Podríamos ser los reyes | 1.1
Dime: amor, amor, amor, estoy aquí ¿no ves? Si no vuelves no habrá vida, no sé lo que haré.
Si tú no vuelves, Miguel Bosé.
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¿La verdad? No me acordaba de él, pero parece un buen tipo.
Quiero decir, sí que recordaba su nombre. Lejano, vago. Aunque no como algo familiar en antaño, cuando era niño, sino de la misma forma que un recuerdo proveniente de una vida pasada donde fue, si acaso, un conocido no muy relevante: algún vecino o un tendero. Y eso si me lo sacaban a colación, porque si no, olvídate. Si alguien apuntaba su cara en una fotografía vieja, me tomaba unos instantes de profunda meditación para recordar las sílabas precisas. ¿Ab...? Ojos entrecerrados y la "b" vibrando entre los labios más segundos de los necesarios. ¡Abel!, solían ayudarme si demoraba demasiado. ¡Claro, por supuesto! Abel, sus papás eran pastores o algo así, ¿no? Con eso era suficiente para que me dejaran en paz. Se olvidaban del muchacho en el papel ya opaco y se ponían a chacharear de sus padres, que qué buenas personas, que su iglesia aún ofrecía servicios por Álamos, ¿me acordaba de ella? Íbamos ahí cuando eras chico. Después de mi usual "más o menos" todos podíamos seguir con nuestra vida que estaba muy apartada del pasado familiar, a la que nada más echábamos vistazo de vez en vez a través de fotos o vídeos y de la que ya no quedaban tantos vestigios materiales.
Al menos, eso era lo que solía decir cuando alguien me lo preguntaba.
Desarrollé una habilidad impecable para falsear la indiferencia, el gesto perfeccionado del aburrimiento para no levantar, ni por equivocación, la sospecha de que en realidad su nombre estaba muy bien grabado en mi cabeza. Que venía a mi mente en un segundo cuando traían a la mesa las fotografías, mucho antes de llegar a esas en las que aparecía él. Que aún conservaba en mi poder aquella postal en la que se veía enmarcado por unos enormísimos muros de hojas, esa que me envió desde Versalles cuando yo tenía diecisiete y él veintidós. Y aunque éramos amigos lejanos, al reverso lucía escrita la promesa de una cercanía mayor que por una razón u otra, no por yo no quererlo, nunca llegó a concretarse en los años venideros:
"Con todo cariño de tu amigo favorito. Ojalá algún día estés en estos preciosos Jardines de Versalles; fueron hechos para nosotros... los reyes".
Los Jardines de Versalles pudieron ser construidos para nosotros, y nosotros podríamos haber sido los reyes. Pero la realidad era que yo nunca lo seguí a Francia y poco después de eso nos distanciamos hasta perdernos la pista por completo. Era algo esperable, incluso tengo a bien decir que aquella ruptura en nuestro vínculo estuvo marcada desde el mismo día en que nos conocimos: cinco años atrás en ese entonces, en la casa de descanso de mi familia; que era también, casi que por regla, el único lugar donde nos encontrábamos.
Aquella propiedad databa de tiempos de la Revolución y era un paraíso en la tierra. Todos aceptaban gustosos soportar el largo camino por carretera hasta ese municipio de menos de quince mil habitantes perdido en Hidalgo, porque el tiempo que disfrutábamos ahí era suficiente para lograr que cualquiera se olvidase de sus problemas. Entre los altísimos árboles y el pasto recortado, las albercas exteriores e interiores de agua cálida que manaba directo de un manantial subterráneo bajo la construcción, el aroma amaderado de los muebles, el regusto a polvillo que arrastraba consigo todo lugar viejo para demandar el reconocimiento de su edad, esas buganvilias sobre la pared de ladrillos que nos separaba del pueblo y del mundo, no daba lugar al estrés de la vida cotidiana. Del ajetreo de la ciudad. Vaya, no llegaba ni la señal, si uno necesitaba hacer una llamada debía ir hasta la plaza y agarrarse de alguno de los barrotes del kiosco a ver si le servía de antena.
Íbamos ahí siempre por primavera desde que tenía memoria. Toda la familia; tíos, abuelos, primos. No esperábamos las vacaciones de verano, mis padres nunca vieron problema en que faltara una semana o dos a la escuela; yo lo adoraba. En ese lugar los atardeceres parecían mucho más vivos que en casa, era una fantasía despertarme escuchando el agua de la fosa que nunca dejaba de correr. Observar sentado en las jardineras de piedra el Cerro Juárez, del que gozábamos la mejor vista. Levantarme bien tempranito por la mañana para ir a perdernos en caminatas infinitas junto al río y en las entrañas del bosque de nogales.
