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10.a

Podía convencerlo. Podía hacerlo cambiar de parecer. Podía hacer que se quedase conmigo si se lo pedía, si abría la boca y me dejaba llevar, entre un verbo y otro, entre una súplica y otra. Yo era suyo y quería que lo entendiese.

Esa vez fracasé, aunque no totalmente.

Él se fue. Me hizo a un lado, abrió la puerta y, después de titubear, desapareció tras ella llevándose consigo un leve rastro de mi impregnado sobre la ropa.

Como dije: fracasé. La cena, a medias, me esperaba todavía en el comedor. Junté ambas porciones, la suya y la mía, y me las llevé a la habitación. Me preparaba para un ataque de ansiedad que estaba a punto de una erupción.

Hice el papel de tarado al ponerme a llorar ni bien me senté al borde de la cama. ¿Por qué llorar? ¿Por qué no simplemente agradecer que aquello había terminado? Es que, una vez más, me había equivocado: una mala costumbre que no terminaba de erradicar.

Me olvidé del reloj. Me olvidé de la vida. Me olvidé de cerrar la puerta y apagar las luces y simplemente me dejé caer sobre la cama a acabarme la cena.

No noté diferencia horaria alguna, así que, por primera vez, no supe cuánto tiempo había transcurrido a mi alrededor cuando, de golpe, un portazo desconcertante me sacó de aquel ensimismamiento mío.

Muchas fueron mis preguntas en aquel instante, así como muchos fueron, también, mis temores. Sentí miedo, un puto miedo que me dejó inmóvil, de pie junto a mi cama, con la mirada fija sobre la puerta de mi habitación.

Tal vez se trataba de mamá que había vuelto. Tal vez un ladrón notó mi descuido y aprovechó el momento para entrar, para hacerse fortuna con la poca basura que había en casa. Pero no se trataba de eso.

La puerta, ante mis ojos, se abrió y Silvestre apareció con un gesto de molestia y preocupación nada usual. Y me golpeó, pero no como solía hacerlo. Me insultó, también, de una manera diferente y recalcó lo imbécil que había sido al dejar la puerta sin seguro.

¿Y yo? Estaba a punto del desmayo. Estaba a punto de perder la consciencia a causa de un susto terrible. Pero era él. Se trataba de él que había vuelto a mí, que estaba conmigo una vez más y me devolvía la mirada que solía devolverme cuando era Silvana.

Como dije: esa vez fracasé, aunque no totalmente. Ahí estaba él, un tanto intranquilo, incómodo a morir, mientras yo lo abrazaba por segunda vez a riesgo de despertar, una vez más, al monstruo de siempre. Me importaba un carajo.

Abrí la boca. Hablé como suelo no hacerlo nunca y dije verdades complicadas, verdades que eran mías cuando no era yo mismo. Verdades dolorosas. Verdades en todo concepto. Él no quería escucharlas.

No, cállate, serían sus palabras en todo momento mientras lo tenía prisionero entre mis brazos, mientras insistía, entre una palabra y otra, a abrir la boca y declararme culpable.

Que te calles ¿no entiendes? me decía luego, tomándome por los hombros y apartándome de sí. Estaba furioso conmigo.

Yo también lo estaba, pero no importaba. Necesitaba hablarlo, necesitaba disolverlo todo entre palabras a media voz para que él y solo él me escuchase, me entendiese, me conociese como se supone debía haberme conocido.

Solo estaba siendo yo y nadie más que yo. Solo buscaba ser yo como nunca antes había podido serlo ante nadie, ni siquiera ante mi propia madre, ni ante el maldito de Kevin. Solo podía hacerlo con él, solo quería hacerlo contigo Silvestre.

Hacer el primer contacto, esa era la meta. Acercarme a ti para aclararlo todo, para acabar con todo, para seguir con nuestras patéticas vidas tal y como las conocíamos, aunque mis deseos fuesen, en realidad, otra cosa muy distinta.

Y lloré. Lloré como una jodida niña. Lloré hasta caer de rodillas ante él para pedirle perdón por lo que hice, por lo que dije, por lo que intenté hacer y por lo que resultó de todo aquello.

Lloré como el maricón que era a la espera de sentir una patada en las costillas o en la cabeza, cosa que no sucedió. Le entregué al monstruo en bandeja de plata para que lo aniquilara y tampoco lo hizo.

Alcé la mirada y lo tenía ahí, sentado frente a mí, con una mirada desconcertante en los ojos y un temblar en las manos que no sabía cómo traducir.

¿Ira? Tal vez.

¿Desprecio? No lo creo.

¿Asco? Ya no más.

¿En qué estaba pensando? Esa fue la nueva pregunta que me hice cuando, al secarme las lágrimas, se lanzó sobre mí para besarme en la boca como solo lo habría hecho con una mujer.

Contacto. Había hecho contacto.

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