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E 0 1 [La niña]


Hermana Augustine

25 años antes


La lluvia cae copiosa contra las ventanas del orfanato y las ramas de los árboles cercanos arañan las ventanas, ocasionando chillidos extraños y terroríficos. Las otras hermanas me habían comentado que las tormentas de Deeping Cross eran crudas y terribles, de esas que dejan destrozos a su paso, pero no les creí. Pensé que exageraban.

Soy una mujer simple, de campo. ¿Qué peor podría ser que una tormenta a la intemperie?

El viento sopla con furia y casi acalla el tictac incansable del reloj que está a mi espalda, al costado de la gran cruz de madera labrada. Intento que mi arrullo se vuelva más fuerte, pero no puedo. Es una pelea constante entre ambos sonidos.

Recién hace unas semanas que llegue al pueblo y, que me derivaran al orfanato, llenó mi alma de alegría. Estas niñas, los cuales algunas no han sido más que maltratadas por la vida, aquí pueden tener una oportunidad. Y, a pesar de que la directora estatal y la madre superiora no se lleven muy bien, siempre velan por el bienestar de los pequeñas, no hacen diferencias y las quieren a todas por igual.

Observo a mi alrededor y continúo meciéndome en la mecedora para terminar de dormir a la pequeña bebé que descansa en mis brazos. Es preciosa, frágil y diminuta.

Y es impensable lo que ha sufrido sin siquiera saberlo.

No llega a tener tres semanas de vida y, a pesar de los catastrófico de su nacimiento, todos sus estudios han dado perfectamente.

Poso mis ojos en ella y le acaricio la curvatura de su pequeña nariz, un gesto que la calma y la lleva a entregarse al sueño. Una sonrisa aparece en mis labios.

Sin embargo, esta se desvanece cuando un haz de luz que, por la ventana observo que cae en el bosque, es seguido por un trueno que hace retumbar todo en el bosque. Las paredes de piedra vibran y los cristales retumban de forma tal que pienso que se caerán en cualquier momento. Las luces de la habitación tintinean y un escalofríos me recorre la columna para erizarme los vellos de todo mi cuerpo a su paso.

Abrazo a la niña en mis brazos y la protejo del mal invisible que se cierne en mi imaginación. En eso, golpean la puerta del cuarto y una respingo me asalta. Tras mirar las agujas del reloj que sigue con su insistente tictac, veo que es hora.

El matrimonio ha llegado.

—Pase —hablo con voz clara, y lo suficientemente alta como para que la hermana Luz me oiga. Veo su silueta menuda a través del cristal distorsionado de la puerta. El dormitorio está vacío, pues nuestras otras hermanas están en sus quehaceres diarios u ocupándose de las demás niñas.

—Ya están aquí. —La muchacha, que apenas llega a la mayoría de edad, me sonríe—. Esperan en la oficina de la directora a la niña.

—De acuerdo, esas son las pocas pertenencias de la bebé —señalo con el mentón un bolso que descansa sobre una de las tantas camas que hay en la habitación, en espera de que lo cargue por mí.

La joven asiente con la cabeza y se dirige a tomar el bolso. Juntas, salimos al pasillo y este se oscurece por un momento. Las paredes opacas y sin vida vibran con una tristeza que no se aparta ni cuando regresa la luz.

De pronto, un fuerte portazo nos sobresalta y un grito infantil llega hasta nosotras.

—¡No! —grita de forma desgarradora una niña que sale disparada de uno de los cuartos. Por el ruido de un objeto contundente que se cae, noto que estaba parada sobre una silla para ver por el cristal borroso de la puerta de su habitación—. ¡No se la lleven! Por favor, no.

La niña corre hasta mí a los trompicones. Se cae y sus rodillas se llevan la peor parte. Cuando se levanta, noto que una le sangra, pero ella no parece siquiera notarlo. Es guiada por una desesperación más primigenia, bestial.

