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E 0 3 [La suicida]


Darivio

10 años antes

Veo a tu reflejo suspirar a través del vidrio de la ventana. Apoyo mi mano en tu espalda y te estremeces. La quito y vuelvo a las sombras; no quiero perturbarte.

Un cosquilleo sube por mis extremidades; soy incapaz de entender por qué una humana como tú me hace sentir así. ¿Por qué nuestra especie debe encontrar el amor entre los tuyos, si no somos iguales, si nos enseñan que ustedes son inferiores?

En mi estirpe se cuenta la leyenda de que, a pesar de ello, tarde o temprano nos harán perecer hasta que dejemos de existir. ¿Será tan triste mi final, Micaella?

Mi hermana ya lo comprobó en sus tierras nevadas. Fue ingenua y acabaron con ella. Los humanos son peligrosos y no debemos subestimarlos; tenemos prohibido acercarnos a ustedes a excepción de que sean el ser que el destino haya elegido para nosotros: tú eres mi humana, Micaella, la única con la que podrá completarme y, a su vez, la que puede destruirme, la que tiene el potencial de llevarme a la decadencia.

Una lágrima resbala por tu mejilla y veo que tu garganta se contrae. Haces fuerza para contener el llanto, pero no funciona. El nudo te ahoga y no puedes respirar. La tristeza es poderosa y te está destruyendo. Desde que eres una niña convives con ella, pero ya no puedes ganarle.

En cambio, a mí me gusta tu sonrisa, Micaella. Me gustaría que sonrieras más seguido. Cuando te conocí, olías un jazmín que luego te pusiste en el cabello con una inocencia tan pura que movió algo en mi corazón. Y creo que lo hubiera hecho igual, aunque no estés destinada a mí.

Sé que quieres volver a posponer tu matrimonio, un ritual en el cual vestirás de blanco. Te acompañé a tu prueba de vestido. Cuando me viste en el espejo, detrás de ti, te pusiste muy mal. ¿Es por eso que estás así, Micaella? Dime lo que sea, ya te he dicho que, una vez que aceptes pasar la eternidad conmigo, te daré todo lo que desees. Te demostré que puedes confiar en mí; me pediste que saliera de tu mente y lo cumplí.

—Vete —dices al aire mientras te acurrucas abrazando tu cuerpo en el alfeizar de la ventana.

Pero no puedo hacerlo, y lo sabes.

Tomas el teléfono y lo llamas. Hablas con el humano que te hacía feliz y le mientes. ¿No se supone que debes ser honesta con él ya que será con él que usarás tu vestido blanco? ¿Qué significan los rituales para ustedes? ¿Acaso no son sagrados?

—El matrimonio debe esperar un poco más —pides. No entiendo por qué le has pedido más tiempo; podría saberlo, pero las promesas son inquebrantables en Alkivia, por lo que ahora tu mente me parece una intriga.

El humano ese no te cree, lo veo en su mirada. Piensa que hay alguien más, que ocultas algo; no está dispuesto a entenderte otra vez y, en el pasado, te ha acusado de infiel a causa de mis marcas... Pero seamos honestos, si no te hubiera pasado a ti, Micaella, tampoco hubieras estado dispuesta a entender algo así.

—¿Tu cuerpo se ha vuelto a marcar en «sueños»? —se burla, dolido. Escucho en su voz que no quiere lastimarte, pero no puede evitarlo. Le duele.

Sin embargo, no son mis marcas las que te llevan a pedirle tiempo. Algo cambió, es diferente. ¿Qué te está orillando a la locura, mi amada?

Suspiras, paciente.

—Necesito más tiempo para pensar en lo nuestro —explicas—. No estoy bien. —Es cierto. No lo estás. Te veo a tus ojos, y me encuentras. Lloras desconsolada—. No quiero que sigas cargando con mis problemas.

—Mica, deja que te ayude —murmura Lucca, culpable—. Te ayudaré a encontrarla de nuevo. Si pudimos hacerlo una vez, podremos hacerlo otra. O podrías esperar a que sea una adulta y...

—No. No lo digas —gritas y la ira dibuja surcos feroces en tus facciones angeladas—. Es mi hermana. No deberían mentirle. ¡Debería estar conmigo!

—Mica, por favor. Debes seguir adelante y darles tiempo a las cosas...

Sonríes, pero no es una sonrisa que deseo ver.

—¿Tiempo? ¡¿Tiempo?! —inquieres como si te estuvieran haciendo una broma de mal gusto—. ¿Ahora hablas de «tiempo»?

—Mica...

—¿No te parece que dediqué demasiado tiempo de mi vida en buscar a mi hermana menor?

—Mica...

—¿Entiendes que ella estaba en este maldito pueblo, pero se la llevaron para que no pueda decirle quién soy?

