2 [La invasora]
La campanilla me recibe con un tintineo al abrir la puerta de vidrio. Coffe & Chocolate no ha cambiado nada. Luce exactamente igual a cómo lo recordaba. Entrar aquí y aspirar su aroma me revuelve el cerebro. Miles de recuerdos que creí olvidados invaden mi sistema. La vitrina repleta de bollos con crema recién horneados, el aroma a café expreso, la música vieja que suena de fondo gracias a la desvencijada rockola —que ya debería formar parte de un museo—, el suave murmullo de la poca clientela... todo.
Leo los carteles y mi mente se ve invadida por imágenes. ¡Dios mío! ¿Tantas horas pasábamos metidos aquí? Bueno, en verano era el único sitio con aire acondicionado —sin contar la casa de Hayden— y, ahora, parece ser el único sitio con wifi.
Una pequeña sonrisa bailotea en mis labios.
Me siento tentada de tomar asiento y fotografiar todo, como una turista boba que parece que nunca visitó una cafetería de pueblo. Pronto, recuerdo qué tomaba yo e incluso lo que solían ordenar mis compañeros de clase. ¿Habrán cambiado sus gustos? ¿Me seguirá pareciendo rico el mocaccino con canela?
En la ciudad es complicado pedirlo. En mi eterno recorrido por restaurantes y cafés, no hubo un solo sitio en no me vieran extraño por agregarle canela a mi cappuccino de moca. Si no acatan mi petición enseguida, no falta el mozo extrañado que insista en lo que he pedido, como si acabara de pronunciar un error o algo por el estilo. La canela se siente como una pizca de pasión picante que no se disuelve ni apabulla entre la intensidad del café y el dulzor del chocolate.
Pero lo bueno dura poco. Mi efímera felicidad desaparece cuando observo que «ella» está en la caja. Ordeno rápido, sin prestar mucha atención, y me aparto a un costado. Con indiferencia, tomo mi celular y me interno a revisar el correo como una posesa. Tengo que hacer algo o la muchacha de la caja terminará por querer hacer sociales conmigo y no, eso no está en mis planes de vida y, mucho menos, cuando estoy vestida de una manera tan poco favorable.
Entre la niña que vivía aquí y la yo de estos momentos casi no hay diferencia. ¿Por qué tuve que pasar primero a cambiarme de ropa? ¿Por qué la vida me odia? Ah, sí... los cafés se hubieran enfriado. Malditos cafés, maldita yo, maldito pueblo.
Busco primero los e-mails que intercambié con la biblioteca. Aprovecho mi tiempo para confirmar que ellos no me informaron nada. En efecto, yo tenía razón:
Gracias por anotarte como voluntaria para salvar la Biblioteca de Deeping Cross. ¡Tu ayuda será muy valorada!
Los asuntos de remuneración y las tareas te los informaremos en cuanto te presentes. No podemos asegurar una buena paga, pero al menos tu estadía en nuestro maravilloso pueblo estará cubierta.
Te esperamos cuanto antes.
Atte., la administración de la Biblioteca de Deeping Cross
Releo todo varias veces, busco si hay archivos adjuntos e incluso chequeo mi papelera para ver si no lo he borrado por error o si lo he confundido por error con algún mensaje spam.
La ira comienza a burbujear en mi sangre. Esa tal Kaleigh es una buena para nada. Aunque, también cabe la fugaz posibilidad de que el viejo Luke me haya asesorado mal y se haya olvidado de comentarme alguna que otra cosita de relevancia cuando me reuní con él o, sencillamente, no le avisó a su nieta sobre lo que tenía qué decir en los correos... Con ese pensamiento en la mente, decido dejar el asunto por la paz.
—Disculpa que me entrometa, pero ¿te conozco? —me pregunta luego de saludar con una sonrisa, al parecer sincera, a la chica que entró después de mí.
