1.a
La suerte pareció intentar favorecerme el mismo día en que había decidido acabar súbitamente con mi vida.
Había sido tan descuidado hasta ese momento que, de una u otra manera, no podría percatarme de cambio alguno a mi alrededor, pero esa no era excusa para decir que no habían estado ocurriendo cambios en realidad, porque simplemente lo ignoraba de momento, así como suelo ignorar cuanto existe en los alrededores cuando estoy presente en ninguna parte.
¿Por qué hacía tal cosa?
Era, en parte, quizá, por las aflicciones contraídas en el deambular de los cortos años de vida que tenía como si se tratase, tal vez, de un virus que bambolea a lo largo de las corrientes de aire.
Era, en parte, quizá, por el abandono llevado a cabo por mi padre y la sobre exageradas fragilidades de mi madre, su fiebre fatalista y sus ataques de depresión constante, hasta que se recuperó de ello contagiándomelo a mí, porque no me volví a levantar de la cama siendo el joven preadolescente que debía ser y que luego, tres o cuatro años más tarde, se perdería tras una pantalla para vaciarse el descontento siendo un alguien que no existe en realidad.
Una cortina de humo existencial, como me habría dicho tantas veces el cretino de mi terapeuta.
Para él esas palabras tenían, siempre, sentido y razón de ser, para mí, en todo caso, no son más que simples y superfluos equívocos de un observador, también, equívoco, porque no sabe nada de mí, porque no me conoce a mí, porque no tiene idea de quién soy yo, precisamente porque yo no existo, porque yo morí en pleno tránsito mientras mi madre terminaba de superar el abandono de un hombre cuyo rostro ya no recuerdo y que, entre una cosa y otra, entre un olvido y otro, entre un abandono (el de él) y otro (el de ella), me fui consumiendo como se consume un cerillo encendido. De mí no quedó nada más que el rostro.
¿Se trata de un recuento?
¿Se trata de una antología?
¿Se trata de un intento por zurcir las hilachas sueltas de una vida que perdió sentido ni bien había empezado a formularse?
Preguntas de terapeuta, lo sé.
Visitar a ese maldito cínico pervertido me dejó secuelas. Secuelas perecederas, pero, a veces, indescifrables. Indescifrables porque son palabras prestadas, aunque surjan de mí, que intentan contraponerse a lo que haya dicho, a lo que haya hecho o a lo que haya siquiera pensado como esperando que vuelva hacia atrás mis pasos y recapacite lo que había dicho-hecho-pensado.
Se siente como tener una mente ajena dentro de mi propia mente. Porque, según él, nunca se despertó en mí la noción de "consciencia", por tanto, mi inconsciente no me dirigía palabra alguna, fuese con la voz del ángel, fuese con la voz del diablillo.
Nada.
Nada de eso había sucedido nunca porque no soy más que un individuo carente de emociones, carente de envidias.
No siento más de lo que siente un corte de res cuando lo echas al fuego, cuando le das la vuelta y ver si se está dorando, cuando lo sacas para rebanarlo, repartirlo, servirlo entre varios invitados y, finalmente, ser devorado por los sonrientes comensales.
No siento más de lo que debería sentir, si está a mi alcance sentir algo, porque tengo la palanca de la vida en neutro.
Pero deberías intentar cambiar de velocidades, me habría dicho una vez más el cretino de mi terapeuta sin disimular la lascivia que vomitaban sus ojos cuando me miraba. Deberías tomar el control del auto, porque es tu auto, mover la palanca, cambiar las velocidades y abrirte paso por un carril distinto.
Pero lo dice como si no hubiese pensado en ello, porque siempre lo dicen de esa forma, como si uno fuese un cretino que no ha pensado en nada y que, simplemente, ha cerrado los ojos y se ha dejado caer de espaldas hacia el vacío.
Y no es así.
No es así como él y cualquier otro tarado idiota, con sus tan imprudentes salidas prácticas, creen que son las cosas, porque ya uno, desde el silencio, desde el encierro, desde el exilio social, ha pensado en ello y en otras muchas cosas.
¿Por qué no tomar el control del auto si es tuyo?
Porque el motor nunca se ha encendido.
¿Y por qué no lo enciendes?
Porque no tengo las llaves.
¿Y quién tiene las llaves?
Si lo supiera no tendría que aguantarme tu pedófila cara, Kevin, y no malgastaría el dinero de mi madre en estas sesiones inútiles en las que, según tú, he progresado, muy lentamente, pero he progresado.