En un parpadeo, tengo a la menuda pelirroja arrodillada ante mis pies. Las lágrimas caen por sus mejillas sonrosadas y se mezclan con el mocos que gotean por su nariz.

—¡Dios mío, pequeña! ¿Estás bien? —me agacho a su altura para que ella pueda observarme, con cuidado de no molestar a la bebe que duerme en mis brazos, ajena a los disturbios causados por la mayor de las infantes.

—Por favor, hermana. No se la lleve —gimotea la pequeña ante mí—. Ella es lo único que tengo...

La hermana Luz se acerca a mi lado y, con un pañuelo que saca de su hábito, limpia a la pequeña con ternura. Por el rabillo del ojo, noto que está haciendo fuerzas para no llorar. Ya conocemos su historia, todas las hermanas lo hacemos.

El nudo que tengo en mi garganta crece.

—Por favor, por favor, por favor, por favorcito... —insiste la niña pelirroja con la voz rota mientras junta sus pequeñas manos en posición de rezo; sé que no sabe hacerlo, pero lo intenta; ya ha prometido hacerlo bien si la dejábamos quedarse con la bebé—. Se lo suplico. Deje a mi hermanita conmigo, no debemos separarnos. Le prometí que siempre la cuidaría. Soy su hermana mayor.

El llanto desconsolado de la criatura lleva a la hermana Luz a ahogar un gimoteo. Lleva sus manos a la boca y las oprime para acallar su llanto. Mi nariz se calienta y siento que las lágrimas se acumulan en la zona de mis lagrimales. Me concentro en el bordado de la camisa rosa pálido que tiene puesta y en los mechones de sus trenza deshecha para evitar llorar.

—Pequeña... Esto es lo mejor que les puede pasar a ambas. Dos familias preciosas las quieren. Hoy vendrán por la bebé, mañana por ti. Quizá ahora no lo veas, pero sus nuevos papás las cuidarán mucho y las amarán por siempre —explico, paciente, y con una sonrisa. Sin embargo, en el fondo siento que le estoy mintiendo porque no sé si eso es cierto.

Nadie lo sabe. Además, son hermanas, no deberían separarlas.

La hermana Luz se levanta y le extiende la mano a la pequeña llorosa, quien con el alma desgarrada llora sobre mi hábito y lo moja con sus lágrimas.

—Micaella, ve conmigo —dice la hermana con la voz temblorosa y una entereza que me parece formidable—. Vamos a las cocinas por helado, oí que hay de chocolate. ¿Te gusta el chocolate, verdad?

La niña la mira, confundida, pero asiente. Parece darse cuenta de la treta y vuelve a aferrarse a mis rodillas.

—Dale un beso y un abrazo a tu hermanita, despídete de ella y vamos por esos helados. Sabes que esto es inevitable, las hermanas te lo venimos explicando desde el día que llegaron.

Los truenos acompasan el llanto desagarrado de la pequeña. Su rostros está tan enrojecido que sus diminutas pecas cafés desaparecen por un momento. Las luces vuelven a tintinear y ella solo puede continuar llorando.

Abrazo a la pequeña Micaella y ella, a su vez y con delicadeza, abraza a su hermanita. La toma entre sus bracitos como si fuera el ser más delicado, como si el solo hecho de tocarla podría llevar a que se rompiera. Ahogada en su llanto, besa la cabeza de la bebé recién nacida, quien se retuerce entre mis brazos, incómoda por el movimiento al que se ve expuesta, ignorante del sufrimiento de su hermana.

—No se la lleven, por favor —vuelve a insistir voz suplicante, aunque le resignación ha empezado a teñir sus palabras—. Es mi culpa que estemos aquí, no se la lleven,

—Lo siento —atisbo a responderle mientras me levanto y me cuelgo el bolso de la bebé en mi hombro. Al mismo tiempo, la hermana Luz toma a la mayor de las niñas de la mano y la tironea en dirección contraria.

