afrontarlas como una realidad tan natural como el amor que le tenía a ese extraño personaje, a ese extraño suicida.

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