Su voz me saca de mis pensamientos y subo la mirada, fingiendo confusión. Miro primero a la chica que se aleja y se sienta sola en una mesa para cuatro y luego la miro a ella: tengo sus ojos oscuros clavados en mi rostro. Espera expectante mi reacción mientras se acomoda el cabello en una coleta alta. Está más negro de cuando éramos pequeñas, no obstante, ahora lo lleva algo más corto, y pasa la la línea del busto.
—Mmm... no lo sé. Tú no me suenas —me apresuro a mentir de una forma descarada y sigo con mis asuntos.
«¡Oh! Pero sí que lo haces. Y lo que menos quiero hacer en estos momentos en Deeping Cross es hablar contigo, Rebecca Barnett», piensoposeída por la niñita de trece años que fui.
«Y menos después de haberme topado con el cretino de Kris, valga decir».
«¡Maldita sea! ¿Por qué sigo pensando en los brazos de Kris?».
No, no. Me niego en entablar una charla cordial con mi archienemiga de la infancia, por lo que hundo la cara en mi teléfono y jugueteo con uno de los pocos mechones rojizos que me quedan y que se escapan del moño desenfadado que me he hecho.
Minutos más tarde, Becca me habla de nuevo, pero para entregarme el pedido:
—Aquí está tu orden. Disfrútala. —Me regala una sonrisa, a leguas falsa.
Se la correspondo:
—Gracias, que tengas un buen día —respondo y huyo despavorida de allí. Temo que su olor a bruja se me pegue.
Okey. Sí. Sé que hay una alta posibilidad de estar actuando de manera muy infantil, pero realmente esa perra no se merece mi misericordia. Los quince años que viví en Deeping Cross, esa maldita bully se encargó de hacerme la vida de cuadritos como un cliché mal armado de novela juvenil.
Suspiro.
No obstante, quiero creer que no solo hay cretinos en este pueblo. En mi infancia, también conocí personas excelentes y muy amables. Solo me pregunto si seguirán estando o se habrán extinto a causa de los imbéciles.
Poco a poco, me interno en la odisea que es caminar veinte cuadras para regresar a la biblioteca y entro en calor. ¿Cerca? ¿En serio? Por menos, en la ciudad, me tomaría una combinación de subterráneo o un taxi. Sin embargo, al menos la vista es pintoresca. Los jardines de las casas están cuidados, parecen salidos de esas revistas de decoración que mi padre suele acumular en el desván; el césped está perfectamente cortado y, aunque por la época casi no hay flores, las pocas que se ven son preciosas. Algunas son muy parecidas a las margaritas, pero con pétalos morados o blancos con el centro de color violeta, también las veo de pétalos amarillos o fucsias; en otras casas reconozco varios arbustos con florecillas pequeñas de colores pálidos; otros, al parecer, optaron por ornamentar las entradas con girasoles, dalias, claveles o crisantemos. El aroma que hay en el aire me resulta levemente embriagador; demasiado natural, demasiado intrínseco, casi interno. El gigantesco bosque de pinos, fresnos y eucaliptos que rodea al pueblo no se queda atrás y puja con sus vetas aromáticas, envolviéndolo todo con una fuerza igual de irracional que su extensión.
No puedo creer que de niña caminara todo esto sin siquiera sudar una gota y sin mirar lo que tenía a mi alrededor.
¿En dónde quedó mi juventud, que ahora me dedico a evaluar los jardines ajenos? ¿Se habrá ido con mi estado físico?
Subo las escalinatas de la biblioteca y me percato que allí también hay flores. Grandes macetones, por algún milagro intactos, enseñan la belleza casi hipnótica de las hortensias azules que los adornan. Sí, todo muy bonito, pero el pueblo sigue sin tener wifi y el sudor baña la totalidad de mi cuero cabelludo; sé que debo tener las orejas y la frente roja. ¿Siempre fue un lugar así de húmedo? Me toco la frente y las mejillas con el dorso de mi mano para tantear el asunto. ¡Maldición! Quiero correr a lavarme la cara o, mínimo, quitarme la maldita sudadera deportiva. Maldigo a Flo por haberse quedado con mi coche. Solo a mí se me ocurre prestarlo ya que: «Tranquila, Flo, no lo necesitaré» porque «es un pueblo chico».
