Entre besos y raíces | 1.1
Si hubiera sido consciente, te habría querido no más, pero mejor.
Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte.
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De la infinidad de cosas que Paulina aprendió sobre mí durante el tiempo que estuvimos juntos, Abel no fue una de ellas. Y pretendía que, al menos por un buen rato, continuara justo de esa manera.
Ni siquiera se trataba del hecho de desear mantener en secreto la verdad, tan vergonzosa como dolorosa, de que llevaba todos los años del mundo enganchado por un sujeto que no tuve en mi vida más tiempo del que sí, o que ese tipo en cuestión fuera eso: un hombre. Al final, existía una persona sabía muy bien quién era yo y era capaz de sortear con gracia esas tantas capas que interponía con el mundo, esa era ella. Antes no conocía a alguien a quien fuera tan complicado mentirle, que no cayera ni por equivocación en una sola de mis varias puestas en escena, a la cual cada una más enrevesada que la anterior.
De algún modo, por eso me atrevo a decir que eso fue un elemento crucial a la hora de caer enamoradísimo.
Nos conocimos un par de años atrás gracias a los motivos más circunstanciales de la existencia, por lo que si bien eso me convenció de que su aparición en mi vida tuvo que ser alguna suerte de señal del universo, tampoco era que los detalles fueran importantes de ningún modo.
Si puedo mencionar hechos que sí lo son un poco más, es que ambos nos percatamos de que teníamos muchísimas cosas en común. Compartíamos un mismo sentido del humor y éramos capaces de detectar las referencias a películas más improbables, esas que salían a flote durante nuestras interminables conversaciones que se extendían hasta las cinco o seis de la mañana, cuando el aviso para irnos a la cama no era nada menos que el canto de los pájaros. Pasamos muy pronto de ser desconocidos a amigos, y mejores amigos aún más rápido. Paulina se transformó en mi persona favorita en un solo pestañeo. Si algo me sucedía, fuera bueno o malo, era la primera en la que pensaba para contarle hasta el último detalle; le platiqué todas esas cosas que jamás le dije a nadie, incluso las que yo mismo traté de olvidar en más de una ocasión. Así fue que el deslumbramiento se coció a fuego lento, no fue instantáneo, pero sí de proporciones inimaginables.
Nunca estuve del todo seguro de qué día fue el que desperté y supe que, sin lugar a dudas, me había enamorado de ella. Tal vez sucedió luego de semanas sospechando y en completa negación, pues, de entre todas las cosas que Paulina era, una de ellas no era soltera.
Cuando llegó a mi vida, en la suya había estado otra persona por varios años ya: su primer y único novio. Y yo estaba bien al tanto de la existencia de aquel sujeto, incluso cuando mucho me esforzaba yo por ignorarla lo más que fuera posible. Cada cuánto a ella se le salía su nombre de entre los labios en una conversación, pero no era lo normal. Entonces, mientras una parte de mí ya se encontraba fantaseando en contra de mi voluntad sobre cómo sería estar con ella, la otra se esforzaba en no pajarear por sitios en los que no convenía.
Pero justo cuando estaba casi seguro de que en realidad no me gustaba, o no tanto, algo me recordaba que sí y no solo eso, sino que cada día tantito más. En ocasiones, lo que me alertaba era la bilis que me trepaba hasta la garganta cuando sabía que Rodrigo —su novio, cuyo nombre investigué por mis propios medios— no la trataba como yo pensaba que se lo merecía; o los celos que salían a flote si solucionaban los problemas que surgían de vez en cuando y cada día más seguido.
Enamorarme de Paulina fue un suplicio desde el comienzo. Saber que no existía oportunidad entre nosotros de algún modo facilitaba las cosas, así yo podía continuar aconsejando con toda mi buena fe. Diciéndole que su relación tenía arreglo si entre los dos ponían de su parte y se comunicaban más. Prefería por encima de todo seguir cerca, que aventurarme a exponer mis sentimientos y ser rechazados. O aún peor: confesarme, ser correspondido y luego desechado un rato después, cuando lo nuestro no funcionara porque yo estaba más enamorado que ella de mí.