¿Cuál ha sido ese progreso? No me he perdido ni una sesión y todavía no encuentro el fulano progreso. ¿Acaso te burlas de mí, Kevin? ¿Te parece divertido todo este asunto en el que intentas colarte a modo de príncipe azul?
Me das asco, Kevin.
Tú y tus miradas me dan asco.
Tú y tus siempre profundas resoluciones me dan asco.
Tú y tus nada disimuladas intenciones conmigo me dan asco.
El mundo entero me da asco.
Yo me doy asco.
¿Qué toca luego, Kevin? ¿Me rescatas y qué? ¿Qué salvaguardas? ¿Qué proteges?
La última vez que salvaguardaste nada, intenté cortarme las venas mientras estaba, todavía, a mitad de un común y corriente día de clases.
Y justo ese día, solo ese día, las cosas habían empezado a endulzarse un poco, y no me percaté de ello hasta tiempo después, cuando "me recuperé" de mi despreciable aventura, de mi Dantesco viaje de ida y vuelta hacia el infierno.
Y eso es lo que quisiera que entendieran, Kevin, tú y tus compañeros de trabajo, tú y tu gremio de tarados ignorantes, especialistas de hacer creerle nada al que ya en nada cree: intento desaparecer porque me han desaparecido ya estando aun despierto.
¿Qué diferencia hay, entonces, si me voy o si me quedo, si nadie podría siquiera extrañarme?
Ni siquiera tú, Kevin, porque sé que tus miradas me cambiarían por cualquier otra joven flor que atraviese esa puerta y que, al igual que yo, te necesite para recobrar el sentido de la normalidad.
Ahora dime, Kevin: ¿Qué es la normalidad? ¿Qué es, en la más simple de tus palabras, la normalidad?
Que tú estés bien, me responde, porque no noté que había dicho esto en voz alta. Porque no noté, tampoco, tiempo después, que la brevedad del asunto y mi desaparición despierta no habían entrado, siquiera, en un estado de pausa.
Porque, aunque estuve a punto de morir, el mundo siguió adelante su curso sin siquiera notarlo, aun cuando media vida me vio sobre una camilla, bañado en sangre, el día en que me sacaron a toda marcha de la escuela con el alma escurriéndoseme por entre los labios. Pero se tardó demasiado en salir, así como yo me tardé demasiado, también, en apretar el botón rojo y mandarlo todo al carajo, porque no tengo nada.
Y hoy, justo hoy, a seis meses, casi, de aquel momento, tengo que reconsiderar el decir que no tengo nada, porque, ahora, tengo un alguien. Y, muy a pesar de ello, la idea original no se ha ido hacia la nada: no.
Sigue ahí como aquella vez, Kevin, consciente de sí misma, consciente de mis faltas, de mis carencias, consciente de mis equívocos lamentables, de mis lamentaciones ilícitas, esas que suelo compartir a solas, conmigo, en plena oscuridad.
Porque me ha visto llorar.
Me ha encontrado, también, llorando sin motivo.
Me ha sorprendido, en muchas ocasiones, con la mirada perdida, con el corazón casi detenido y la respiración entrecortada, porque sabe que mi cuerpo da señales objetivas de que sufro en el alma y él parece ser el único que lo ha notado.
¿Y tú qué has notado en mí?
¿Qué has descubierto en mí que solo posea yo porque forma parte de lo que soy, de quien soy?
Seguramente nada.
Ni tú ni los tuyos ven nada porque somos solo ratas de laboratorio para darle sentido a un estudio que no estudia nada en realidad. Porque solo intentan sobreponer sus malentendidas ideas sobre nosotros para asegurarnos, luego, que esa es nuestra dolencia real.
Mentiras.
Todas son mentiras y lo sabes, Kevin, porque no sabes nada de lo que llevo conmigo, a cuestas.
Y él, sin estudios universitarios, sin maestrías, sin post-grados, sin doctorados ni ninguna otra pendejada de esas, lo ha descubierto todo de mí, solo a través de sus ojos, que son también mis ojos.
Indudablemente las cosas no son lo que parecen y, cuando parecen, no deberías intentar desglosarlas.
No deberías, Kevin, forzar tus palabras como quien fuerza una pieza de rompecabezas que no calza porque, al final, lo que es siempre será y, lo que parece, enalgún momento, se mostrará tal y como debería, y la pieza superpuesta no tendrá sentido porque todo seguirá de frente su camino y ella, así, superpuesta, no podrá irse a ninguna parte.
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