—Princesa de Ciudad, no pensé que volverías. —La voz de Kris me asalta tan de pronto que suelto un respingó—. Y mucho menos con los cafés.
Un atisbo de sorpresa cruza su rostro y me siento tentada a preguntar si todo el rollo cuasi iniciación ha sido una broma.
Lo dudo, es imposible que alguien como él tenga sentido del «humor».
—Sí, ten, y están los bizcochos de crema para tu tío y su té—menciono mientras lo empujo con la bolsa de papel madera donde hay una bandeja plástica que contiene las masas y un cartón con cinco vasos de café y uno de té, que espero se le chorreen encima.
Lo-voy-a-matar. Me desespera.
No menciono que no le compré su sándwich; pero me imagino que debe suponerlo dada mi actitud. Apenas toma la bolsa, él se queda viéndome sin decir nada. Enarco una ceja y me aparto lo más rápido que puedo para quitarme la sudadera deportiva gris, varios talles más grandes, que pertenecía a mi ex. No es un objeto por el que tenga sentimentalismo ni nada por el estilo, simplemente me parece cómoda y se la olvidó en mi departamento; desde siempre he tenido cierta debilidad por la ropa masculina. Además, como plus, me gusta cómo se me ve con ropa ajustada o con leggins.
Me quedo vestida solo con una camiseta negra de tirantes que suelo usar para dormir. Suspiro y me abanico con las manos. No hace calor, pero me estoy muriendo lentamente por la caminata. Me vuelvo amarrar el cabello, esta vez en una coleta alta —que me queda mejor que a Rebecca—, y tomo un poco de agua de la botella que guardo en mi mochila. Poco a poco, logro estabilizarme.
Bien. Es hora de comenzar.
Camino hacia unos pasillos que recientemente fueron habilitados por los dos o tres bomberos que pululan por el lugar, loscuales ahora beben sus cafés en grupo y me sonríen como si fuera alguna clasede superheroína. Me acerco a una zona donde hay una estantería casi intacta. Está dada vuelta y cubierta de escombros de todos los tamaños. Con paciencia, quito una que para mí es grande y pesada, otra más, y otra, y otra. Las voy colocando en una carretilla cercana hasta que, en menos de quince minutos, mis manos arden y se ven rasposas.
—Deberías usar guantes de trabajo —me avisa Kris, con su vaso de café en las manos; al parecer luego dedarle a los otros voluntarios sus bebidas, le llevó los bizcochos y el té a sutío—. Toma, aquí tienes un par. Están limpios —aclara cuando ve mi mirada escéptica.
—Gracias, supongo —murmuro sin querer hacer contacto visual con él. Su repentina amabilidad me causa desconfianza. Además, y no menos importante, se ha vuelto demasiado guapo y me niego a caer en los encantos de un pueblerino ególatra.
—Te ayudo —afirma—. Si logramos dar vuelta esto, puedes guardar algunos de los libros en esas cajas. Los sanos acomódalos juntos y los que están rotos o algo por el estilo ponlos en la otra.
Sin decir mucho más, comienza a trabajar conmigo. Siento que es un estúpidointento para redimirse o algo por el estilo por lo mal que me trató en cuantollegué. Me explica algunas cosasimportantes sobre la estructura actual de la biblioteca y habla de algunas ideasque tienen para la nueva organización en cuanto se salven los libros que están atrapados. Se derrumbó casi en su totalidad el techo, pero las paredes por lo pronto se mantienen estables. No pueden asegurar que cedan de manera repentina, al igual que lo hizo el techo.
