3 [La nueva vecina]
El vapor se cuela por debajo de la puerta del baño y le da un aspecto sombrío al pequeño y oscuro pasillo de la casa. No recordaba que, dentro, la humedad se acumulara tanto: la madera que recubre las paredes transpira y las diminutas gotas de agua caen en el suelo. Lacasa parece que llora, nerviosa ante mi presencia que irrumpe con la quietud que reinó por años.
Mi tía me advirtió que la casa no me sería demasiado acogedora y que podría encontrarle pequeñas fallas. Espero poder amigarme con ellas o, al menos, tolerarlas durante mi estadía en Deeping Cross. Ya aprendí que las tuberías crujen cuando se enciende la caldera; que el agua tarda en calentarse, mucho más que lo haría en mi departamento; también que una de las ventanas del altillo está agrietada y, al parecer, una familia de murciélagos decidió hacer, de la habitación, su pequeño hogar; que las luces son todas de un espantoso amarillo, la señora que cuidaba la casa nunca se molestó en cambiarlas por unas LED; que no hay wifi ni televisión por cable.
No obstante, por fuera, la pequeña casa alpina de una planta es hermosa; digna de un cuento para niños. O al menos, su fachada lo es. Pintada de un naranja pastel claro, con los marcos de las ventanas de color blanco, por completo de madera, dueña de un bellísimo patio trasero: el linde del bosque.
Suspiro. Tengo que pensar en lo positivo: todo siempre podría ser peor.
Camino hacia la sala de estar y me siento el sofá que huele a desinfectante en aerosol. La pobre Rita hizo lo posible para dejar la casa en condiciones para mí, y se puso a limpiar unas horas antes de que yo llegara, para avisarle que vendría.
Continúo secando mi cabello y espero. Sé lo que pasará en cualquier momen...
—I want it, I got it, I want it, I got it, I want it, I got it, I want...
Tomo mi teléfono y contesto la videollamada de Flo. En estos momentos agradezco tener un plan de datos ilimitados.
—¡¿Cómo es eso que te subiste a la camioneta de un desconocido?! ¡Estás loca! ¿Y si te sucede algo? ¿Cómo me voy a enterar? —grita, irritada, vestida con su pijama de puntitos azules—. Tú siempre me cuentas lo grande que es el bosque de Deeping Cross, ¿sabes lo difícil que sería encontrar un cuerpo ahí? Te arrojan entre unas rocas, te tapan con unas ramas bien lejos del pueblo y, listo, adiós. También pueden ser más profesionales y tapar el olor de la descomposición con óxido de cal...
Suelto el aire que tengo contenido en mis pulmones y me río. En el fondo, sé que ella tiene algo de razón, aunque suene bastante exagerada.
—Hola, amiga. ¿Cómo estás? No hace ni dos días que no vivimos juntas, pero ya te extraño. ¿Qué tal fue tu día? Sí, sí, yo también te quiero —finjo que tengo una conversación ideal frente al teléfono que apoyé contra mi mochila sobre la mesita de café frente al sofá en donde me cepillo el pelo—. ¿Cómo están tus uñas? ¿Ya te las rompiste? Porque no te imagino trabajando en una construcción...
—Ajá, qué graciosa. —Noto que arranca una hoja de papel, o eso creo, de los libros fotocopiados que sostiene en su regazo. La imagen de la videollamada comienza a congelarse; maldito internet—. Eres una imprudente.
Me arroja una pelotita de papel que se estrella contra su cámara delantera y por un instante la tapa por completo.
—No seas así, es un viejo conocido. Es algo así como el que está a cargo de la obra de la biblioteca —le explico—. Y sobrino de mi jefe, pequeño detalle.
La boca de Flo dibuja una O de asombro y parece volver a analizar los hechos.
—Bueno, eso cambia un poco las cosas —admite; parece querer decirme algo más, pero se calla. Supongo que lo hace para no seguir con el asunto de que viajé con Kris.
—Ay, Flo, te juro que fue un día demasiado largo —me quejo con los ojos algo rojos. Mientras me duchaba, lloré un poquito por la nostalgia y el hecho de estar sola. Sí, toda una adulta.
—Tranquilízate, hermosa, y descansa —aconseja mi amiga con una sonrisa encantadora—. Olvídate de todo lo que pasó hoy. Mañana será un nuevo día; comiénzalo con muchas fuerzas para levantar cascotes —finaliza, sarcástica entre risas.
Sé que, si estuviese a su lado, en estos instantes le estaría metiendo un almohadón por la garganta. Ajena a mis pensamientos homicidas, Flo levanta una taza y le da un sonoro sorbito, mientras sonríe. Supongo que debe estar tomando su tercer o cuarto café de la tarde-noche mientras estudia.
