Vicios de tristeza
Me siento a la deriva, no puedo recordar las cosas por las que solía luchar. Y no estoy seguro, pero tengo la peculiar sensación de que este dolor durará para siempre.
Evermore, Taylor Swift.
Me gustaba el océano.
No para estar dentro, le tenía demasiado respeto a sus profundidades luego de casi ahogarme en él cuando era todavía muy chico para comprender por completo el peligro de las olas y las corrientes. Pero, ¿admirarlo? En eso se me podían ir las horas sin que me diera cuenta. La manera en que la piel del mar tomaba la luz del sol y la regresaba de vuelta al infinito transformada en oro incandescente debía ser uno de los espectáculos más impresionantes en el mundo. Hundir los pies en la arena fría y húmeda, un placer apenas comparado con el de estirarse entero sobre la cama luego de dormir muchísimas horas de corrido y levantarse renovado.
Hace mucho no iba de vacaciones para encontrarme de frente con ese horizonte que se difuminaba con el cielo, pero contemplé aquel enormísimo cuadro como si pudiera escuchar las olas romper con la costa. Igual que si fuera agua, viento y gaviotas; no solo óleo sobre lienzo. Era un fanático de las marinas, pero nunca vi a nadie capturar una tan bien. Ocupaba casi toda la pared y se sostenía por un marco dorado que era nada menos que la cereza del pastel.
—¿Te gusta? Me tardé como siete meses en terminarlo.
No lo sentí acercarse, pero tampoco me sobresaltó su presencia. Abel ahora se mantenía de pie a mi lado, hombro a hombro contemplando el cuadro más llamativo del vestíbulo de aquel hotel en la 5 de Mayo. Asentí con la cabeza, el trabajo en cada pincelada era evidente, pero no era lo único en lo que pensaba. La calle sobre la que se hallaba ese lugar era una de mis más visitadas siempre que estaba por el centro de la ciudad; ahí se encontraban algunos de mis bares y cafeterías favoritos, no era raro que anduviera dando vueltas por ahí en los días de teatro o de círculos literarios. Y, más que eso, en alguna ocasión me detuve para contemplar desde fuera el vestíbulo de El Mezquital, porque a pesar de era una casona, tenía un toque muy distinto a todos esos hoteles que continuaban con aquellas decoraciones coloniales. Más moderno, iluminado. Jamás hubiera creído que llevaba tanto tiempo tan cerca de Abel y, sin embargo, sin cruzarnos una sola vez.
En la fiesta, luego de un rato, se acercó para tocarme el hombro y preguntarme si lo estaba evitando. Claro, lo hizo con una sonrisa pintada por toda la cara, con ese descaro jovial que no importaba cuántos años pasaran sobre nosotros, si eran cinco, diez o cincuenta, nunca cambiaba. Algunas cosas, era obvio, estaban destinadas a quedarse tal cual no solo durante toda la vida, sino a través incluso de diversas reencarnaciones. Vivo o muerto, hubiera sabido cómo reconocer esa chispa cruel en sus líneas más amables.
—No me digas que ya no te acuerdas de mí.
Para mi más profunda vergüenza, luego de ser incapaz de resolver cómo dar el primer paso que me condujera a través del salón hasta donde estaba sentado él, decidí solo no hacerlo. Me paralizó la idea de tener sobre mí los múltiples pares de ojos de las personas que se sentaron a su lado durante toda la cena; después, interrumpirlo de la gente con la que hablaba alrededor de la pista de baile, cerca de la barra, me pareció una falta de educación tremenda. Pero en realidad esas eran demasiadas palabras para decir algo muy sencillo: era un cobarde. Y así yo creí que de encontrarlo en algún lugar le habría hablado. Alguien se estaba riendo de mí y era yo mismo, era tan penoso que ni siquiera resultaba triste, solo ridículo.
Pero, repito, él sabía cómo y en qué momento salvarme. Tenía la sospecha de que, de hecho, se dio cuenta de aquella mirada indiscreta que cada tanto lo localizaba entre la gente y demandaba que la sintiera, que la siguiera; y que aunque cuando volteaba yo ya había fijado mi atención en otra cosa para salvarme un poco el pellejo, sabía que solo existía una razón por la que esa invisible fuerza magnética lo llevaba a mí. Que esperó, esperó y esperó a que caminara hacia él. O tal vez la palabra correcta sería decir probó: me tanteó en silencio para ver hasta dónde era capaz de llegar por mi cuenta, y al percatarse de que en serio no iba a suceder si era por mí, decidió hacernos las cosas más sencillas a los dos. En mi opinión, era también un poco lo justo.
