10.b
Al igual que la primera vez, se me quedaba mirando con un gesto muy curioso y tierno en el rostro. Era como si me preguntase si de verdad era yo quien hacía todo aquel alboroto, si no se trataba de un asunto imaginario.
Yo también me preguntaba lo mismo. Y lo hacía con la misma regularidad con la que solía dejarme llevar cuando estábamos a solas, cuando me dejaba caer sobre su cama para darle inicio a otra jornada absurda de acercamientos bruscos.
De a poco comprendí que Silvana ya no estaba en la ecuación. Comprendí que aquellos besos que solía robarle con infame intención provenían de motivos muy contrarios y para nada infames.
Deseaba hacerlo.
Deseaba sentir esa extraña sensación en los labios, sensación que no conocía de nadie y que, de un momento a otro, se convirtió en el motivo intencional que sustentaría el nombre de cada maldita cosa que hicimos ocultos en aquella habitación.
Si hacemos un recuento del asunto, jamás hablamos del asunto propiamente dicho. Todo sucedía ante nuestros ojos como cuando ves salir el sol y teñir la mañana de colores cálidos. Así era él cuando yo llegaba y, creo, también en mí se notaba algo parecido.
Silvana se volvió un nombre gracioso entre nosotros. Un recuerdo compartido y verdades accidentales que, de un día para otro, iban tomando forma para los dos: digamos que son cosas del karma o del destino, qué sé yo. Ya todo había sucedido.
¿Que qué hice entonces? Pues, seguirle el juego. ¿Qué más iba a hacer? A esas alturas, cuando Silvana surgía como nombre, yo sabía que algo faltaba de por medio, que habían ciertas verdades incompletas a lo largo del camino y no sabía cómo confrontarlo sin dejar salir al monstruo.
Fue cuando surgió un insólito juego de chantajes entre uno y otro, porque yo quería cosas de él y él, obviamente, quería cosas de mí.
Por parte y parte, lo que uno u otro quería era, en cuestión, un amasijo vergonzoso difícil de expresar en voz alta.
Yo no sabía cómo decirle que me hablase de Silvana y de todo lo que había hecho. No sabía, siquiera, cómo plantearle el asunto sin que se sintiese amenazado, perseguido o investigado porque, a fin de cuentas, las tres cosas sucederían de todos modos.
Aclaro de una vez por todas: todo esto ocurrió de una manera tan lenta que, si intento calcular cuántos días me tomó llevarlo a cabo, perdería mi tiempo porque tampoco le presté demasiada atención a dicho asunto. Él, muy probablemente, si lo hizo, como siempre.
Volviendo al tema, cuando logré pellizcar un poco el tema, cuando logré revivir a Silvana, su expresión fue muy inquietante, intranquila. Quizá se trataba de un asunto, de verdad, delicado y difícil de abordar.
Pero yo quería saberlo.
Quería saber todo cuanto pudiese de él, de Silvana, de lo que había hecho y dejado de hacer, de lo que había pensado antes y de lo que pensaba ya luego, mientras compartíamos en secreto una cercanía floreciente.
Imaginé muchas cosas.
Imaginé demasiado.
Imaginé asuntos, en sumo, delicados e, inclusive, tan grotescos que, por un momento, la verdad que desconocía me dio miedo. Pero ya habíamos abierto la puerta y no podíamos dar la vuelta.
Chantaje. Lo primero que se me cruzó por la cabeza fue eso: chantaje. Cualquiera que hubiese descubierto todo lo que yo había encontrado semioculto en aquella habitación, en aquella computadora, lo usaría para chantajearlo y controlarlo a placer.
¿Que por qué no lo hice? Díganme ustedes, sabiondos mentecatos: ¿qué carajos ganaría yo con eso? ¿Qué podía darme él que yo no tuviese ya? Lo único que él estaba dispuesto a darme ya me pertenecía, y me refiero a él.
No había en aquella casa ningún objeto más valioso que él mismo, y me pertenecía. Desde el momento mismo en que se desnudó la verdad que había tras aquel nombre, tras aquella identidad falsa, tras aquella ropa de niña que llevaba consigo para demostrar que todo era cierto, él me perteneció.
Y ahora Silvana también me pertenecería.
Su imperio de puta a petición volvería a ver la luz solo para encararse conmigo y, así, hacerme comprender un millón de cosas que antes carecían de sentido para mí.
La cantidad de cosas que existían detrás de Silvana eran impresionantes. Estaba sorprendido, malditamente sorprendido porque, ni en un millón de años, yo hubiese podido imaginar las cosas que vi en aquel computador.
Cientos de imágenes, de videos, de conversaciones repletas de secretos oscuros, enfermizos, depravados. Silvana se paseó entre placeres frustrados y sujetos dementes, entre conversas sexuales y shows privados con paga real.
Y Silvana parecía disfrutar de aquellas atenciones, de aquellos juegos, de aquellas humillaciones revoloteando entre variopintos juguetes y un vestuario casi ilimitado, como si se tratase de una muñeca.
Esa había sido la primera vez que degustaría lo que llevaba consigo más allá de la ropa. Estaba avergonzado a morir, lo admito, pero más que avergonzado, estaba celoso. Yo, el heterosexual que había empezado a vacilar a manos de un maricón súper raro, sentía celos, no sé de qué.
Y no sentí asco de su cuerpo, para nada. Me excitó. Verlo con aquellas prendas de niña, con aquel vibrador entrando y saliendo de él, con su erección a toda máquina me hizo pecar, una vez más, contra mí mismo.
Volví a pensar como un pendejo y me preguntaba, mientras veía las fotos, mientras veía los videos, cómo sería si lo llevase a la cama. ¿Era cosa del ángulo y la cámara que lo hacían lucir así de ardiente y sensual? Y perdonen si sueno demasiado marica para sus oídos, señores, pero, ustedes me exigen honestidad y yo les cumplo.
Durante un par de días, después de aquello, no pude sacarme de la cabeza las imágenes que había visto, los gemidos que había escuchado, las expresiones que él había hecho mientras hacía lo que hacía con sus juguetes multicolores.
Durante un par de días más, después de aquello, luché contra el impulso de querer masturbarme pensando en lo que había visto. Me resistí a hacerlo porque, si de verdad iba a masturbarme, lo haría por el rarito, pensando únicamente en el rarito y no en la farsa que había interpretado en aquellas imágenes.
Fue poca la lucha, en realidad, la que tuve conmigo mismo respecto a si iba o no a aceptar el hecho de seguirle el juego al rarito: yo ya estaba enamorado y no podía hacer nada más. Y lo peor se avecinaba, precisamente porque no podía arrancarme esa desnudez suya de mi cabeza.
Quería verla enserio.
Quería sentirla enserio.
Quería experimentarla y obsesionarme con ella, así como me había obsesionado con Silvana. Iba a deshacerme del fantasma fantasioso de una muchacha que no existe desquitándome con la belleza de cuerpo que se gastaba su creador.
Mientras pensaba en cosas sin sentido, caí en cuenta de que, tras sus reacciones, tras sus miradas, tras la muestra impúdica de todas sus bajezas y de su putería desvergonzada, había un deje de chantaje.
Él quería todo aquello conmigo y, ahora, yo quería todo aquello de él. Había caído tan pendejamente en los deseos de aquel rarito súper puta que, si quería ser puta otra vez, sería solo y únicamente mi puta. Mía y de nadie más.
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