Viendo la balanza, era mejor tener a mi amiga. Igual, creí, más tarde o más temprano se me acabaría olvidando la tontería.
Claro, no se me pasó. Cuando se trataba de mí, las emociones no conocían lo que era diluirse con el tiempo. Aunque no puedo echarme la culpa por completo, no era toda mía esta vez.
Algo cambió un día frente a mi nariz, lo peor es que fue sin que me percatara de ello. Y se trataba una vez más de Dante forzando a amar a los amados, pues de la cotidianeidad de sus comentarios regulares, esos piropos más bien normales adoptaron un cariz desvergonzado que yo intenté, por semanas, de convencerme se trataba solo de su forma de ser. Porque sí, Paulina era la mujer más coqueta que yo hubiera conocido en toda mi vida; no era extraño verla por ahí envolviendo personas con su carisma no porque le atrajeran, sino por la satisfacción que provocaba en ella gustarles. Sus palabras, no las mías. Me sentía poco preparado para que me enredara sin salir destrozado de una guerra que, a leguas, se veía iba a acabar perdiendo.
No lo hablamos, solo dejamos que sucediera. Ella presionó cada una de las barreras que yo procuraba levantar, y yo no opuse resistencia alguna cuando se trató de dejarlas caer.
Por fin, luego de muchas semanas llamándonos por toda clase de apodos cariñosos, de fantasear con vivir juntos, con estar con el otro, me contó que había cortado con su novio. En realidad, ella empleó el término "tomarse un tiempo". Yo nunca comprendí muy bien a qué se refería eso, ¿para qué? Creí, y aún lo hago, que si alguien necesitaba tiempo para saber si deseaba o no estar conmigo, era claro que no. Lo leí en algún libro de Laura Esquivel y le di la razón una vez tras otra: el amor no se piensa, se siente o no se siente.
Así, aunque traté de darle mi consuelo más honesto, fue inevitable no sentirme rebosante de alegría cuando me percaté de la llegada de esa oportunidad que llevaba tanto esperando. Mi abuela diría que no era más pendejo nomás porque no era más grande. Si tuviera que describir si esa "oportunidad" llegó, alegaría que sí... pero no. Sí y no era más adecuado todavía. Sabiendo lo que sé, viéndolo con su debida distancia, si pudiera regresar el tiempo, habría corrido a la primera señal de que igual las cosas no andaban tan bien.
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Recuerdo sus palabras a la perfección, son la clase de frases que, si alguien tiene la osadía de decirte, no se te olvidan nunca. Ni siquiera una vez que sana un poco el corazón: si te quiero a ti... pero también a él. Lo dijo en una llamada por teléfono, supongo que siempre es más sencillo decir cosas que sabes que duelen cuando no tienes que ver a la persona que estás lastimando a la cara. No fue su culpa, yo debí suponerlo. Incluso pienso que lo sabía, solo estaba jugando al ciego.
No es que no supiera a quién elegir entre su entonces ex o yo, sino que deseaba escogernos a ambos. Al principio no lo comprendí, y, si soy honesto, nunca terminé de hacerlo del todo. Me contó que, en su mundo ideal, podía permanecer con ambos al mismo tiempo; pero si algo teníamos en común Rodrigo y yo, es que a ninguno nos gustaba la idea de ser medias opciones para nadie. Yo, admito, le llevaba ventaja: al menos yo sí sabía de él, él nunca supo de mí.
Cuando terminaron de forma definitiva, fue porque él era incapaz de darle a Paulina el tiempo que necesitaba para pensar. Siempre acababa apareciéndose en la puerta de su casa con las excusas más baratas, convenciendo a su mamá de que la hiciera bajar para hablar. Creí que habiendo desaparecido una de las opciones que la hacían barajarse de esa manera los detalles de su vida amorosa, nada más quedaría yo. Y para entonces era tal mi enamoramiento que ni siquiera me importó ser la elección por default, mientras me quisiera solo a mí.