—Claro que te recuerdo. —A él no era difícil admitirlo, no cuando estábamos a solas, a un lado de la barra, y nadie nos prestaba particular atención.
—Menos mal. —Llevaba su cabello atado en una coleta pequeñita detrás de la cabeza, lucía en sus orejas un par de aretes que por alguna razón no desentonaban en lo absoluto con su camisa blanca y la corbata negra—. ¿Cómo has estado? No sé de ti hace... años.
Asentí, a mi forma no tan vulnerable de admitir que no solo lo tenía en cuenta, sino que sabía con exactitud cuántos años eran. Antes de que pudiera hacer tiempo de contestarle me invitó a ir con él lejos del estridente sonido de las bocinas y la fiesta, nos alejamos en dirección al jardín, con la intención de poder hablar y "ponernos al día" sin tener que gritarnos a la cara para escuchar lo mínimo.
Me preguntó sobre mi vida. Qué hice desde que éramos adolescentes, a qué me dedicaba, dónde vivía. A mí siempre me resultaban un poco vergonzosas aquellas convenciones sociales y las preguntas de protocolo, porque nunca estaba muy seguro de qué decir; mi vida fue un desperdicio casi durante cada segundo de ella y por lo general podía intuir el brillo de pena en los ojos que me veían mientras recitaba uno a uno mis poquísimos logros. A los veintidós estaba muy por detrás de todas las personas de mi misma edad.
Luego de abandonar la prepa en el primer semestre me pasé un par de abriles sin hacer nada, no entré en los detalles más desagradables de una depresión incapacitante. En mis años de experiencia, a la gente no le interesaba mucho conocer las particularidades de lo que era la monotonía a ese grado, nunca sabían qué responder cuando les decías que llegaste a pasar un mes sin ver directo a la luz del sol. O cómo reaccionar si se te ocurría mencionar que alguna vez transcurrieron hasta tres semanas sin tomar un baño, pudriéndote en una cama porque no encontrabas la motivación para hacer nada más. A nadie le conté nunca aquella vez que tuve que cortarme mechones enteros del cabello de la nuca debido a nudos que en cierto punto parecieron convertirse en rastas. O la forma en que bajé más de quince kilos, porque tampoco le hallaba el chiste a la comida. Le dije que me di un tiempo sin hacer mucho. Él pareció comprenderlo a su propio modo.
Que qué estudié. Nada. ¿Nada? Negué con la cabeza, pretendiendo que si perdía la mirada de vuelta en la fiesta era por interés y no por lo pequeñito que me sentía cuando de educación se trataba. Tenía que trabajar, le dije. "Tengo esta mala costumbre de comer, ya sabes".
—¿Y tus papás? —Cualquiera hubiese confundido mi resoplido con una risa, al final era un poco de las dos. Eso le bastó para entender que no quería hablar de ello.
Escucharlo a él fue más sencillo e interesante. Él, a diferencia mía, tenía mucha más vida que contar. Se fue a estudiar bellas artes a España, cosa que yo sí sabía; pero luego de terminar la carrera y estar viviendo un año en Madrid, acabó por resolver que quería regresar a México. ¿Su razón? "En España no preparan chilaquiles". Después de las risas, me contó que en general extrañaba su país. El otro lado del charco no estaba mal, pero nunca se sentía como casa; podía ser muy aplastante autopercibirse un extranjero incapaz de encajar del todo sin importar cuántos años pasaran desde su llegada. No veía su futuro en otro sitio que no fuera aquí.
Así fue que me terminó contando de cómo acabó tomando la administración del hotel que tenían sus padres y estaban a punto de vender porque en los últimos años ya no resultaba tan rentable, él cambió el concepto, se aprovechó de la buena educación, le agregó los factores de lujo y lo rebautizó; al final, consiguió revivir un negocio que parecía estar a punto de morirse. Según él, no es que le apasionaran con particularidad la administración o los emprendimientos, pero funcionando bien con ayuda de una socia, le daba tiempo suficiente para dedicarse a su arte.
Así terminé, una semana después de la fiesta, en El Mezquital. Con el ruido y los deberes sociales, una celebración de aniversario no era el sitio más adecuado para hablar seriamente de muchas cosas, por lo que me compartió su teléfono. Algunos cuántos mensajes más tarde ya habíamos quedado para ir a ver si comíamos algo por ahí.
