Capítulo 2
—¿Qué demonios fue todo eso? —preguntó Dean apenas regresó a la sala de interrogatorios.
Aún sentía la adrenalina correrle por las venas. ¿Qué mierda le sucedía cuando tenía a esa mujer delante? Sacudió los hombros y estiró el cuello a un lado y al otro como si pudiera deshacerse del demonio que lo había poseído por escasos minutos.
—Un fantasma del pasado —masculló mientras corría la silla para volver acomodarse en esta, tras la mesa de metal.
—¿Y toda esa palabrería sin sentido? —Dean se revolvió el cabello rubio ceniza y se dejó caer en el asiento junto a él.
—Era italiano.
—¿Qué te decía?
Su compañero se giró hacia él y descansó los codos sobre las rodillas. En cambio, Park se repantigó como si nada del otro mundo hubiera sucedido.
—No lo sé. Todavía no me decido a estudiarlo.
—¿Acaso tiene relación con la mafia?
—¿Ella? —Park lanzó una carcajada amarga—. No, su familia se dedica a la gastronomía, menos su hermano que tiene una ferretería. No podía haber personas más normales que los Moratti. Solo ella es...
—¿Es?
Parker se encogió de hombros.
—No del todo cuerda, pero no la culpo. No después de lo que ha tenido que pasar.
—¿De dónde la conoces?
Parker frunció el ceño, no le agradaba cuando Dean sacaba al policía para con él. Le llevaba unos años, pero no había tenido que ver ni la mitad de la mierda que Park había experimentado en la carne, en las venas ni en el alma.
—Fue una de las víctimas en un caso en el que trabajaba de encubierto hace años.
—Entonces está viva gracias a ti.
Se reclinó hacia adelante y alzó la vista al cielo raso. ¿Acaso sería así? ¿La había salvado? Tal vez fue algo de lo que quiso convencerse para adquirir un poco de paz mental y acallar la locura que parecía perseguirlo y esparcir el contagio a otras zonas aún sanas de su mente.
—A veces ser salvado implica ser sepultado en otra clase de infierno.
Dean resopló.
—Deja la filosofía. —El rubio se alzó para conducirse hacia la puerta, era hora de llamar al próximo testigo—. La rescataste, no hay que darle más vueltas al asunto. Debería estarte agradecida y no desfundar las uñas como hizo.
—Ah, esa mujer no tiene uñas, solo garras como una salvaje.
Su compañero se detuvo y se volteó hacía él.
—Parker, no me agrada la mirada que te dirigía. Es peligrosa.
El moreno chasqueó con la lengua y esbozó una media sonrisa, una cínica y sin diversión alguna.
—Me gusta el peligro y lo sabes.
—Te odia.
—Se necesita alguien a quien culpar para mantener a los demonios alejados. —Se encogió de hombros—. No tengo problema en ocupar el puesto.
—Encerraron a los criminales, ¿cierto?
Sí, lo habían hecho, no obstante, eso no le había traído la paz que otras víctimas conseguían al saber que el perpetrador estaba tras las rejas. Giovanna había necesitado a alguien tangible a quien aborrecer, alguien que se hiciera cargo de la pesadilla de la que había sobrevivido y que aún se expandía a su presente. Si él tenía que ser el que cargara con ello para que ella pudiera seguir respirando, bienvenido sea.
No le importaba. Tal vez un poco. Tal vez demasiado en algunas ocasiones. ¿Y después de verla? Quizás le fuera insoportable.
Prosiguieron con los interrogatorios por una hora y media más, hasta haber obtenido las respuestas de la última persona.
No era el único caso en el que trabajaban y su compañero había tenido una llamada de uno de sus informantes sobre un tema de venta de drogas que investigaban.
—Tenemos una pista —soltó Dean apenas cortó la llamada.
No hizo falta más. Tomaron las chaquetas y se subieron al automóvil. Dean manejaba, Parker era demasiado loco y el mayor tenía el estómago ligero como para soportar las maniobras desquiciadas.
Parker parecía uno de esos muñecos con un switch detrás, uno que decía «frio y calculador», como el policía que era, pero el otro extremo al que iba la perilla indicaba «lunático más allá de lo imaginable».
En dos segundos las ruedas del vehículo chirriaban sobre el asfalto.
Park fijó la vista en las nubes que cubrían el cielo, teñido en diferentes gamas de gris. Le hormigueó la espalda, una señal de que no todo saldría a pedir de boca.