—Mica, déjame hablar. Sabes que no quise decir eso.

—Basta, Lucca —sentencias—. Si me quieres, esperarás por nuestro matrimonio.

—Micaella, basta. Déjame ayudarte. No estás bien.

—Ya no quiero que nadie me ayude.

Y cortas.

La llamada me permite comprender por qué te encuentras así. Yo tampoco volveré a ver a mi hermana, sin embargo, no puedo imaginar el significado de tus sentimientos . No sentía amor por ella, es diferente para nosotros.

No obstante, tu llanto desgarrador se encarga de transmitirme qué es lo que sientes. En la musicalidad de tus sollozos puedo sentir cada pieza de tu dolor como si fuera una sinfonía que reproduce el mío propio. Tu desesperación, la oscuridad de tu alma, la agonía. ¿Cómo es que ahí también puedes albergar tanta luz?

Si sigues así, te consumirás: no puedo permitirlo.

—¡Vete también! —gritas y avientas el teléfono hacia una sombra que piensas que es mía.

Lucca insiste por ti. Tú sigues posponiendo la fecha. Quieres cancelar, pero temes arrepentirte. Es lo poco que aún queda de tu cordura lo que te impide hacerlo.

Pero pronto dejo de oír la voz del humano que te corteja. Dices que soy lo único que te quedó. ¿Debería hacerme feliz eso, Micaella?

Te vuelves dócil, dejas que me acerque y me abres la puerta a tus pensamientos. Dejas que tus sueños se escapen de los límites de la realidad y se vuelvan una pintura salvaje de éxtasis y placer. Dices que soy una droga, el químico que diluye los síntomas de tu dolor.

—Te amo, Micaella.

Tú no me respondes. Aún no sientes amor por mí, lo sé y no negaré que me duele, pero más me duele que sigas consumiéndote en la decadencia de tu sufrimiento.

Estás marcada en mi piel, y yo en la tuya, Micaella. No puedes mentirme porque siento lo que sientes, pero potenciado. De tu felicidad, florecen las flores. De tu furia, erupcionan volcanes; de tu desesperación, ocasiono caos.

Puedo hacer tanto por ti, mi futura reina. Solo debes dejarme, aceptarme. Quiéreme como yo te quiero, ámame como yo te amo. Elígeme.

Mi vida existe por ti, y la tuya por la mía. Nuestras vidas están unidas, el destino así lo quiso y así debe ser.

Juntos por la eternidad.

Úneteme a mí, mi amor, acepta mi sangre; debes hacerlo o moriré. Hazlo, si no, no podrás vivir. Me veré obligado a acabar con tu insignificante vida, y luego con la mía. La decadencia me llevará a ello; no me orilles a ella.

Te haré feliz, te lo prometo. Y las promesas en Alkivia son para siempre. Te llenaré de riquezas, te amaré, tendrás todo lo que mi amor desquiciado pueda darte.

Todo.

Ven, encuéntrame en las sombras. Nací para ti, Micaella. Abandona tu insignificante y frágil vida humana. Zambúllete por mi amor y cumple tu destino conmigo. Acéptame. Aunque tu amor sea tenue en tu ahora, en algún momento lo harás; debes hacerlo. Está escrito.

Nuestras vidas son una vorágine de locura entrelazadas por las partículas de un universo que no nos pertenece.

Te detesto, Micaella. Tú puedes ser mi perdición.

Te amo, Micaella. Tú puedes ser mi salvación.

Te deseo, Micaella. Tú puedes ser mi condenación.

Te quiero, Micaella. Déjame ser tu ascensión.

El deseo primitivo es lo que guía a mi especie y, cuando el impulso más visceral te domine a ti, estaremos marcados para la eternidad.

Micaella, no me veas así. Me destroza cuando lloras. ¿Hace cuánto que no descansas, mi dulce Micaella? Tus trenzas, que antes adornabas, con jazmines, ahora lucen desalineadas. Dices que es mi culpa que Lucca no haya regresado; pero no te creo, ni tú lo crees. Estás mal por tu vida, porque si estuvieras conmigo, nada más te preocuparía.

Te desvistes con prisa para que no vea tu cuerpo y te metes en la ducha con los ojos cerrados. Acto inútil de por sí porque ya lo conozco en toda su extensión y por completo. He saboreado cada poro de tu piel y tú has anhelado por más, con tu espalda arqueada y tus mejillas sonrosadas.

¡Micaella, Micaella! Has tentado al ser que vive en mí, liberaste a la bestia. Eres lo que más anhelo en mi vida y lo odio con tanta fuerza. Odio que mi especie me condene a amarte, odio nuestro destino, odio amarte con tanto dolor.