El sol del mediodía, en pleno verano, era terrible. Aun así, me trajo de arriba abajo por todo el centro en un recorrido de pequeños lugares y, para mi sorpresa, ni el calor ni el dolor de pies representó molestia alguna cuando de andar juntos se trataba. Entramos a un bar a tomar unos tragos, el único que parecía abierto un miércoles tan temprano; luego de varias horas con ese ritmo suyo, me condujo hasta una plaza y de ahí a alguna terraza de esas que vi mil veces y a la que nunca entré por la creencia, no del todo errada, de que los restaurantes aledaños a las plazas principales solían ser, más que nada, una trampa para turistas con sus precios inflados y la comida insípida. Ese, me aseguró y lo comprobé un rato después, era distinto.
Dentro del sitio, un hombre tocaba la guitarra y cantaba una canción cuya letra estaba guardada en algún lugar de mi memoria, de cuando era un niño. Nos sentamos a la sombra, nos atendieron más bien rápido, y luego de dejar su teléfono sobre la mesa y quitarse la chamarra que llevaba puesta, me dijo que le encantaba volver a verme.
———— ♡ ————
Abel no era de los que respondían mensajes, ni de los que atendían llamadas. Tampoco de los que revisaban redes sociales. Durante las primeras semanas después de nuestro reencuentro me frustró más de lo que supe cómo manejar; pues haberle perdido la pista y por ello ser incapaz de llegar a él me daba la sensación de que al menos estaba haciendo todo lo que podía al esperar. No obstante, ahora, sabiéndolo tan al alcance de mi mano, era como estar arrastrándome por el desierto con una botella de agua y no poder destaparla para saciar la sed que me quemaba la garganta. Él no parecía acoplarse del todo a las conveniencias y códigos sociales del resto de los mortales, se aparecía cuando le daba la gana.
Finalmente, alrededor de dos meses después de nuestra primera y única salida luego del reencuentro, me sorprendió un mensaje suyo en la bandeja de entrada. Pensé por un momento en tardar en responder, sin embargo, resolví muy pronto que esas eran cosas más propias de mi yo adolescente. Me interesaba, no deseaba pretender que no era así. Esta vez, respondió con la misma brevedad que yo.
"¿Cuándo nos vemos? Pero hay que poner fecha, porque si no, te desapareces", le escribí, junto a un emoji que no evidenciara que me molestaba tantito más de lo que parecía.
"¿Por qué no nos vemos hoy? Vente a mi casa".
Me quedé en blanco contemplando la pantalla, ya había caído la noche y tenía puesta hasta el pijama. Pude decirle que en su lugar nos viéramos el día siguiente, sin embargo, no quise: "Va, pásame tu ubicación". Cuando mi mamá me preguntó a dónde iba le dije que con un amigo, pero no especifiqué con cuál; tampoco mi hora de llegada.
Me subí a un taxi que me dejó en una colonia vagamente conocida, bastante desolada para ser apenas las ocho. Me perdí un poco pese a tener su ubicación, por lo que me senté en el asfalto, abrazándome a mí mismo para protegerme del viento que a esas alturas de noviembre ya amenazaba con tornarse invernal. Un mensaje y veinte minutos después, llegó caminando entre la oscuridad con una sonrisa y las manos dentro de su pantalón de franela a cuadros. Nos saludamos en un abrazo breve y entonces me invitó a seguirlo para ir a su casa.
La luna estaba llena y las risas no nos faltaron, era algo que estuvo ahí toda la vida y no se marchó ni con los años entre ambos. Siempre podíamos sentirnos tan cercanos, como si la última vez que nos vimos las caras fuera hacía apenas unos días y no meses o años enteros. Abel vivía en un condominio pequeñito con un gran parque en el medio, y su hogar por el exterior era precioso; grande, con un enorme jardín y dos pisos aguardando a nuestra entrada. Pero todo comenzó a cambiar tan pronto como dimos un paso dentro de ese lugar.
La forma más amable que encuentro para describirlo, es que la casa estaba vacía y acabada, con los estragos de la vida en familia y una carencia hasta entonces para mí desconocida. Sus paredes estaban desnudas, sin fotos o cuadros a la vista; dos ventanas rotas, polvo agolparse en cada esquina y un bodegón, que era evidente no pintó él por lo pasado de moda, bajo la barra. No había muebles, ninguna mesa o sillas, ni un solo indicio de que ese lugar fuese un sitio habitable. Pero vivía él, de un modo que yo no podía entender. Me condujo a la cocina, tomó una botella y me preguntó si quería algo, así que le acepté un par de latas de whiskey con refresco.
—Me cortaron como hace un mes y medio, justo el día después de vernos. —dijo de pronto, aparentando no darle mucha importancia. No sabía que tenía novia, nunca me la mencionó antes de ese momento. Por fortuna, consciente de mi poca información, decidió contarme más sin que yo tuviera que preguntárselo—. Andábamos desde hace... ya casi dos años. Resulta que no quería nada formal, que primero sí, pero que me lo estaba tomando muy en serio y prefería dejarlo ahí. Vivíamos juntos, y pues... ahora estoy aquí.