Una estupidez de Dean y un acto intrépido de Parker arruinó lo que parecía que sería un arresto seguro. No el arresto, eso lo lograron, pero...
Giovanna corrió hacia la sala de emergencias a la que la habían convocado. Se necesitaba de una cirujana con urgencia, por un paciente con múltiples heridas por arma de fuego y el pronóstico parecía no ser para nada bueno.
Ingresar a emergencias era como entrar en otro mundo. El bullicio constante compuesto por gemidos de pacientes, sollozos de familiares, gritos de médicos, el pitido de los monitores de signos vitales y de los desfibriladores al ser aplicados. Sin contar el frenesí, médicos, enfermeros y paramédicos estaban con apremio por salvar alguna vida que se les escabullía de entre los dedos. El sudor, las palpitaciones y la falta de aire estaban asegurados para un profesional de la salud que elegía adentrarse en aquella montaña rusa.
—¡Tiene que salir de aquí! —. Uno de sus colegas le gritaba a un hombre con una chaqueta marrón cubierta de sangre y lo empujaba hacia la sala de espera.
—Si muere... —rechinó entre dientes el rubio con tal cara de gánster de película de los cincuenta.
—¡Si no se retira ya mismo, tendré que llamar a seguridad! —El médico dio una estocada con las manos al tipo en el pecho y este retrocedió unos pasos—. Salga de aquí y déjenos hacer nuestro trabajo. Ah, gracias al cielo, doctora Moratti.
Ella apartó las cortinas verdosas que separaban un paciente de otro en una especie de habitación improvisada.
—¿Qué tenemos?
—Paciente inestable con trauma penetrante en el hemitórax izquierdo, abdomen anterior y en la región inguinal.
Ella se aproximó a la camilla y observó los orificios por los que brotaba la sangre a pesar de las compresiones. De pronto, una mano la aferró por el cuello del ambo celeste y tiró de ella hacia abajo.
Sus ojos se conectaron con unos oscuros que no le eran desconocidos. Retrajo los labios, enseñó los dientes y gruñó.
La otra mano del hombre voló a la mascarilla que le cubría la boca y se la deslizó a un costado sin fuerza.
—Mi hija, Anna. Sálvame por ella —susurró en voz apenas audible.
Los dedos que la mantenían cautiva se abrieron de a poco y la mano cayó. Los parpados se cerraron y algo se despertó dentro de ella. ¿Qué? No podía precisar de qué se trataba, una mezcla entre satisfacción y... ¡terror!
Sin detenerse a pensar de a qué se debía aquel cúmulo de emociones tan dispares, gritó por encima de todo el compendio de sonidos:
—¡Subimos a quirófano!
El revuelo que ya existía en emergencias, en aquella habitación creada por cortinas verdes, se tornó caótico. Ella se subió sobre él y tomó el respirador manual que le tendió alguien, lo posicionó sobre la boca masculina y comenzó la compresión mientras los enfermeros conducían la camilla a máxima velocidad hasta meterlos en el ascensor.
Nunca le había parecido que el trayecto fuera tan largo como en ese instante. Lo había querido ver muerto tantas veces, pero, en aquel momento en el que no tenía que hacer nada, más que eso, no mover un dedo y verlo dejar de respirar, un estremecimiento la recorrió entera. Un miedo a que desapareciera la persona que más odiaba la golpeó tan fuerte que se tambaleó de una forma que nunca había experimentado.
—Escúchame, maldito, no morirás aquí. Hai ascoltato, figlio di putana? Non ti lascerò morire! —¿Escuchaste, hijo de puta? ¡No te dejaré morir!, gritó hacia el hombre desmayado a causa del shock por la inestabilidad hemodinámica.
En cuanto abrieron las puertas del quirófano, ella barrió las compresas con el lateral de la mano y descubrió el torso inundado en carmesí por pequeñas fuentes que no dejaban de emanar.
Maldijo para sus adentros. Realizaron placas e imágenes allí mismo, a contrarreloj, para establecer la profundidad del daño mientras ella se preparaba para iniciar la cirugía.
Apenas dio la primera orden a la instrumentadora, se metió en aquel lugar zen en el que se cerraba a lo que fuera que ocurriera en el mundo, estaban solo ella y lo que debía reparar. Ya no era Parker el hombre que agonizaba bajó la mirada analítica que había adquirido tras años de estudios y de experiencia. El pasado tortuoso que compartían había desaparecido, solo restaba una cirujana y un paciente a quien salvar.