Has nacido para mí; eres mi reina. Y aunque soy tu rey, quiero que me hagas tu esclavo. Eres lo que necesito. Dime lo que deseas y te lo daré, gime mi nombre con placer. Desgarra tus entrañas, suplica por más.

Seré tu amo.

Cuando te fundas conmigo y unamos nuestras sangres el tiempo se detendrá y tu humanidad dejará de darme asco. Te llevaré a mi Alkivia querida y te coronaré. Cada capricho que tengas se cumplirá, mi deber es hacerte feliz. Estás destinada a ser la próxima soberana de mi pueblo.

Ay, mi Micaella. Si tan solo vieras cuánto te amo. Conozco las nimiedades que haces, aprendí tu rutina y cada uno de tus gestos. Sé que cortas el pan en rodajas y lo metes al horno porque no confías en las tostadoras. Sé que agarras una chuchilla filosa para cortar las frutas o que detestas desparramar la mermelada con una cuchara.

Pero aún te cuesta creer en mí. Es normal. Ustedes nos rechazan. Debe ser así. En los inicios, antes de que la historia sea historia, nosotros los visitábamos. Intentamos convivir, pero no funcionó. Dioses vengadores, demonios, fantasmas, espíritus, mams, ángeles caídos, almas en pena, demonios, monstruos; nos dieron un sinfín de nombres como culturas se formaron. Si ocurría algo malo, con seguridad se referían a nosotros como los culpables.

Nos dimos cuenta de que nuestra naturaleza era incontenible, decidimos mantenernos en las sombras porque cuando vagábamos con libertad en su mundo, cosas malas sucedían, tanto para ustedes como para nosotros.

Pero el destino es retorcido y sin ustedes nosotros no tenemos futuro. Sin ti, mi reino no tendrá un mañana. Déjame hacerte feliz, así está escrito.

Veo a tus párpados temblar. Estás llorando otra vez. Tus lágrimas se mezclan con el agua de la regadera. Me pregunto en qué pensarás, pero no necesito mucho para adivinarlo. Tu dolor punza en mi pecho como una daga sobre mi corazón. Déjame consolarte, Micaella.

Termina de asearte y duerme, te veré en tus sueños. Déjame hacerte feliz aunque sea un momento, déjame que te haga sentir algo más que no sea dolor.

Vuelvo a observarte y descubro que una sonrisa triste se dibuja en mi rostro cuando veo que sales de la ducha. Te secas el cuerpo, más no el cabello. Desnuda y sin pudor, abres tus cajones y sacas una delicada prenda blanca. Descubro que es el camisón de seda y encaje, ese que compraste como parte de tu ajuar para tu noche de bodas. No entiendo por qué lo usas ahora si decidiste posponer tu matrimonio y Lucca no viene desde hace tiempo que, para un humano, podría parecer mucho.

Te abrazo por detrás y siento la humedad efímera de tu cabello. Dejas tu cuello a mi merced y lo beso. Te estremeces con mi tacto y arrugas los labios, un gesto involuntario que me pervierte. Soy solo una sombra, un reflejo de algo que no está en este mundo.

—Cuando duermas... —susurro, pero me detienes. Tomas mis brazos antes de que desaparezcan y me obligas a quedarme.

Obedezco. Soy el monstruo, pero necesito de mi ama y señora. Me arrodillo por inercia ante ti, pero tironeas para que me yerga. Entrelazas tus dedos con los míos y los ves por varios minutos. ¿Seguirás pensando que son de un color antinatural por mi piel violácea?

Luego, me ves a mí. Cada centímetro de mi rostro, de mi cuerpo. Acaricias los tatuajes negros que bañan mis brazos o las partes escamadas que recubren ciertas partes de mi cuerpo. Sin poder evitarlo, me relamo los labios. Me estás matando, Micaella.

Me dejo llevar por tu decadencia. Un abismo enorme de desigualdad y locura nos embarga. Me adentro en un frenesí agónico y bestial que deseo que se replique por cada instante de nuestra eternidad. El tacto real de tu piel contra mis ásperas manos es un regalo divino, mejor que los sueños en los que te hice mía con amor y con ternura

—¿Hasta dónde no me besarás? —preguntas.

—¿Hasta dónde no quieres que lo haga? —respondo.

Te ríes. El sonido de la risa se escapa de ti y hasta para ti es una sorpresa. Correspondo, agradecido, y por ello te muestro un futuro que podría darte, lo que podría ocurrir si aceptas.

Y entonces lo haces. Consumida por el dolor de la decadencia ocasionada por la pérdida, regresas a tu cajón abierto.

Tomas el arma, la apoyas contra tu cabeza y acomodas tus dedos contra el gatillo.

—Gracias —susurras y cierras los ojos.

Adiós, Micaella.

Acaban de conocer a él, a Darivio. 

Ahora nada será igual.

Último extra de No sigas la música (Parte 1)


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