Lo último que alcanzo a ver es que la hermana Luz la detiene al abrazarla de la cintura cuando la niña quiere correr en mi dirección. Mi compañera, arrodillada en el suelo, recibe los agónicos golpes que la niña le da con sus puños huesudos en el pecho. No me doy vuelta para mirar hacia atrás. No soy capaz, no tengo la fuerza para hacerlo. Continúo hacia adelante, con las lágrimas libres que caen por mi rostro y mi corazón aún más roto.

Juro que hasta que muera rezaré por el bien de estas pequeñas.

Para cuando doblo en el pasillo y comienzo a descender las escaleras que llevan a la dirección, los gritos desgarradores de Micaella aún me acompañan. Lo único que hace es decir «no» y «por favor».

Creo que soñaré con eso hasta que fallezca.

Sin embargo, debo recuperarme rápido, pues, al pie de la escalera, la madre superiora me espera con una mirada reprobatoria por mi demora. Le dedico un breve asentimiento de cabeza mientras limpio mis lágrimas con rapidez y, juntas, entramos a la oficina de la directora.

No soy capaz de retener los términos burocráticos ni los nombres de los futuros papás de la pequeña que duerme en mis brazos. Yo solo puedo pensar en la escena que acabo de vivir hace un instante en el piso de arriba y en el alma destrozada de esa niña.

Cuando escucho que están por terminar, tras firmar un montón de papeleríos, el matrimonio que lleva unos pocos años de casado clava sus ojos, expectante, en mí. Los dos lucen encantadores y creo que podrían darle mucho amor a la pequeña que cargo en mis brazos; pero yo no soy nadie para juzgar algo así.

La directora me hace una seña con la costosa pluma metálica de color azul que usó para firmar los papeles y yo asiento. La mujer treintañera, menudita y de aspecto bonachón, extiende ante mí sus brazos temblorosos, por los nervios de cargar, por primera vez, a su hija.

Sin desearlo, suspiro con dolor antes de cedérsela. No es porque quiera, sino porque los gritos Micaella aún me atormentan.

—Cuídela mucho, por favor —pronuncio y en mi mente resuena el «por favorcito» de su hermana mayor—. Es una bebé preciosa —añado con cariño y la mujer asiente, con una sonrisa emocionada, ajena a mis pensamientos y al verdadero mundo de esta pequeña sin nombre.

Cuando la bebé por fin toca sus brazos, se despierta. Abre sus ojos remolones y el hombre, visiblemente emocionado por este gran paso, las abraza de manera protectora.

—Mira, cariño. Tiene tus ojos —comenta, risueño, pero con la voz quebrada—. ¡Y esa parece la curvatura de mi nariz!

La mujer lanza una tímida carcajada y le da un beso en la frente a la pequeña mientras, fuera, la tormenta se sigue desatando.

—Disculpen... —me entrometo a riesgo de arruinar el primer momento familiar y a costa de ganarme otra mirada reprobatoria de la madre superiora—, ¿ya saben que nombre le pondrán?

—¡Sí! —suelta la mujer, entusiasmada, y mira a su marido con un amor incondicional. Tomados de la mano, ambos miran la ventana, la cual es azotada sin acopio por la intensa lluvia.

—Se llamará Rain —responde él—. Nuestra pequeña Rain que ha llegado a nosotros en un día de lluvia.

—Será una bonita anécdota para cuando crezca, ¿no? —añade ella.


Holi. 🎶

¿Qué acabamos de leer? 🤡

¿Entendieron lo que pasó? 🔫

¿Se hacen alguna teoría? 👀

¿Rain sabrá de esto? ¿Qué creen ustedes? 🤔

¿O han olvidado a Micaella? 😈

Esta historia cuenta de tres extras que podrán leer antes de que comience la segunda parte, la cual veremos durante el 2022. 🤭

Nos vemos en el siguiente extra. 😏


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