Era algo muy familiar, muy de la comunidad hermética que éramos entre nosotros y en la que no dejábamos entrar a casi nadie, por lo que cuando en aquella primera ocasión llegó Abel acompañado por sus padres, resultó imposible quitarles el ojo de encima. Al menos fue lo que me sucedió a mí y estoy bastante seguro de que al resto le pasó igual. Resulta que sus padres eran los pastores de la iglesia a la que asistían en esos ayeres mis abuelos cada domingo sin falta, por lo que fueron ellos quienes los invitaron a pasar con nosotros una semana de primavera. Éramos herméticos, pero también encomendados a Dios, por lo que los hombres y familias de fe —mientras que esa fe fuera la misma que la nuestra, ya que no les hacían nada de gracia los católicos, judíos y mucho menos los musulmanes— eran siempre bienvenidos en nuestras casas y mesas.
Así nos conocimos.
Los adultos hicieron buenas migas con el señor Perea y con su esposa, aunque casi nadie echaba ojo a Abel y eso estaba bien, pues Abel tampoco se molestaba en parecer la clase de adolescente que le prestaba atención a nadie. Y a mí, que para entonces ya me resultaba tremendamente aburrido escuchar a los adultos citar versículos y decir amén, él me era mucho más interesante
La conversación no nació de forma sencilla, pero nada bueno puede ser muy fácil y yo lo tenía claro. Lo más complicado fue encontrar la manera de acercarme las primeras veces, pues él no daba pie para nada ni su brazo a torcer. Entonces, una tarde, descubrí que en común existía algo más que un par de padres obsesionados con ponernos a recitar oraciones para que no nos fuéramos al infierno: la pintura. Él era mucho mejor que yo, aunque también era más grande, por lo que no importaba si mi técnica no se comparaba con la suya, provista de varios años más de experiencia.
Le encantaba sentarse en las sillas más lejanas a la alberca a pintar las bugambilias, así que un día, con mucha convicción, recolecté tantas de aquellas florecillas magentas como mis bolsillos lo permitieron y me encerré en el cuarto a machacarlas con un molcajete, para después filtrarla con un calcetín y dejarle frente a la puerta un frasquito con mi marca personal de acuarela de pétalos.
Nos hicimos amigos, construimos un vínculo a base de pinturas de todos los colores que las plantas y condimentos en la casa lo permitían; también de muchas conversaciones que eran dirigidas casi por completo por él, pues yo era muy pequeño, ¿qué clase de vicisitudes de mi existencia podrían parecerle relevantes a él, que ya se veía tan mayor y seguro de sí mismo? No importaba. Escuchar sus historias era interesante. Me deslumbró antes de que me diera cuenta.
Lo que más me entristeció de aquella primavera no fue, como otros años, el hecho de dejar la casa y volver a las rutinas de la vida cotidiana, sino desprenderme de él sin saber cuándo nos veríamos de nuevo. No tenía un teléfono propio en ese entonces, y me dio mucha vergüenza pedirle el suyo para marcarle alguna vez luego de la escuela, al fin y al cabo, ¿qué le diría? Pero comencé a ir a su iglesia. En realidad aquello fue decisión de mis padres, aunque yo no iba a ser quien se quejase, eso era claro. Me escudé en que era muy bonita, no como nuestra aburrida y pequeña iglesia anterior, no, esa sí era una buena, con sus televisiones, con las letras de las canciones durante la alabanza y la adoración, casi quinientas sillas dispuestas en dos pisos, un escenario con los preciosos instrumentos de la banda y un atril desde el que todo el mundo podría ver al predicador de turno esa mañana. Sin embargo, el plan no me salió muy bien.
Los menores de edad no compartíamos el servicio con los adultos, porque este podía ser muy pesado. Así que yo esperaba encontrarme a Abel en el otro, en el dirigido a los jóvenes y acercarme a él con un reconocimiento entusiasmado, un poco más sorprendido de la cuenta para pretender que era una sorpresa verlo, que me olvidé de que sus padres eran los dueños de aquella comunidad monumental, porque admitir que estaba ahí solo por él era muy vulnerable y raro.
Fingir desentendimiento siempre fue más sencillo.
Pero no contaba con que la diferencia de edad era un problema en el hilaje un encuentro fortuito si a mí me mandaban todavía con los niños y él ya estaba en el grupo de los adolescentes. Si lo vi algún domingo fue a la salida, al las personas dentro aglomerarse y ocupar toda la calle, impidiendo el avance de los autos que pasaban por ahí. Levanté la mano en su dirección y él me sonrió de vuelta, no pude conseguir mucho más antes de que mis padres me empujaran a apurar el paso, pues teníamos otros planes.
Casi me había olvidado de él por completo, esa vez en serio, cuando llegó la primavera y volví a encontrarlo en Tasquillo. Reanudamos nuestra amistad como si nos hubiésemos visto el día anterior por última vez y no, de hecho, casi un año atrás, contando la brevísima interacción de manoteos y sonrisas lejanas a través de un cúmulo de gente que no ayudaba ni tantito. Estábamos creciendo, cambiando, por nuestra cuenta y compartiéndolo al vernos otra vez.