Si algo puede golpear muy fuerte la moral es saber que, aún sin otros platos en la mesa, no eres a quien van a elegir. Ojalá alguien me lo hubiese advertido.
Yo estuve siempre listo para hacer cualquier cosa por ella. Yo, el eterno negado a tener hijos, comencé a considerar que podríamos conseguir que funcionara solo porque Paulina adoraba a los niños. Yo, que no creía en el matrimonio, fantaseaba con casarme con ella algún día. Vivir juntos. Entregarle mi existencia, si la quería.
Y estaba muy consciente de que no era ni lo correcto ni lo más sano arrojar a la boca del volcán lo que era y en lo que creía, por otra persona... sin importar cómo o cuánto la quisiera. No era la primera vez que me encontraba ahí, en la disyuntiva entre mi adoración personificada o yo mismo, y aun así traté de engañarme —y lo logré, aunque sea por un tiempo— para pensar que en el pasado fue distinto. Cuando era más chico estaba mal, no obstante, no ahora. Al ser yo un adolescente enamorado fue solo la manipulación de una mujer mayor que supo aprovechar el glitch. Escabullirse entre los pliegues de mi cerebro en un instante de vulnerabilidad, en el que me habría aferrado a ella o a cualquier otra persona para así poder sentirme un poco mejor. Más querido. Y si no era así, al menos deseado. Ahora tenía que ser amor del bueno, ¿no? Paulina era la indicada y no estaba mal cambiar un tanto por aquí, otro por allá, para hacer feliz a una persona que en serio amaba y me profesaba lo mismo de vuelta.
Entonces las semanas pasaron, una sobre otra y se agolparon por pares, por decenas. Incluso comenzó a referirse a mí como su novio. Éramos una pareja y no existía forma en el universo de que todo fuera una confusión de mi parte y en realidad estuviera equivocado. ¿Cómo se malentiende cuando una persona te dice que te ama? ¿Que quiere vivir contigo y se casaría si se lo propusieras? Sí, tal vez pequé, pero no fue de imaginativo, sino de crédulo.
Justo cuando yo me sentía a punto de tener para mí todas esas cosas que siempre quise, me dijo que no buscaba una relación. "No en este momento". Su argumento fue que había estado muchos años en una y no conocía nada más, quería experimentar. Claro que me sentí herido, me embargó una sensación de que no era suficiente para que deseara quedarse conmigo, y aun así trató de borrar todas esas dudas, asegurando que yo era su alma gemela, su otra mitad, y que yo siempre iba a ser su prioridad. Así, supuse que dejarla andar libre para experimentar, fuera lo que eso significase, no me representaría mucho esfuerzo. Al final me amaba a mí. Pero claro, del dicho al hecho...
Yo estuve bien con no formalizar al principio, cuando sus palabras no cambiaron nada. Al descubrir de lo que se trataba, no me gustó ni tantito.
Paulina se transformó muy deprisa en una persona que yo era incapaz de reconocer y que no estaba seguro de si me terminaba de encantar. Era usual que se fuera de fiesta con el objetivo único de tomar hasta emborracharse, lo que no resultaba complicado considerando lo nada acostumbrada que estaba a beber. Con ganas de que la vieran y la desearan, porque así se sentía mejor con ella misma. Solía decirme entre risas que era acuario, y a mí no me hacían nada de gracia sus chistes.
