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21 [El juez]

Abro mis ojos. La claridad del sol ha desaparecido y yo no sé cuánto tiempo ha pasado desde que los abrí por última vez. Me remuevo, incómoda en la cama, y me siento contra el respaldo, apoyada contra las almohadas. El frugal pensamiento de qué hora es surca por mi mente, pero automáticamente aparece, pienso que no es importante saber eso.

Ya nada lo es.

Me quedo un momento en silencio, parpadeando en la oscuridad hasta que logro acostumbrarme a ella. Estoy exhausta. Mi cuerpo se siente molido, igual de entumecido que la primera vez que participé en una media maratón de 21 kilómetros, con lluvia, sin haber hecho un buen entrenamiento previo. Músculos entumecidos, aturdimiento, cansancio profundo: cualquier movimiento se torna doloroso y agónico.

La quietud que hay a mi alrededor me resulta abrumadora, casi insoportable. Noto que la única luz que ingresa al cuarto es la que se cuela por debajo del espacio de la puerta, pero no es suficiente para ver algo. Me levanto de la cama tras apartar las mantas y me acerco a la ventana para observar por los agujeritos de la persiana que se encuentra baja; entrecierro los ojos por los rayos del farol cercano. La noche temprana ha comenzado a cubrir las calles y la típica niebla de Deeping Cross ha comenzado a llenar los espacios, absorbiendo todo a su paso. A su merced, cada objeto, cada silueta, se torna difuso.

Me tambaleo al dar un paso. A pesar del aturdimiento que siento, sé que he dormido todo el día. La noche me lo comprueba.

«No fui a trabajar». Quiero preocuparme por ello, pero no puedo. Cualquier pensamiento me resulta falso, impropio, casi hipócrita.

De pronto, oigo un ruido estruendoso en el callejón, cerca de donde se encuentra el contenedor de basura, y supongo que algún vecino debe haber sacado sus residuos. Pero con ello, todo el peso de la realidad cae en mí.

Reacciono.

Me observo de arriba abajo. Aún llevo el pantalón que utilicé la noche anterior y, en la parte superior, tengo una playera básica de color blanco: no es mía y enseguida noto que es de hombre. Me miro, temblorosa, las manos: en mis uñas se oculta una capa de tierra del bosque y creo que tengo manchas de sangre seca en la piel.

Aterrorizada, paso saliva en seco y, sin dudarlo, me tiro de rodillas al lado de la cama. Allí es donde tengo mis cosas. Meto todas mis pertenencias en el bolso y, en minutos, la maleta está lista con todo lo necesario: ropa, mis documentos, y mi dinero.

Desesperada, busco mi móvil y lo encuentro apagado a un lado sobre la mesita de noche. La pantalla se agrietó en uno de los bordes, pero parece que aún funciona, aunque no tiene mucha batería. 

«Sea como sea, saldré de aquí», pienso con sigilo mientras intento abrir la puerta sin hacer ruido, «Lo decidí, volveré a la ciudad, tengo que denunciar lo que ocurre en este maldito lugar».

El bolso tensiona mi hombro, generando presión por el peso. Los nervios crecen con cada exhalación. Aunque creo que Kris no está, ya que su departamento está hundido en el silencio, no me quiero arriesgar.

Salgo al pasillo; tengo las zapatillas en las manos y camino solo con los calcetines en mis pies. De esta forma, procuro hacer menos ruido con cada paso. Estoy helada y no sé si es por el frío de las baldosas o por el miedo que siento.

«¿En qué estoy pensando? ¿En qué estoy pensando?», pienso con desesperación, al borde del colapso, «¿En dónde es que caí? ¿Qué es lo que dejé que me hicieran?».

Tomo aire y lleno mis pulmones con oxígeno, en busca de calma. Las lágrimas se acumulan en mis ojos y me resulta casi imposible mantenerlas a raya. Me obligo a contar hasta diez antes de dar el siguiente paso. Tengo que estar en calma.

Lo doy.

Y no sucede nada. Contengo una arcada y siento que la bilis se arrastra por mi garganta. Los recuerdos planean hundirme al hacerme consciente de todo lo que sucedió, pero no me dejo. Vuelvo a contar hasta diez mientras regularizo mi respiración y, cuando creo que estoy lista, me asomo con cuidado por el filo de la pared que da al living y lo veo vacío. Con mis ojos, busco las llaves y esta vez encuentro la copia de repuesto colgada en su lugar. Visualizo mis movimientos antes de darlos:

—Bien, debo apresurarme, tomar las llaves y largarme de aquí —susurro, autoconvenciéndome de que será fácil.

«Ya falta poco».

Me apresuro a recorrer el trayecto que me falta dando pasos largos y certeros. Tomo las llaves y, cuando volteo hacia la puerta, Kris está ahí, apoyado contra ella.

Me paralizo. Inflo el pecho, dispuesta a soltar un grito que me desgarrará hasta los más íntimo de mi garganta, pero él es más rápido y me tapa la boca. Mis cosas caen al suelo con un sonido sordo y con ellas se desvanecen mis esperanzas de escapar. El chillido que suelto se ahoga entre sus dedos y mis manos van hasta la suya para obligarlo a que me deje ir.

Es inútil.

Mis uñas penetran en su carne y propicio rasguños incluso a lo largo de su antebrazo. Pronto, él me toma de la cintura y me levanta con una facilidad antinatural. Su mero contacto hace que mi interior explote de ira y de... 

Necesidad.