Pronto, la llamada vuelve a tener un poco de estática y se corta. No termino de cepillarme el cabello, que se reanuda de manera automática. Flo aparece nuevamente en mi pantalla y balbucea algo inentendible. Creo que jamás mejorará la recepción de internet en Deeping Cross, ni aunque metan cinco antenas en todo el pueblo. Me agobia saber que, por de tener tantos kilómetros de bosque a mi alrededor, estaré cuasi incomunicada.
«Tal vez sí, debí haberlo pensado mejor y esto es una mala idea...», pienso con un nudo en la garganta.
Lanzo un suspiro con todas mis fuerzas antes de que la señal se recomponga del todo. Mientras espero, voy a la nevera en busca de una cerveza bien fría; ayer, lo primero que hice al llegar, fue ir a comprar provisiones. Me siento en el sofá en el momento exacto en que Flo regresa; ella continúa hablando. Me cuenta sobre su vida y sobre lo poco que me perdí —y que ya me contó por chat— desde que no estoy en la ciudad. Me resume en un minuto casi cuarenta y ocho horas.
—Por otro lado... —comienza dubitativa—. Tus padres me llamaron de nuevo para preguntarme por tu estadía. Temen agobiarte con tantos mensajes y que creas que están supermegarrecontra preocupados por ti... que obvio lo están.—Suspira—. Les dije que estén tranquilos, que sabes cuidarte. Además, esta es una buena oportunidad para tu currículum: significa experiencia y buena paga... —Hace una pausa—. Cuando se dignen a pagarte, claro. —Frunzo el ceño y la amenazo con ponerla en silencio. Pronto, se apresura a aclarar:— Tú estabas buscando un empleo de lo que te mataste estudiando, de tu carrera. Es lógico, amiga, que hayas aprovechado esta chance. Trabajar como vendedora de libros no era lo tuyo. No tenías paciencia; siempre me mandabas los clientes difíciles a mí. ¿Recuerdas la vez que le gritaste a un chico que se decidiera porque ya habías perdido veinte minutos de tu almuerzo? —se ríe y yo también me permito hacerlo—. Aunque la jefa te extraña. Dijo que si las cosas no te resultan, tienes tu puesto guardado.
Otra vez me invade la nostalgia. El pensamiento de que es una locura estar sola en Deeping Cross me abruma; parece una astilla clavada en mi cerebro. Toda mi familia vive en la ciudad y aquí no me ha quedado ningún amigo cercano de los que tuve alguna vez en la infancia.
Le doy un trago largo a mi botella de cerveza; necesito opacar mis pensamientos con la amargura del alcohol.
Lo sé, soy una idiota. Debo quedarme. No puedo volver. En la biblioteca del condado piden un mínimo de medio año de experiencia previa, más una carta de recomendación. Amaría trabajar ahí, es casi mi sueño.
El viejo Luke me dijo que el contrato que firmé esta mañana es de un máximo seis meses, pero que dependiendo de cómo avance todo, puedo terminar antes. Según Kris, en cuatro meses estarán las cosas en marcha, de nuevo. Si no se equivoca, eso quiere decir que podré estar regresando a casa en tan solo un par de meses.
Observo como Flo enrolla un mechón de cabello rubio en su dedo. Cada tanto, baja la vista a sus apuntes de clases, perdida. Hace un momento me comentó que estudia para uno de sus últimos exámenes Derecho. Insisto en colgar para que pueda estudiar tranquila, total podemos seguir la charla en cualquier otro momento; pero se niega.
—Gracias por intentar convencer a mis padres —digo, por fin, al ver que no cederá y se pondrá a estudiar—. En un rato voy a llamarlos y les diré que está todo bien. Lo único malo es que la casa de la tía sigue oliendo a la tía, creo, o peor. Y eso que Rita, la vecina que cuidó la casa todos estos años, la limpió para mí.
Rita se encarga del mantenimiento de la casa de mi tía desde que ella se mudó a la ciudad, al poco tiempo que lo hicimos mis padres y yo. No obstante, mi tía no la vendió porque la sigue usando de vez en cuando. Viene todos los veranos a Deeping Cross para ver a sus viejas amigas, aunque por su orgullos dice que es porque no tolera el calor en la ciudad. Además, la considera «su refugio para desintoxicarse del humo y la polución del capitalismo»: sus palabras, no las mías.
—... y solo me falta este, y dos más luego de las vacaciones... y listo. Hete aquí una abogada más, como si el mundo necesitara más abogados —se burla cabizbaja de sí misma. Sé que está nerviosa, el examen que tiene que dar ya lo desaprobó el año pasado—. Pero bueno, sé que esta vez todo saldrá bi...