Destapó su bebida y subimos por la escalera hasta el segundo piso, fue inevitable no echar un vistazo a los cuartos, que estaban tan vacíos como todo lo demás. Me condujo a su habitación, que tenía el clóset, la cama y una pantalla que parecía ocupar más que el resto de cosas. Me dijo que me sentara, que me pusiera cómodo; me tomó por sorpresa la rigidez de su cama... o la falta de ella. No era un colchón, sino una base de madera con un par de colchonetas para cumplir con esa función. Me quité los zapatos y destapé mi lata mientras lo escuchaba contarme las actualizaciones de su vida.
Resultaba que esa casa pertenecía a su abuela y ya nadie la quería, por lo que él se ofreció a pagarle algunos meses de renta para tener un techo dónde dormir antes de resolver su situación. Al parecer, las cosas no andaban bien. No era solo que la chica, cuyo nombre no me mencionó en ningún momento, lo hubiese abandonado, sino que la depresión que eso le provocó lo tenía fuera del trabajo desde entonces. Ahora, con los ahorros desaparecidos casi por completo entre el vicio y la tristeza, se le estaban empezando a reducir las opciones. "Tengo casa hasta febrero", dijo con una risa despojada de todo ápice de gracia, misma que escondió enseguida detrás del largo trago a su caguama Carta Blanca. Lo supe por su mirada, por el tono de su voz; por la infinidad de veces que me encontré a mí mismo en su situación. No era un anuncio de sesenta días de tranquilidad, sino una dolorosa y expectante cuenta atrás antes de no saber qué sería de su vida, porque tenía un pie fuera del trabajo y no estaba seguro de cuándo cambiaría esa suerte que le oprimía el pecho.
El cuarto en el que nos encontrábamos en ese momento solía ser de su madre, con quien ya no se llevaba bien hace muchos años. Le pregunté entonces qué fue lo de la fiesta, y me dijo que procuraban solucionarlo. El closet ya no tenía puertas. Al otro lado de la cama fría y dura reposaba una bandeja blanca, como esas que necesitaban los enfermos en los hospitales, y encima de ella tres solitarias monedas de cinco pesos, una lata de michelada y dos frascos de café atiborrados de marihuana. Mientras recogía, me miró a través del cabello suelto que le caía sobre la cara y con una sonrisa, murmuró: formas divertidas de comer en la cama. Pero ahí no había comida. Solo colillas agolpadas en un cenicero rebosante, y botellas vacías, y hierba dispuesta en una pipa y tres cigarros.
—Antes usaba coca, pero ahora estoy mejor. —Y sí, se le veía más sonriente, menos delgado que en su identificación en la mesita de noche. Además, ninguno de los dos se rompió a llorar, esa tenía que ser una buena señal.
Le pregunté si ya había comido, de pronto tuve una preocupación terrible por colocarle la mano sobre el estómago y sentir sus tripas revolviéndose de dolor. Dijo que no.
—Yo invito.
Así, su respuesta sí cambió—: creo que hay unos tacos a la vuelta de la tienda.
Después de media hora estábamos ahí otra vez con la luz apagada, el aroma de la carne, las tortillas, la salsa y la marihuana de la pipa. La luz fría de la pantalla nos iluminaba la cara, mientras una película nos hacía reír y disfrutamos de nuestra cena como si se tratara de las mejores gringas que hubiésemos probado en la vida.
Nueve años atrás, recordé, estábamos allá en la casa de Hidalgo escuchando una canción en su MP3, jugando al billar aunque ambos éramos terribles en ello. Nueve años eran ayer, y nuestros yo de ayer no se imaginaban ni por asomo los sitios a los que fuimos a caer. Los vicios de los que nos tornaríamos esclavos, que no tenían nada que ver con lo que nos ensuciaba los pulmones o nos aturdía los sentidos. La gente podía volverse adicta a la tristeza.
Fumamos como locos, bebimos un poco menos. La marihuana me raspaba la garganta y me aligeraba la cabeza, estuvimos viendo películas en la oscuridad por no sabría decir cuántas horas, y cuando ya era de madrugada, me volteé un momento para darme cuenta de que también me estaba viendo de vuelta. Las ganas de acercarme eran terribles, pero no tanto como la sensación de que aunque yo hubiese deseado eso por años, no era el momento. No estaba bien. Algo se sentía mal. Yo quería que, si alguna vez llegase a suceder, no fuera por el mero impulso de callarnos las mutuas penas con el cuerpo.
Le di otro trago a la bebida, cuando volví a verlo, ya estaba dormido.
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