No puedo hacer nada y cada uno de mis forcejeos resulta inútil. Me siento impotente. A lo lejos, escucho que él intenta tranquilizarme, pero no quiero escucharlo. En mi mente resuenan los alaridos que no me deja soltar; apenas se oyen ahogados contra su mano. Mis patadas tampoco logran demasiado. Decido levantar las piernas y, con un envión, me deslizo por el piso. Mis movimientos toman por desapercibido a Kris y logro liberarme lo suficiente como para recuperar la movilidad de mis brazos.

—¡Rain! ¡Cálmate! —Kris habla por primera vez desde que he salido del cuarto y me suelta. Sus palabras potentes taladran mis oídos y, por un instante, me quedo callada. Es la primera vez que me grita.

—No, no... aléjate de mí, monstruo. —Gateo con desespero, hacia atrás, y me arrincono contra la puerta cerrada.

—Escúchame, por favor, puedo explicarlo —continúa con su usual tono calmo—. Por favor.

—¡No! ¡Están enfermos, están locos! —grito. Las arcadas me ahogan al recordar lo que viví la noche anterior y en cómo lo disfruté. Quiero vomitar, quiero olvidar todo lo que ha ocurrido—. ¡Me drogaron! ¡Malditos lunáticos, ¿cómo pueden?! —Me abrazo a mí misma y me tapo los oídos—. No puede ser, esto es una pesadilla, todo es una pesadilla.

Sin darme cuenta, comienzo a mecerme hacia atrás y hacia adelante mi cuerpo, como si estuviera en un trance insano.

—Rain... —susurra, arrodillado frente a mí con expresión compungida—, escúchame.

—Cállate, cállate. Estás metido en una secta satánica o alguna clase de culto diabólico. ¡Están enfermos, están enfermos...! —sollozo, perdida entre mis propios delirios.

—Rain, no me obligues a... —comienza a decir, pero hace silencio cuando, de golpe, levanto la mirada y lo observo con una frialdad abrumadora.

—¿Qué no te obligue? ¿A qué, maldito? ¿A qué? —grito con ferocidad y lo agarro del cuello de la camisa, puedo ver con claridad cómo salpico gotitas de saliva sobre su rostro—. ¡Eres un bastardo! ¿Acaso piensas drogarme otra vez? ¡No me amenaces, porque me vas a conocer!

—Mírame —dice, inmutable.

Lo miro.

—Cálmate.

Paso saliva en seco por mi garganta y, de pronto, mi cuerpo se ve infundido por una alarmante calma. Ya no siento miedo, ya no siento ira, ya no siento odio; solo estoy... bien. Bajo mis manos y Kris se frota el cuello por la presión que le estaba infringiendo al tomarlo de la camiseta. No entiendo qué es lo que me sucede, pero me siento relajada cuando, hasta hace instantes, la furia, el terror, el asco y la adrenalina corría por mis venas. Quiero llorar por la impotencia que me genera esta dualidad insana, sin embargo, a pesar de que creo que mis ojos están irritados por el llanto acumulado, las lágrimas se niegan a salir y mi cuerpo está flácido, descontracturado.

Una fuerza superior me obliga a estar calmada y yo debo obedecer. Está en mi naturaleza.

Con el correr de los segundos, incluso dejo de pensar en qué es lo que me tenía tan alterada y aquellos problemas pasan a estar en segundo plano, ocultos.

—No olvides —pide.

Los recuerdos recientes perduran. Laten en mi mente como un faro encendido en la noche más cerrada. No debo olvidar lo que sucedió. Y eso me quema porque algo me dice que está mal sentirme así de calma, que debería estar luchando, enfurecida.

Pero ¿por qué haría algo así? No tiene sentido.

Kris me tiende la mano para ayudarme a levantar del suelo. La tomo mientras lo miro a los ojos, sin entender qué es lo que me está ocurriendo. Con mi mirada, le suplico que me explique. Necesito entender.

Con un gesto, él me ofrece sentarme en el sofá. Niego con la cabeza, mientras la calma amenaza con marcharse de mi cuerpo.

—Por favor —insiste.

Opto por hacerle caso, pues lo que acaba de ocurrir no tiene ningún sentido. De alguna forma, él domina mis deseos y yo no puedo negarme a sus peticiones.

Kris está calmado, sin embargo, si lo miro más a fondo y me doy cuenta de que luce resignado y dolido. No entiendo cómo es que está así, no tiene sentido. ¡Él me atacó, no puede mirarme de esta forma tan lastimera! Me estoy por desquiciar.

Él intenta sentarse al lado mío, pero mi cuerpo reacciona con horror antes que yo pueda hacerlo y toma distancia. Coge una silla del costado, y se sienta frente a mí.

—No se cómo empezar... —comienza—, es complicado.

—Si no me dirás nada, déjame marchar —pido, suplicante.

—¡No! —grita otra vez, más alto que la anterior—. ¡No puedes salir!

Su grito altera hasta la última fibra de mi ser y me cuesta mantener la calma que «algo» me pide mantener.

—¿Por qué...? —pregunto, agitada.

—Porque hoy la música también sonará.


¿Qué es lo que quiere decir Kris? 🎵

¿Qué es lo que hace Kris con Rain? 😏

¿Qué opinan ustedes? 💣✨

¿Cómo actuarían en una situación así? ¿Si su mente les pide que se sientan de tal forma, pero algo les ordena a hacer lo contrario y deben obedecer a toda costa?🤔

😲😲😲

Los leo en el próximo capítulo.

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