Continuó volviendo durante los siguientes años y nos vi encontrar todo tipo de actividades en esos días en los que las veinticuatro horas eran nuestras. Al ser más grande dejé de estar en la mira de mis parientes todo el tiempo, lo que nos dio espacio a explorar otras cosas que a su vez fortalecieron un vínculo que parecía tener cualidades casi místicas. Como si el hecho de no terminar de conocernos por completo, solo vernos una vez por año y poder ser unas personas que no todo el tiempo dejábamos salir cuando volvíamos a la vida real fuera del oasis en medio del bosque, nos hubiera permitido conocernos de un modo distinto al que nadie más podría hacerlo. Eso no lo entendía cuando era más chico, lo aprendí ya de mayor con los años en los que, sin ser del todo consciente, lo estuve extrañando en el más profundo de los silencios.
Descubrimos juntos aquellos pasadizos por el canal detrás de la casa, que si podíamos saltar sin caer al agua nos llevaba a uno de los tantos balnearios que bordeaban la zona. Íbamos ahí por la noche, ya cuando cerraban, y nos sumergíamos en las piscinas, subíamos por los toboganes que a esa hora estaban apagados y nos acostábamos dentro para platicar de las cosas que pasaron desde la última vez, con el agua haciendo formas a través del túnel translúcido y ese olorcillo a cloro y plástico alrededor de nosotros. Encontramos un montón de cascadas en nuestras escapadas al bosque, conocimos más del pueblo al que mi familia nunca me llevó si éramos solo ellos y yo. Vi su cabello alargarse, su figura embarnecer; en un punto me convertí yo en el adolescente y él en un adulto.
Pero uno nunca sabe cuándo va a ser la última vez que haga algo. Un día, de pequeño, sales a jugar con los amigos que te han acompañado a lo largo de tu corta vida, sin saber que esa noche, al volver a casa, habrá sido la última vez que los viste, pues un día ya no vinieron más a tocar a tu puerta a preguntarle a tu madre si puedes salir. Porque alguien se mudó. Porque ahora tenían otros amigos. Nunca se sabía el último día que se practicaba un hobby, cuando se guardaban los pinceles o las pelotas para no volver a sacarlos de su caja hasta encontrarlos veinte años después, tomarlos con nostalgia y mostrárselo a los hijos que entonces ya deberías haber tenido: mira, con esto jugaba yo a tu edad.
Así, la última vez que fue al pueblo, no supe que lo sería. Aunque puedo decir que la disfruté como si sí. Tal vez fue el presentimiento, esas cosas nunca se saben, pero hay algo en el pecho que lo siente, que te impulsa a reír con más facilidad. A observar los árboles y pensar lo mucho que te gusta el sonido de las hojas si el viento corretea por en medio. A inhalar profundo cuando ese amigo que has visto tan pocas veces que puedes contarlas con los dedos de las manos, pero que de algún modo se volvió tan especial, se sienta a tu lado y sabes que tienes que memorizar ese aroma que lleva su esencia exacta. La de Abel era la del pasto en sus pies, luego de andar el día entero descalzo por el jardín; y la de la crema y el jabón, los vestigios del bloqueador. Y tierra. Y un perfume que quién sabe cuál fuera, pero que le daba un toque distintivo y diferente a esos detalles que bien podrían haberme recordado a cualquier cosa, otra persona, pero ahora llevaban su marca inconfundible grabada en las Fosas Marianas de mi conciencia.
Ese año se fue a estudiar al extranjero. Sus padres resolvieron pagarle la universidad en España y lo perdí del mapa; la siguiente primavera ya no estaba ahí y se sentía más solo, más silencioso, vacío y triste. No pude recuperar nada de lo que alguna vez fue mi infancia, todos estaban más cambiados y no lo vi hasta ese momento. Mis primos ya no eran los niños con los que solía jugar a huir del dragón con el gran danés de mis abuelos, Fiona; es más, la pobre perra había muerto de vieja un par de meses atrás dejándonos desconsolados a casi todos los que la vimos desde que era una cachorra. Ahora nos sentíamos hastiados, la semana pasó tan lento y en el camino de regreso a casa solo podía pensar que me ardía la espalda, que pronto comenzaría a quitar de pómulos y hombros un pellejo tras otro de piel muerta. Que me comía el cansancio y que tenía mucha tarea que entregar para la próxima semana.
Después de esa ocasión, tampoco volví a ese lugar. Al querer hacerlo, ya de mayor, con la esperanza de reencontrarme con el que fue mi sitio más feliz, cuando la edad aún no ejercía presión para ir aquí o allá, me enteré de que en alguna de las tantas épocas de tormentas uno de los ríos se desbordó, arrasando con buena parte del valle y, así mismo, con la casa. Sacaron los muebles que pudieron para salvarlos, pero la estructura estaba dañada y nadie se mostró dispuesto a repararla. Dejamos la villa pudrirse y con ella todos los recuerdos de una familia feliz que alguna vez fuimos. O al menos supimos muy bien cómo aparentar ser.
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¡Buenas, buenas! Bienvenidos a la primera parte del primer capítulo; los actos o capítulos resultaron ser tan largos que opté por, en su lugar, dividirlos para hacer un poquito más llevadera la lectura. Me da mucha emoción compartirles esta historia, y me encantaría saber qué opinan, cuál es su impresión, qué les parece. <3
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