Con él, las tareas pronto resultan bastante más amenas y se nota que avanzamos bastante en poco tiempo. A pesar de mantener sus rasgos pedantes, cínicos y ególatras, está comprometido totalmente con el proyecto. Si sus cálculos no fallan, en menos de diez días ya podría comenzar con el inventariado de los libros —tarea que me acaba de encargar hacer, para mi sorpresa—.
Noto que, a pesar de que los años pasaron, algunas cosas en él no cambiaron. Sigue siendo reservado, aunque no es tan parco y silencioso como cuando era niño. Creo que hablamos más hoy, que en toda nuestra infancia juntos. También descubro —lamentablemente— que no es un tipo tan horrible como pensé esta misma mañana, encuanto Kris se disculpa por haber sido grosero conmigo. Pero de mi boca no salen las mismas palabras, elrencor sigue navegando por mi piel y, además, admito que se ve guapo cuandointenta ganarse mi perdón. Se excusa de su actitud al admitir que creía que me abusaría de la amabilidad de su tío. Me explica que, hasta que Kaleigh no entró a trabajar con su abuelo, las empleadas anteriores solían usar los olvidos y deslices del viejo Luke para cobrar más dinero o trabajar considerablemente menos.
A pesar de eso, como buen hueso duro de roer que soy, no doy mi brazo a torcer. O al menos, lo aparento.
Kris me vuelve a sugerir que me marche de la ciudad, esta vez de manera más simpática. No entiende cómo me puede beneficiar un trabajo como este; pero no quiero explicarle que es casi imposible hallar un puesto que se ajuste a mi currículum, ni que estoy desde hace más de un año buscando un empleo en el área para la cual me maté estudiando.
—Y lo del «Princesa de Ciudad», bueno, eso también tiene una explicación —suelta de pronto, al ver que no respondo a sus miles de intentos de charlas. Tiene una pequeña sonrisita bailando en sus labios mientras me ayuda a llenar unas cajas de libros que tenemos que acarrear fuera del establecimiento, para llevarlas hasta la nueva locación temporal de la biblioteca.
Suspiro de manera imperceptible; su comentario me obliga a darle una atención que no quiero. No soy capaz de analizar con qué tipo de tono lo ha dicho, si fue en serio, aburrido o intrigante. Tal vez ha sido una mezcla de los tres o de ninguno, y yo me estoy imaginando cosas donde no las hay.
Por un momento, dejo de analizar los lomos de unos libros que probablemente van a necesitar una restauración mínima y lo miro. Él nota que me detengo a observarlo y sonríe mientras sigue con sus tareas, como si nada.
—¿A qué te refieres? —Me acuclillo como una oriental y me limpio las manos en los muslos de mis pantalones de mezclilla que, antes de comenzar a trabajar, eran de un celeste muy claro.
—Es una larga historia —responde—. Y muy vieja.
«Okey. Ahora sí que tiene mi atención. Eso me intriga».
—Oh, vamos. ¿Esto es en serio? ¿Para qué empiezas si no me lo vas a contar? —me quejo. Kris sonríe; pero continúa con sus tareas, inmutable—. Eres un maldito niño —declaro mientras enarco una ceja. Luego, me cruzo de brazos. ¿A qué se debe tanto misterio?
Kris suelta una risita condenadamente encantadora y no responde. Pongo mis ojos en blanco y chisteo con fastidio mientras regreso mi atención a los libros que, por lejos, son más interesantes que él. Si quiero conservar mi paz mental lo mejor será ignorarlo o cambiar de tema, como la adulta que soy.
—Entonces, ¿hace mucho que comenzaron con todo esto? —pregunto, aunque ya sé la respuesta casi de memoria; sin embargo, no se me ocurre de qué hablar.
—¿Con mover los escombros? Más o menos. El derrumbe fue exactamente hace una semana —me cuenta—. Los primeros dos días los bomberos movieron con una grúa las partes del techo y los pedazos de paredes más grandes. Cuando se aseguraron que no habría más peligro de derrumbe, con la ayuda de los vecinos montamos los toldos para tratar de cubrir la mayor parte de terreno posible y evitar así más pérdidas en caso de lluvia.