Varias horas después, Giovanna se limpiaba el sudor de la frente y se quitaba la cofia que le cubría el cabello atado en un rodete. Varios mechones se le pegaban a las mejillas.
Se deshizo del camisolín que utilizaba sobre el ambo azul para protegerlo y lo arrojó a un cesto. Se lavó las manos con cuidado y esmero. La piel se le tornaba roja, no por la sangre, sino por el frote intenso. Respiró hondo y se reclinó sobre el lavabo.
Flasbacks de aquella noche, ¿o sería mañana? Tal vez tarde. En aquella pesadilla nunca había podido precisar en qué horario del día se encontraba. No veía el exterior, apenas salía de esa cama en la que había vivido el más puro terror, encerrada como a una bestia, algo menos que humano, una cosa que solo era comprada y vendida, una y otra vez.
Cuando salió al corredor, agotada y sin energía para afrontar ni una leve brisa, se topó con un hombre y una adolescente, la que corrió hacia ella.
—¿Cómo está mi papá? —balbuceó la niña de cabellos y ojos claros.
Giovanna no contestó, debía procesar que aquella chiquilla de unos quince años, de piel tersa y clara era la hija del hombre que por tantos años había odiado y aún lo hacía. No debía olvidarlo, el que lo hubiera salvado era tan solo para hacerlo pagar ella y no alguien más.
Nunca la había conocido, pero sabía de su existencia. Nino hablaba de forma constante del policía y su hija... Candance.
Debía tener cerca de la misma edad que ella cuando su vida tomó un giro drástico e imprevisible. Solo que la hija del policía aun mantenía la inocencia en la mirada. Suponía que sería dulce y de risa fácil, tal vez como ella habría sido alguna vez. Ya no se recordaba antes de la pesadilla.
—De momento, no morirá.
De improviso, un torso se posicionó frente a la niña y la cubrió como si debiera resguardarla de una amenaza. Solo que el peligro no era otro que ella.
—¡Eres tú! La loca de esta mañana. Si le hiciste algo...
Anna rodeó al hombre y dio dos pasos en la dirección contraria. Se detuvo sin voltearse, manteniéndose de espaldas a él.
—Evité que muriera, creo que podría catalogarse como hacer algo. Tal vez no lo que hubiera querido, pero algo al fin seguro que he hecho.
Retomó la marcha.
—¡Hey! —gritó el compañero de Parker, pero hizo caso omiso. La tenía sin cuidado el hombre y el entorno del policía en recuperación.
No obstante, una mano la apresó por el brazo, una pequeña, delicada y suave.
—Gracias —susurró la joven y, de pronto, se propulsó contra ella y le pasó los brazos alrededor de la cintura.
El abrazo fue tan repentino como no bienvenido. No le agradaba el contacto físico, de nadie. Aferró cada miembro que la rodeaba como si le quemara y los apartó del cuerpo que ya comenzaba a estremecerse por la sobrestimulación. Luego vendrían las arcadas y, sino se apartaba de inmediato, los vómitos.
—Lo llevarán a terapia intensiva y no podrás verlo hasta la hora de visita —informó con una voz tan monótona como una muerta en vida—. Solo uno por vez. Los horarios son muy acotados, trata de no perdértelos.
—No lo haré —prometió la joven como una buena girl scout a la que le hubieran asegurado una nueva insignia.
—Bien. —Se dispuso a irse, pero la niña le obstaculizó la marcha de nuevo—. ¿Cuándo lo volverá a ver?
—Espero que nunca —masculló por lo bajo
—Pero...
Anna suspiró y alzó el rostro hacia el de esa joven angustiada que poco parecía compartir la fisonomía de su padre.
—Claro que lo que deseo no siempre se cumple —resopló más para ella que para su interlocutora—. Tendré que controlarlo una vez que ya esté establecido y, para su desgracia y la mía, seré su médica mientras dure la internación. Tal vez si estás allí cuando lo haga, puedas impedir que finalice lo que evité en el quirófano, que termine muerto.
—¡Mide tus palabras! ¡Es su hija! —exclamó el hombre que se les había acercado.
—Tu padre respira, confórmate con ello, niña.
—Se salvará, ¿cierto? —Ella la aferró del brazo con ambas manos y le dirigió una mirada tan similar a un perrito mojado que hubiera enternecido el alma a cualquiera, pero Giovanna Moratti no era cualquier persona.
—Muy a mi pesar. Soy una excelente cirujana.
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