De todos modos, resolví el soportar el dolor que arañaba mi pecho en cada ocasión que salía. La tristeza paralizante que se adueñaba de todos mis nervios cuando sabía que se mensajeaba con algún vato que conoció en una de sus tantas fiestas. La furia ineludible las ocasiones en las que las personas que se esforzaba en llamar amigos la dejaban sola en un bar, al cuidado de cualquier hijo de vecina que conoció esa misma noche. Al final, era un consuelo que salía, pero siempre volvía; se mensajeaba con otros, sin embargo, los tiraba a un lado al cabo de unas semanas, si no era que días, una vez que se aburría de ellos. Yo era constante, a mí no me echaba fuera. Pensé que eso solo significaba que debía darle tiempo al tiempo, no ser como Rodrigo, al que dejó por no saber darle su espacio; ser yo. Aarón, el que no hace dramas, el que la esperaba, el que no le montaba escenitas de celos.
Si ella salía por atención, yo no era mucho mejor arrastrándome por afecto.
Toda nuestra relación fue en un declive tan obsceno que no vi venir, sin embargo, debí haber supuesto.
Una vez que aprendí a lidiar con la aflicción de saber que salía y coqueteaba con otras personas, cuando creí que eso era todo lo que iba a tener que soportar, vino lo demás. No estoy seguro de si lo hizo a propósito, de hecho, jamás llegué a saber si me daba más coraje, más miedo y más tristeza pensar en que hacía todo eso para probar mis límites e ir estirando de a poquito... o que solo yo no le importaba lo suficiente. Su boca decía te amo siempre al despertar, pero sus acciones gritaban "en realidad, ni tanto". Que sus ojos, al mirarme, susurraban "eres todo para mí", y al darle su atención a otro, también eran capaces de formular el más cruel "como bien lo podría ser alguien más".
Los besos fueron complicados, y ni siquiera tuve que verlos.
Yo nunca salía con ella, no hubiera sabido cómo lidiar con el hecho de que me despreciara así en mi propia cara, por lo que prefería solo no hacerlo. Aunque eso no me salvaba de conocer los detalles que menos me importaban. Me contaba con cuántos tipos se besaba, y lo decía muerta de risa. Muy orgullosa de sí misma al saber que podía tener a quien quisiera en la palma de su mano. A veces la odiaba por ser tan guapa, con esa piel morena y el cabello negro que podía poner a cualquiera de rodillas. De no serlo tanto, jamás se hubiera salido tan fácil con la suya en su empresa por recuperar todos los años de adolescencia perdida.
Y quizá en algún punto resolvería el llevar la tortura de forma más llevadera, de no empeñarse ella en volverme el confidente de sus aventuras bajo la excusa de ser su mejor amigo y si no, ¿a quién se lo iba a contar? Y yo, para no hacerla sentir mal, o como que no me importaba, debía tragarme el dolor, poner buena cara y pretender que estaba tantito interesado por su noche. Creí que era egoísta de mi parte no escucharla, cuando era algo que era importante para ella; pocas veces me detuve a pensar en lo horrible que era de la suya hacerme parte, sabiendo de sobra lo enamorado que estaba. Pues no era como que ella me soltara tampoco; aún deseaba que la piropeara, que la anhelara, que la amara por sobre todas las cosas y fuera su eterno incondicional. Insistía en que aún estábamos juntos. Sin etiquetas. ¿Por qué las quieres? Me dijo una vez. Si somos una pareja, nos comportamos como una, ¿para qué necesitas ponerle nombre? No supe qué responder, así que solo acepté que las cosas eran así.
Paulina fue lo más cercano que yo estuve alguna vez de conocer lo que era la felicidad, la de verdad. Esa de la que todos escribían libros y canciones, hacían películas y pintaban cuadros. No obstante, igual fue mi caída más profunda; no rápido, pero sí duro. Hasta el subsuelo, a un desconocido círculo del infierno reservado para esos que eran tan desgraciados como lo era yo.
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¡Buenas! Espero que estén teniendo un lindo viernes, espero que les haya gustado la parte uno del capítulo dos. Supongo que para entonces ya estarán intuyendo más o menos cómo es la personalidad y los patrones de Aarón. Me encantaría saber qué piensan sobre él, sobre Pau, sobre todo.
Los quiero mucho, nubecitas. Nos leemos pronto.
XX, Anna.
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