»Con los muchachos estamos trabajando aquí dentro desde hace dos días. Aún queda mucho por hacer. Sobre todo, poner iluminación provisoria.
Mientras habla, él sigue trabajando, concentrado en cada uno de sus movimientos. Ahora, martillea uno de los tablones salidos de la repisa que hemos logrado dar vuelta. Dijo que, como está en buen estado, servirá para la biblioteca nueva y que, durante el tiempo que estemos trabajando en la derrumbada, podremos usarla para poner todas las herramientas juntas o como sitio para guardar las cosas de los voluntarios.
—Menos mal que no hubo heridos —menciono luego de sopesarlo por un momento—. Fue un milagro.
—Sí, menos mal —repite—. Pero, bueno, entonces... ¿te irás?
—No, me quedaré —insisto.
Kris parece incómodo con mi respuesta. Frunzo el ceño ante sus negativas.
—¿Ni siquiera cuando puede ser un trabajo riesgoso y ni siquiera al considerar el hecho de que tú estás entrenada para estar detrás de un escritorio? —sugiere, sin malicia alguna en su voz.
—Nop, ni con todo eso me iré —afirmo con una sonrisa desafiante—. Nos tendremos que soportar mutuamente, al menos, hasta que la biblioteca vuelva a estar en orden.
—No, ¡qué tortura...! —farfulla sin miramientos.
—Sí, qué tortura —repito, todavía sin sonriendo.
Necesito un baño. Y urgente. Mi ropa ha perdido su color original y tengo polvo de ladrillos en partes que naturalmente no deberían tener polvo de ladrillos. Mis jeans se han agujereado aún más en la zona de mis rodillas —si es que acaso eso es físicamente posible—y, también, ganaron unas cuantas roturas a lo largo de las piernas.
Me imagino que para mañana tendré varios moratones violáceos. Suspiro. Mis viejas zapatillas Converse también son un asco.
«Mierda. Doy lástima. Y, sobre todo, apesto».
El agotamiento me domina y a pesar de ser solo las cinco de la tarde lo único que quiero es irme a la casa de mi tía y acostarme a dormir hasta la semana que viene. Pensar en que aún no he terminado de desempacar me pone de mal humor. Debí haberlo hecho ayer, cuando llegué y estuve tirada en la cama sin hacer nada por horas.
Pero lo peor es saber que tengo quince cuadras hasta la casa. ¡Quince cuadras! ¡Y apenas logro coordinar mis pies para dar un paso! Suelto un chillido inaudible y me pongo a juntar mis cosas. Tomo el último trago de agua que tengo en mi botella; desearía tener más, pero ir a comprar algo para beber es caminar más y más.
¡Todo es caminar! Maldición. Maldita yo y mi coche que se encuentra a cientos de kilómetros de distancia.
Tal vez, la mudanza para trabajar de lo que soñaba ha sido un error y Kris tiene razón. Tendría que haber planeado mejor las cosas. Podría haber organizado bien cada uno de los cómos y de los cuándos, haber venido primero de visita para ver el panorama general y después decidir.
Pero me lancé a la piscina sin siquiera mediar la caída o ver si había agua en el fondo.
Para colmo, noté que no es tan divertido vivir sola como lo creía. Anoche casi no pude pegar un ojo. Cada minúsculo ruido me despertaba. Sí, con mis veinticuatro años, tapada hasta la nariz, escondida debajo de las mantas. En mi defensa, alegaré que estoy acostumbrada a tener siempre alguien a mi alrededor.
—Princesa, terminamos por hoy —me avisa Kris mientras se seca el rostro con un trapo mugriento y con la otra mano me tiende mi abrigo deportivo.
