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E 0 2 [La hermana]

Micaella

10 años antes

Cierro la puerta de mi departamento y la madera vibra por el portazo. Estoy frustrada, frustrada y cansada. Trabajar en una ciudad cercana me está matando, sin embargo, ahí me crie y no es tan malo como podría ser. Sin embargo, sé que si viviera allí, todo sería más sencillo. Sin embargo, los alquileres son costosos y mi lista de gastos pendientes es inversamente proporcional a mis ganas de tener un compañero de piso.

Los honorarios de los abogados son costosos y, aunque pronto me casaré con uno, le debo mucho dinero a la firma Brokes, para la que Lucca trabaja.

Suspiro hasta que mis pulmones se vacían por completo. Estoy tan cansada...

Llevo mis palmas a mis ojos y los presiono para evitar que las lágrimas desborden. Me desabrocho el tapado beige y lo arrojo al sofá mientras me dirijo a la pequeña cocina dispuesta en un minúsculo pasillo. Primero, coloco los jazmines maltratados que compré a salir del trabajo en agua y, luego, enciendo la cafetera. Tomo una taza limpia del secaplatos. Escojo la de siempre. Está ajada por los años y las grietas se extienden por todo el recipiente blanco y, aunque sé que en cualquier momento se puede romper, la sigo usando porque es especial. Me la regaló mi abuela cuando era una niña.

La dejo, vacía sobre la mesada de loza, y me encamino hacia el baño para prepararme la ducha. Estos son los días en los que me gustaría tener una bañera como la que había en la casa de mis padres, que luego pasó a ser la casa de mi madre, y ahora la posee un desconocido.

«¿La cuidará bien?», pienso. Solía juntarse moho detrás de un hueco entre los azulejos y la misma bañera. Una sonrisa nostálgica recorre mis labios cuando recuerdo haber encontrar una moneda allí abajo y fui corriendo a mostrársela a mis padres, quienes discutían en la cocina.

La sonrisa se borra.

Sin embargo, aunque también me siento destrozada en aspectos hasta inimaginables, también me siento feliz y agradecida. Lucca es un hombre maravilloso y no podría hacerme sentir mejor. Antes de ser mi prometido, se volvió mi mejor amigo, y el lazo que nos une es fuerte. Gracias a él, me conocí. Estoy casi completa y el vacío que navegaba en mi cuerpo se achicó de forma considerable. Sé también que, gracias a él, descubriré dónde está mi hermana. En el bufete de abogados logró convencer a su jefe para presionar al orfanato.

Y la verdad está cada vez más cerca.

Como nuestro inminente matrimonio.

Nos falta tanto y nada a la vez. Los preparativos están en marcha y las fechas no se detienen. Este fin de semana tenemos planeado ir a ver tres casas en la ciudad donde me crie, y una en Deeping Cross. La inmobiliaria que nos está asesorando, nos sugiere vivir en la ciudad por nuestros trabajos, además, Lucca no es muy amante del pueblo.

Y, si soy sincera, yo tampoco.

Además, la ubicación de una de ellas nos favorece porque la firma está unos pocos minutos en coche y, la pastelería en la cual estoy trabajando está a unas pocas cuadras a pie.

Tecleo una respuesta para Lucca mientras me sirvo una taza de café y me quito los zapatos. El aroma invade mi departamento por unos momento y me permito olvidarme de todo por un efímero instante. Cuando dejo el teléfono sobre la mesada, bajo el cierre de mi cintura y la presión que ejercía la falda, alta y tableada, se desvanece, dejando que el aire vuelva a circular por mi cuerpo. Doy saltitos para que la falda caiga al suelo y, cuando lo hace, me quedo solo vestida con mi camisa blanca.

Vuelvo a tomar mi móvil y lo meto en mi sostén. Luego tomo mi taza de café y un platito lleno de bizcochos de limón que preparé hace unos días. Me siento en el sofá para relajarme unos momentos y así terminar de quitarme la ropa. Botón por botón, abro mi camisa mientras lo único que escucho es el ruido que hacen los vecinos de arriba al arrastrar unas sillas.

Mi cena consiste en los bizcochos que, a pesar de estar algo viejos, aún están crocantes y conservan su sabor intenso. Mojados en el café amargo siento un estallido de sabor increíble y, mientras un pequeño gemido involuntario se escapa de mis labios a causa del placer que me causa la comida, otra vez me embarga esa oscura sensación.

Mi rostro se ensombrece y me veo obligada a dejar el bizcocho a medio comer en el plato. Pronto, el café me sabe a agua sucia y, para no escupirlo, trago con fuerza.

Dejo la taza sobre la mesita al tiempo que algo que va más allá que un simple escalofríos me recorre de pies a cabeza. Me siento observada y vigilada, como si una presencia que soy incapaz de ver, pero sí de sentir, me acechara en vida.

Y en mis sueños.