—Espera un momento —la freno mientras un escalofrío me recorre y siento un espantoso hormigueo en mi espalda baja—. Dime que escuchas eso —musito, bajo.
—Mmm... ¿Qué se supone que debo escuchar? —pregunta a través de la estática de la llamada.
Suspiro. Otra vez la horrible melodía que también me aturdió anoche. No puede ser que no la escuche. Es suave, pero alta y firme. Se te interna en el cerebro y no puedes evitar recordarla. Jamás la oí en algún otro lado, no sé de qué puede ser y eso que mis abuelos solían oír a algunos compositores clásicos.
—¿Rain? —pregunta, confundida—. No me asustes, tienes una cara...
—Shhh... —la silencio—. Eso, eso. Escucha —hago silencio para que ella lo oiga.
—Eh... Nada. Solo estática y de la fuerte —asegura.
—Es algo como esto —tarareo un pedacito de la música. Sin embargo, en cuanto la murmuro siento que suena antinatural, imposible, gutural. ¿Cómo es que tiene ritmo?—. Anoche también la escuché —admito, restándole importancia; Flo no parece convencida—, pero la ignoré. Estaba muy cansada como para quejarme con alguien.
—Oh, amiga, no te entiendo lo que dices. Hay mucha estática. No llego a escucharla, debe ser la pésima señal; pero deja de bromear: parece terrorífico. La situación suena de mieeeedo. Ten cuidado —chilla mientras se abraza a un almohadón, como si estuviera viendo una película de terror.
—A ver, tú ponte a estudiar, que yo ya regreso... Saldré a ver qué viejo sordo es que el que escucha esta música de mierda con el volumen al máximo.
—¿Vas a salir? —Abre tanto sus ojos que parecen a punto de salírseles—. Parece sacado de película barata con asesinatos —argumenta—. La rubia muere primero; menos mal que yo no estoy. ¡Estás en un putísimo bosque, amiga, despierta!
—No seas tonta, esto no es la ciudad. Debe de ser algún viejo sordo —me río por lo exageradas que podemos llegar a ser y doy otro trago a mi bebida.
—Si encuentras al viejo, arréglale bien el audífono, se le debe haber desconfigurado —bromea, al parecer más tranquila.
Nos despedimos y, con el celular en la mano, avanzo hacia la puerta. Me agacho a recoger mis inmundas zapatillas del trabajo y me las coloco sin atar los cordones. Las ventanas me avisan que el sol ha caído por completo; son las diez de la noche y una oscuridad cerrada se cierne sobre la casa, sobre la calle. La luna y las estrellas parecen haber sido engullidas por la nada misma. Algunas de las farolas han dejado de funcionar y parece que están rotas desde hace años. Un escalofrío me recorre la columna vertebral y me electrifica los sentidos. El sueño y mi cansancio desaparecen, solo me queda una irritable curiosidad.
Apoyo mi mano en el pomo de la puerta, pero antes de salir decido ponerme un abrigo. Tomo el que está colgado en el recibidor; aquella prenda maltrecha, de lana gris, vieja y raída. Me la tejió mi tía cuando yo tenía catorce años, casualmente el último invierno que pasé en Deeping Cross. Siempre me quedó grande, pero con el tiempo se estiró aún más. Como no tiene botones , acerco sus bordes a mi pecho y los sostengo con una de mis manos.
La brisa envuelve mi cuerpo en cuanto salgo y no puedo evitar dar un respingo; mis piernas desnudas se erizan en tan solo un instante. Miro al cielo, parece que va a llover.
«Esto es una mala idea». Me arrepiento de salir en cuanto mis zapatillas tocan la escalinata de madera de la entrada.
—Tranquila, esto no es la ciudad —me digo, bajito, mientras me agacho a amarrarme los cordones de las zapatillas.
Avanzo por el caminito de piedra del jardín delantero un poco más tranquila. Este sitio no es como la ciudad, en donde caminas con el temor de que te roben a cada paso. En Deeping Cross todos se conocen con todos, los vecinos son hospitalarios y suelen ayudarse cuando los demás los necesitan. Nunca oí de algún robo o de que algo malo sucediera. Mis padres siempre me dejaron caminar sola en las noches y nunca los sentí preocupados o con miedo.
La casa de mi tía está un poco alejada de lo que sería el centro comercial y donde se encuentran el grueso de las casas. Como la suya limita con el linde del bosque, siempre bromeo con que es su jardín. No obstante, ahora evito mirar hacia allí. La enormidad de los árboles me apabulla y los sonidos silvestres hacen eco y retumban en mi pecho.