Frunzo mi nariz al oír de nuevo ese ridículo apodo y suspiro. Supongo que me tendré que acostumbrar; ya nohay atisbos de irritabilidad en su voz. Me paso la sudadera por la cabeza y me abrigo. El sol está por caer y lo único que me falta es enfermarme. Miro a mi alrededor; casi no veo cambios. ¡¿Qué es lo que hicimos durante tantas horas que no hay avance?! Todo sigue igual que hoy a las ocho de la mañana, cuando ingresé luego de mi reunión con el viejo Luke. No parece que hubiésemos avanzado en algo.
Siento cómo el alma se me cae en los pies; es un trabajo de nunca acabar.
—De acuerdo —respondo un poco ronca, estar en contacto con tanto polvo me ha irritado la garganta.
—Ah, por cierto, te ves bien. La tierra te da cierto toque. —Sonríe por mis fachas luego de evaluarme de arriba abajo con una lentitud que me resulta insoportable.
—Lo sé, debo estar como para lucir un vestido de Prada. —Me suelto el cabello y finjo moverlo como si estuviera dentro de algún comercial de shampoo.
Kris me mira algo escéptico y niega con la cabeza:
—No creo, harás que Prada se revuelque en su tumba —responde mientras se encoge de hombros con desinterés.
Pronto, los otros voluntarios comienzan a marcharse. Algunos se llevan las cajas que han llenado durante el día hasta el depósito cercano donde se están guardando lo libros por el momento. Kris va a recoger lo que parecen ser sus cosas.
—Técnicamente, haré que se revuelquen en su tumba. Eran dos hermanos —menciono con cierta inseguridad mientras me acerco a él haciéndome un moño en el cabello y recogiéndomelo. Más tarde lo googlearé para quitarme las dudas.
Kris me sonríe, pero no responde. Está con su teléfono en las manos y parece leer algunos mensajes. Con pesadez me cuelgo mis cosas al hombro y meto las manos en el bolsillo tipo canguro de la sudadera gris. Ahora que el sol ha comenzado a desaparecer en el horizonte, el otoño puede sentirse en Deeping Cross. Me había olvidado de que era bastante más frío que en la ciudad.
—Nos vemos mañana —saludo y comienzo a bajar las escalinatas de la biblioteca.
—Oye, espera, Princesa. —Me volteo con los auriculares en la mano, a punto de ponérmelos en los oídos. Escuchar música hará más amena mi caminata, como cualquier actividad, en realidad—. Estoy con la camioneta, ¿quieres que te alcance adonde sea que te estés quedando?
—Claro —contesto sin pensarlo, casi juro que puedo haber sonado como una desesperada; sin embargo, me da igual. Estoy muy agotada—. Me duele hasta el cabello, no voy a desaprovechar una oportunidad así.
Kris sonríe de lado y me hace un gesto con la mano para que lo siga. Su todoterreno está aparcada en la acera de enfrente: las ventajas de vivir en un pueblo es que nadie te ocupa los estacionamientos cercanos. Cuando abre la puerta del copiloto, se pone a acomodar un poco el interior. Hay papeles desperdigados por toda la cabina. De reojo, alcanzo a ver que se tratan de dibujos y de bocetos de todoslos tamaños. Sin mucho cuidado, él los junta y los deja en losasientos traseros; no meda tiempo a stalkear más de lo necesario. La camioneta parece más el taller de un artista frustrado que un vehículo. No se disculpa por el desorden; pero yo tampoco espero que lo haga, después de todo es su «lugar» y yo lo estoy invadiendo.
Sí, tal vez aún hay algo del viejo Kris en él.
¡Hola! Gracias por estar acá una semana más.💗 🔥
Este es un capítulo más larguito (casi el doble más largo jajaja) que el primero. Ups.
Pero bueno...
¿Ustedes qué piensan de Kris? ✍🏻
¿Rain debería hacerse de rogar un poquito más? 🔥🔥🔥
Dentro de poco, las cosas comenzarán a ponerse un poco... turbias, sucias, escabrosas.
¿Están listas?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro