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veintidós

Tenía las manos de Will cerca, a un simple roce de sus dedos, pero no fue capaz de tomarlas. Tampoco fue capaz de aguantar su mirada oscura, como si la expectación que irradiaban sus ojos marrones le resultara cegadora. Maddie era un matojo de nervios; para colmo, miles de pensamientos rápidos y contradictorios oscurecían su mente y, por tanto, no podía pensar con claridad.

No había imaginado llegar hasta ese punto. Estar en el apartamento de Will aquella noche lluviosa era, de hecho, una situación que ni siquiera había contemplado en su plan. Madeleine logró hacer una mueca, insegura, pero no llegó a verbalizar lo que sentía.

Quería besarle. Quería hundir sus dedos en su rebelde cabello negro y hacer las cosas que había leído, visto y oído. Quería dejar que el calor de Will la engullera como otras veces; quería sentir su piel contra la suya, su respiración contra la garganta y sus manos sobre todos los rincones del cuerpo; quería confiar en él, pero la inseguridad estaba clavada en ella como una astilla: era algo pequeño que se había quedado ahí, molestando, supurando y contaminando estructuras contiguas. 

Alzó la vista un instante y volvió a cruzarse con aquellos ojos oscuros, profundos, que la observaban con cierta esperanza.

Se sintió algo abrumada. Agachó la cabeza de nuevo. Inspiró profundamente y echó el aire por la nariz mientras se colocaba un mechón de pelo tras la oreja. Will no había movido las manos de su regazo; paciente, seguía ofreciéndoselas en señal de confianza. Maddie las observó unos largos instantes, con detenimiento, y, por fin, despacio, decidió tomarlas.

—No pasa nada si no quieres —le recordó él, con un ligero tinte de preocupación en la voz.

—Sí que quiero —más que para Will, era una afirmación para ella misma, como si decirlo en alto fuera el pequeño salto que necesitaba para lanzarse a la piscina. —Pero...

—¿Pero...?

Maddie se había besado más veces con Will que con ningún otro hombre. De hecho, aquel número de besos no era más que una auténtica mojigatez en comparación con los números abismales que manejaban otras chicas de su edad y, cómo no, le avergonzaba. Le avergonzaba hasta tal punto que temía que Will se diera cuenta, así que se armó de valor y le dijo:

—Cierra los ojos.

El pelinegro le dedicó una sonrisa divertida, pícara, que mostró aquellos hoyuelos tan encantadores. Obedeció, cerrando los ojos despacio.

—Qué intriga. El suspense crea expectación, ¿no? 

—Mantenlos cerrados—insistió ella. 

—Sí, sí. Palabrita. Te lo prometo —Will no pudo evitar soltar una risilla. Solo le quedaba removerse en el sitio, incapaz de contener la ilusión.

Madeleine se aseguró de que Will estaba cumpliendo su promesa y devolvió la vista a sus manos. Las asió con más seguridad, sin tanta timidez, dejando que las yemas de sus dedos sintieran cada aspereza de las manos de Will, cada pequeña curvatura, cada línea. Empezaba a sentir cómo la electricidad recorría cada fibra nerviosa. 

Alzó la vista fugazmente para ver si Will había abierto los ojos. —¿Cómo haces para sacar muestras diminutas con estas manos?

—Aunque me especialice en nanoingeniería, trabajo con cantidades grandes. Kilos por segundo. Cantidades elevadas a seis, nueve o doce. Es lo que me diferencia de un químico.

La de gafas esbozó una sonrisa mientras seguía acariciando con gentileza las manos del ingeniero. —Podrías hablarme más sobre tu doctorado.

—¿Estás segura? Si empiezo, no callo. A lo mejor prefieres que cierre el pico. No sé, hablar de catalizadores, fórmulas y todo eso es un poco... coñazo, supongo, si no te gusta la química. Y la física. Y las matemáticas. Joder, cómo odio las mates...

—Pero se te dan bien.

—Eso no impide que las odie, Maddie.

La diferencia entre sus manos era, cuanto menos, fascinante, y resumía bien la historia de cada uno: las manos de Madeleine eran delicadas, suaves y algo laxas; las de él, sin embargo, eran firmes y fuertes, curtidas durante años por los múltiples golpes del balón. Cuando se sintió lo suficientemente cómoda, Maddie jugueteó con los dedos de Will unos instantes, y él se dejó hacer. 

Sin previo aviso, entrelazó sus dedos con los de Will.

Él pareció sorprenderse. Luego frunció el ceño y la nariz, fingiendo asco.

—Ay, qué grima. Bueno, creo que voy a hablarte sobre uno de mis temas favoritos, que es la creación en cadena de estructuras ribosómicas para mejorar el proceso de mejora de algunas vacunas...

Madeleine soltó una carcajada suave, sinónimo de que ya estaba relajada. El pelinegro parecía ser ese tipo de persona con verborrea nerviosa; le resultó tierno y atrayente a partes iguales, y le concedió la confianza suficiente como para cambiar su agarre a uno más decidido. 

Will se estremeció levemente. Notó cómo Maddie conducía sus manos hacia algún lugar y, aunque el recorrido duró escasos segundos, no pudo evitar imaginarse la cantidad de sitios en los que podía poner las manos. ¿Su espalda? ¿Su cintura? ¿Sus muslos...? 

Resultó ser su cuello, cerca de su mandíbula. Tener los ojos cerrados le hacía sentir todo intensidad. El corazón le golpeaba el pecho como si estuviera intentando romperle el esternón. La respiración suave de Maddie era algo más que un simple cosquilleo cerca de su nariz. Notaba el cuerpo de Madeleine más cerca, emanando calidez, y el mero roce de sus piernas fue como una especie de descarga eléctrica. Will aceptó el beso de Maddie sin rechistar, casi con alivio, porque aquellos segundos le habían parecido una tortura eterna.

Maddie se alejó de Will para asegurarse de que continuaba con los ojos cerrados y volvió a besarle, aquella vez más decidida, pero más lento, disfrutando de la sorprendente suavidad de los labios del pelinegro. Quiso preguntarle si continuaba utilizando el bálsamo de cereza, pero él tenía otra idea en mente. 

Profundizó el beso, despacio, haciendo un esfuerzo enorme para no parecer violento. Y Madeleine, inexplicablemente, le siguió el ritmo. 

En realidad la explicación era corta y concisa: tenía ganas. Muchísimas ganas. Tantas, que se olvidó de seguir guardando las manos de Will con las suyas; se moría por hundir las yemas de los dedos entre los rizos oscuros del chico, y, sin ponerse aquellas estúpidas restricciones, lo hizo. Se dejó llevar. Se olvidó en todos los pasos necesarios que, según internet, necesitaba cumplir para ser considerada alguien que besaba bien. De todas formas, a Will no parecía importarle mucho.

Era como si hubieran puesto en pausa el beso del invernadero y lo hubieran retomado. Era una continuación de aquel beso ardiente, en el que sus lenguas chocaban de vez en cuando, ansiosas por explorar la boca del otro. Madeleine sentía que entre ellos había algo quemándose, algo abrasador que iban a tardar en apagar.

Madeleine notó que la piel se le erizaba y supo que Will necesitaba sentirlo también. Volvió a tomar sus manos aprovechando una breve pausa para respirar.

—Cierra los ojos. —le recordó en un susurro algo ahogado. 

Sus cuerpos demostraron perfecta sincronía: Maddie se acercó un par de centímetros más a Will, y viceversa. Él dejó que Madeleine guiara sus manos de nuevo, pero aquella vez fue más rápido y menos tortuoso. Notó la piel tersa y suave al principio; luego, Madeleine le condujo hacia arriba, con suavidad, y descubrió que sus manos estaban en pleno contacto con los muslos de Maddie. Eso fue suficiente para volver a buscar sus labios, a ciegas, y para volver a besarla con cierta vehemencia.

—Durante los besos —comenzó a decir—, se libera una cantidad inmensa de dopamina —subió un poco más sus manos y hundió las yemas en la carne—, serotonina —acercó el cuerpo de Madeleine al suyo con un empujón—, epinefrina y oxitocina.

Ella se limitó a asentir, haciendo que sus narices chocaran. Estaba tan concentrada en dirigir el movimiento de Will que ni siquiera se enteró de lo que estaba diciendo entre aquellos besos húmedos. Estaba tan concentrada en descifrar por qué sentía un cosquilleo frío en algunas zonas del cuerpo que dejó de prestar atención. 

Will repartió un par de besos por la comisura de los labios de Maddie antes de darse cuenta de que estaba pasando algo. Se detuvo. No le quedó otra que abrir los ojos. Madeleine estaba pensativa, con la vista perdida entre las gotas de lluvia, con su tacto suave aún sobre las manos de Will. Él tardó unos instantes en reaccionar.

—¿Pasa algo?

Quizá habían sido sus estúpidas palabras sobre neurotransmisores y hormonas. Quizá era la posición; Maddie estaba prácticamente encima de él, con las piernas casi sobre su regazo. Quizá se había pasado de fogoso; Maddie había dejado claro que quería tomarse su tiempo, que prefería que las cosas fueran lentas... pero Will no sabía cuánto tiempo más iba a poder aguantar, y más aún sabiendo que estaba llevando su ropa.

Madeleine cruzó una mirada con él, profunda, analizando cada fina línea marrón que coloreaba sus ojos pardos. —No, nada.

—¿Segur-

La de gafas le tapó la vista con una mano. Utilizó la contraria para agarrar una de las manos de Will y, sin previo aviso, la guio por las únicas partes del cuerpo que aún no había sentido. Madeleine dejó que Will le acariciara la piel del costado y de su espalda, las zonas donde notaba ese cosquilleo infernal. La calidez del tacto de Will se le esparció por todo el cuerpo. 