Observo a mi alrededor y comienzo a caminar por la acera, intento seguir la música pero las ráfagas de viento me confunden y me envían señales contradictorias. La tenue melodía se oye detrás, por delante y hacia mis costados. Por momentos deja de ser suave y aumenta considerablemente, pero de pronto vuelve a bajar, como si se apagara por completo.
Mi corazón late apresurado y por alguna razón me estoy poniendo nerviosa, demasiado ansiosa.
—Tranquila —digo ahora en voz más alta, segura—, esto no es la ciudad. Estás en Deeping Cross.
Palpo mis pantalones cortos en busca de mi teléfono celular y descubro que no está. Maldita sea, lo olvidé en el piso cuando me puse las zapatillas, justo antes de salir. Tal vez sea bueno ir a buscarlo y utilizar la linterna para ver mejor.
Pero... Volteo. La casa está a unos cien metros. Mi estómago se revuelve y me aferro más al abrigo de lana. Decido continuar caminando. Sé que si regreso, no seré capaz de volver a salir, el frío me cala los huesos, al igual que mi falta de valentía.
Y la música suena sin mediar tregua, cada vez más agónica.
Soy consciente de que debo dejar de actuar como una niña pequeña. Es solo noche y oscuridad, no es para tanto. Apresuro el paso hasta unas casas que tienen luz en las ventanas. La cuidadora me dijo que en esta zona suelen vivir bastantes ancianos; apuesto a que alguno de ellos debe estar muy sordo como para poner la música y compartirla con todo el barrio.
La melodía aumenta de volumen a medida que me acerco. Sigo avanzando y cruzo la calle. Veo la casa de Rita. Ella y su marido tienen un jardín precioso que está bien iluminado y que no tiene nada que envidiarle a los del centro. Mientras me acerco, supongo que ya deben estar dormidos. Todas las luces de la casa están apagadas excepto por una tenue luz que veo en una de las habitaciones superiores. Si fuera más temprano, no me daría tanta vergüenza tocarles timbre y preguntarles a ellos si saben a qué demonios se debe tanto escándalo.
Avanzo por el camino de piedras pequeñas que da hasta la puerta de la casa de Rita. Tal vez, ellos tampoco puedan dormir mucho a causa de la música... ¿No? Es demasiado alta, demasiado desconcertante.
Las farolas de esta zona han decido dejar de encender. Creo que en mi tiempo libre iré a dejar una queja al ayuntamiento. ¿Cuánto dinero puede llevar poner un par de bombillos nuevos?
—Esto es una maldita cueva de lobo —murmuro, enfurruñada, pensando en que esa puede ser una buena idea para volver a ver a Hayden.
Pero ella suena. Y suena.
Simplemente la música continúa y cada vez es más fuerte. En estos momentos, ni el viento la calla. Soy como la rata que sigue al flautista: atenta a cada unos de sus cambios.
«Ya llegué hasta aquí —me digo—, les preguntaré... tal vez ellos sepan explicarme a qué se debe tanto escándalo», finjo convencerme de alguna manera u otra.
Con una convicción tambaleante, me dispongo a golpear la puerta. Tengo que apresurarme o Flo es capaz de mandar a la Interpol y al FBI a averiguar por qué estoy demorando tanto.
—Mierda. —Bajo el puño, arrepentida—. No puedo joder en una casa por esto. Maldición... ¿En qué estoy pensando?
Chisteo con la lengua. Volveré a casa, se acabó. Al menos, no me iré con las manos vacías; sé que ni Rita ni su marido son los sordos de la música. El sonido no sale de aquí.
Sale del...
Sale del...
«¡No sé de dónde sale!», pienso, aturdida, mientras mi pecho bombea al son de la música. Con cada bajo, con cada grave, con cada crescendo.
Rítmico, intenso, vibratorio.
La música sale del...
La música sale de mi...
—No, es imposible —descarto con terror la tentadora idea de que la música está en mi propio cuerpo como un parásito que busca consumir a su hospedador poco a poco.
De pronto, escucho un crujido cercano que me paraliza. Un nudo se asienta en mi estómago cuando me dispongo a dar media vuelta, tratando de alejarme de allí.
Mi instinto dice que corra, pero la música continúa llamándome.
HOLA, ¿hay algún nuevo lector por acá? ¡Cuéntenme un poquito de ustedes!
¿Qué esperan encontrarse en esta historia?
Rain se acerca al bosque...
¿Qué será lo que oculta esa melodía? ¿Qué está detrás del crujido aterrador?
Leo sus teorías. 😉😘
El capítulo cuatro es ÉPICO. 🔥🔥🔥
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