Porque allí fue donde comenzó todo.

Ya no soy capaz de precisar cuándo es que empezaron a teñirse de negro, pero sucedió y continúa sucediendo. Cada vez que duermo, él aparece ahí.

Al principio, solo podía verlo como un monstruo. Intentaba llegar a mí entre la bruma del sueño y las garras de la oscuridad, hasta que sus intentos comenzaron a ser éxitos. Sus trucos de magia me encandilaron y caí.

Los sueños llegaron a sentirse más verdaderos que mi propia vida, allí conseguía todo lo que no tenía, hasta una vida con mi hermana. Con él descubrí hasta lo que no deseaba, el placer pasó a ser moneda corriente, el deseo de lo prohibido me dominó.

Con él, yo me completé. El vacío en mi interior desapareció, sin rastros de haber existido.

Me prometió hasta un reino.

Y a mí me pareció un juego que no era real, inofensivo.

Hasta que dejó de serlo.

Y el sueño se desvaneció entre la bruma inicial para tomar parte de mi realidad.

Las marcas de nuestros encuentros comenzaron a marcar mi piel en la vida real y, lo que yo creía que era un placer culposo oculto en lo más recóndito de mi mente, terminó por empezar a desquiciarme y el hilo de mi cordura se volvió endeble.

Parpadeo y creo ver su sombra por el rabillo del ojo. Su presencia cada vez es más fuerte y, por él, recordé lo que era el verdadero terror. La figura de mis sueños comenzó a atormentarme por las noches y ya no me deja tranquila.

Noto que mi pierna está presa en un movimiento incansable a causa de los nervios. De un salto, me levanto y aparto las lágrimas que comenzaron a arremolinarse en mis ojos. Entro en mi pequeña habitación y abro la cajonera en la que tengo mi ropa interior. Revuelvo en busca de una prenda en particular que se ha ido al fondo del cajón y, al hacerlo, mis dedos rozan el frío del metal.

Instintivamente, quito mi mano como si de electricidad se tratase. No puedo creer que haya hecho eso. ¿Cómo es que fui tan irracional? ¿Acaso tan indefensa me siento? Termino por tomar unas bragas cualquiera y me alejo de allí con prisa.

¿Acaso un revólver podrá ayudarme a defender de una criatura que dice ser inmortal? ¿Servirá de algo contra él? ¿Podría siquiera atacarlo?

Cierro los ojos al tiempo que formo puños con mis manos y estrujo la pequeña prenda de ropa. Sin embargo, debo volver a abrirlos cuando veo sus ojos recortados a través de la negrura de mis párpados cerrados.

Entro al baño y despego el teléfono de mi piel, el cual se ha comenzado a pegar a causa del sudor nervioso que perla mi cuerpo, y lo dejo sobre sobre el lavado, donde debería ir un jabón. Luego, me quito la camisa y la dejo caer en el piso.

El espejo muestra sin piedad los vastos moratones que adornan mi piel, como si de un papel tapiz cubierto de humedad se tratara.

Pero no se trata de una pared ni de papel; es mi cuerpo.

Lucca ya ha empezado a dudar de mí, pues no sé cómo explicárselos. Recorro con cuidado las marcas de unos dedos humanoides, pero más afilados y puntiagudos que se han grabado en la piel de mis caderas y, sin desearlo, recuerdo el momento en que asumo sucedió.

Alejo esos pensamientos, pues no son momento de tenerlos. Ya en unas horas, cuando me duerma, no podré escapar de él. Me quito el sostén, las pantis de nylon y las bragas y, completamente desnuda, me observo en el espejo.

A simple vista, no parezco tan consumida. Pero eso solo es por el maquillaje. Con un poco de algodón y desmaquillante, comienzo a retirarme la base y el corrector. Debo usar otro algodón, pues el primero se ennegrece rápido. Con una pasada más, la realidad me visita y la demacración de mi rostro se deja ver.

Soy dueña de una palidez mortecina y de unas ojeras tan profundas que muestran algún tipo de enfermedad que no poseo. Recojo mi largo cabello rojo, el cual contrasta con la blancura antinatural de mis rasgos, y hago un moño desenfadado ya que no me lo quiero lavar ahora; prefiero hacerlo en la ducha de las mañanas, antes del desayuno. Doy un último vistazo a mi cuerpo, pero me obligo a apartar la mirada cuando lo veo parado detrás de mí, con sus manos sobre mis hombros y una mueca que atisba ser una sonrisa repleta de ternura.

Mi corazón aletea con furia y me meto en la ducha sin perder un segundo más. No me importa esperar a que el agua salga caliente, el primer shock helado me ayuda. Las gotas recorren mi cuerpo con insistencia y, con una esponja suave, lavo mi cuerpo con premura, sobre todo, la zona en la que mi cuello se une con mis extremidades superiores. Me ha nacido una necesidad de lavar bien cada parte de mi cuerpo que él toca, pues una parte primaria de mi mente piensa que está sucia.

Es irónico. El contacto con el agua siempre me calma, a pesar de que la lluvia me aterra.

Me concentro en las última palabras de Lucca y rezó con fuerza por que esta vez no se equivoque y, de verdad, traiga buenas noticias para mí. Me dijeron que habían conseguido un nombre, pero que debían comprobarlo antes de generarme —nuevamente— falsas esperanzas.

Esperanzas que albergo desde que era una niña. Desde que arrancaron a mi hermana recién nacida de mis brazos, cuando yo aún era una pequeña mocosa que había entrado al orfanato de Deeping Cross.

Y que, luego de cumplir la mayoría de edad y de que mis padres adoptivos se separaran, volví a Deeping Cross por ella. Cada día, desde ese momento, visito el orfanato en busca de información o que alguna de las monjas que quedan de aquella época se apiade de mí y me diga qué ocurrió con aquella pequeña.

De mis padres biológicos no recuerdo casi nada, solo las palizas y el olor a alcohol. De todos modos, tuve suerte. Viví con mi abuela materna por varios años en una relativa paz. Ella me cuidó hasta que murió dos meses antes de que naciera mi hermana pequeña.

Mi padre siempre fue una figura ausente que solo traía dinero una vez al mes, o cuando se acordara, dinero que mi madre se gastaba en alcohol y drogas. Nunca supe nada más de él, desapareció cuando mi madre se embarazó de alguien más; tampoco sabemos quién. Mi abuela, en cambio, fue una buena mujer, inocente y con buen corazón, ella de verdad creía que, cuando naciera mi hermana, mamá cambiaría. Murió creyendo eso.

Pero se equivocó.

Las palizas volvieron, como también las botellas vacías de alcohol.

Yo fui la que llamó a la policía por ayuda cuando mi hermana no podía parar de llorar por el hambre que sentía. Y ahí fue cuando encontraron a la que nos trajo al mundo, desmayada por lo que sea que había consumido, y débil por el puerperio.

Por mi culpa, ellos llamaron a servicios sociales y nos llevaron al orfanato de Deeping Cross. A mi madre le ofrecieron la oportunidad de ir a rehabilitación, pero ella la rechazó de inmediato, diciendo que nosotras fuimos su mayor error y que le estaban haciendo un favor al alejarnos de ella.

Poco tiempo después entendí qué significaba todo eso.

Sin embargo, no puedo culparla por lo que ocurrió. La culpa es algo que me pertenece a mí. Si yo no hubiera abierto la boca, como ella me lo había advertido, nada de esto hubiera ocurrido. No hubiera sentido mi corazón partir, no hubiera sido presa del llanto más desgarrador, no sentiría esta continua sensación de desazón con la que cargo desde que hace catorce años.

Tendría que haber sido más fuerte y haberme encargado de mi hermana. Era mi responsabilidad; le prometí a mi abuela que la cuidaría.

Salgo de la ducha y me coloco mi bata. Seco mis manos y mi rostro mientras suelto un suspiro cargado de impotencia. Abro la loción con esencia de coco y canela que descansa en el aparador y me la paso por todo mi cuerpo, regalándome caricias prometidas que me hacen sentir mejor conmigo misma.

La piel de mis piernas brilla con delicadeza y mi cuerpo comienza a sentir la relajación del baño. Me pongo la ropa interior y me reprendo mentalmente por no haber traído mi pijama.

Pronto, mi teléfono suena y sé que entra una llamada perdida por el estúpido tono chillón que se reproduce. Me apresuro a quitar la grasa de mis manos y, para cuando alcanzo mi teléfono, la llamada se corta.

La devuelvo con rapidez, pero me da ocupado.

«Maldita sea», pienso. Lucca y yo debimos haber marcado al mismo tiempo.

Salgo del baño masticando los pellejitos que adornan la uña del pulgar de mi mano izquierda, cuando entra un mensaje.

Nerviosa, abro el chat que tengo con mi prometido y leo su respuesta:

«Tu hermana fue adoptada por la familia Cooper».

¡Muchas gracias por las 100000 lecturas! 🤯💥

Son las mejores. 😭😭😭✨

Espero que este extra les haya gustado tanto como a mí. 😊 Escribir desde la perspectiva de Micaella siempre me pareció grandioso.

Y digo siempre, porque ella es de mis primeros personajes. La historia de Micaella nació mucho antes que No sigas la música, en un cuento llamado Tentaciones concebidas, pero el tiempo me dijo que era buena idea combinar su historia con la de Rain y, la verdad, ¡mejor no podría ser el resultado!

El último extra de esta historia lo subiré pronto.

¡Espérenlo con ansias! Marcará el inicio de la segunda parte de esta historia. 🎵🎶😈

Y recuerda...

Si la escuchas, no sigas la música.

Deeping Cross oculta más de lo que creerías. 🤫


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