Él no necesitó más instrucciones e inmiscuyó su otra mano por debajo de la sudadera. Madeleine se inclinó para darle una última advertencia antes de volver a besarle:

—Los ojos.

—Están cerrados, Maddie. —su voz sonó con ese timbre cantarín y juguetón. Aún así, se fio de él y, mientras le plantaba un beso en los labios, retiró la mano de su rostro. 

Madeleine le guio hasta su pecho, sin pensarlo, casi de forma instintiva, como si necesitara que Will ahuecara las manos sobre sus senos. El 'joder' que murmuró vibró contra los labios de ella, que solo pudo pedirle silenciosamente que explorara bien cada centímetro de piel que escondía la sudadera. Soltó las manos de Will y dejó que le acariciara el cuerpo.

No era del todo gentil, pero tampoco resultaba abrumador. Era la mezcla perfecta entre ambas cosas, entre un tacto tímido y experimentado que ejercía la presión suficiente para que Madeleine necesitara buscar aire más a menudo. 

En cualquier otro momento, Will habría pensado que aquello era un sueño febril o un efecto secundario de los ansiolíticos, pero era tan real que rozaba lo ilusorio. Tenía a Madeleine -casi- sentada encima, jadeando porque le estaba tocando en lugares con los que solo había fantaseado; lugares tan remotos como sus pechos, aquella cintura estrecha... Lugares que también se moría por besar, así que buscó el cuello de Madeleine mientras hacía el amago de quitarle aquella sudadera que, con toda probabilidad, no iba a lavar en unas cuantas semanas.

—¿Puedo?

No necesitó un sí: Madeleine colocó la mano en su nuca y empujó la cabeza de Will, que no tardó ni un segundo en repartir varios besos ligeros, al principio, y luego sonoros y húmedos por el cuello de Maddie, por ese pequeño recoveco que se formaba tras su oreja y en los huesos de las clavículas.

Madeleine no era consciente de lo agitada que estaba su respiración. Era algo que, con toda probabilidad, le habría avergonzado. Tampoco se dio cuenta de que tenía la sudadera casi a la altura de los hombros, dejando su pecho al descubierto si no fuera porque Will se estaba encargando de taparlo; tampoco advirtió cómo su cuerpo se iba rindiendo ante el peso de Will; pero sí notó que se sentía bien. Elevó la vista al techo. De sus labios se escaparon cuatro palabras ininteligibles en un susurro.

Recobró la conciencia cuando notó que tenía la espalda contra el sofá. Will estaba inclinado sobre ella, imponente, con las manos hundidas en la tapicería oscura a los lados de su cabeza. Los rizos le caían, aún algo húmedos, sobre la frente. La estampa era para enmarcar, pero Maddie sintió el frío en su abdomen y se bajó la sudadera de golpe, soltando una especie de grito ahogado y notando cómo la vergüenza sonrojaba sus mejillas.

—Oh, Maddie —dijo Will con tono quejoso y una mueca—.  Es como si fuera ciego y me dieras un libro en Braille sin enseñarme antes a leer. 

La susodicha alzó las cejas, sorprendida. —¿Qué?

William se encogió de hombros y, por alguna razón, a Madeleine le hizo reír a carcajadas. Se tapó la cara con las manos, pero Will tomó sus muñecas.

—No te ocultes —a pesar de la dulzura del gesto, Maddie notó una firmeza inusual en su voz—. Quiero verte.

Seguro que aquellas palabras le hicieron sonrojarse aún más. 

—Pues entonces —estiró los brazos y logró colocar sus manos sobre el rostro de Will. Notó cómo sus mejillas se alzaban al sonreír—, vas a tener que cerrar los ojos otra vez.

Madeleine escuchó una risa grave pero suave y, justo después, notó que Will volvía a asir el bajo de la sudadera. Levantó la tela despacio. 

—Bueno, pues tendré que seguir haciéndolo a ciegas...

Por un instante, solo se pudo oír el repiqueteo de la lluvia. Maddie se armó de valor para apartar una mano del rostro de Will. Él infló el pecho de aire, como si estuviera preparándose para algo sumamente importante. Ella metió la mano libre por debajo de la camiseta holgada que llevaba el pelinegro, sintiendo, con timidez, cómo ardía su definido abdomen. Asió la tela y Will no tardó ni dos segundos en quitarse la camiseta. La lanzó sin despegar la vista de Maddie. Luego, la de gafas colocó su otra mano en la mandíbula de Will, invitándole a que se inclinara hacia ella para besarla, dispuesta a subir los brazos en cualquier momento para deshacerse de la sudadera...

Hasta que el estridente zumbido del timbre rompió el silencio. 

Will se sobresaltó de forma tan abrupta que se cayó del sofá. Prácticamente hizo una voltereta hacia atrás para levantarse del suelo, recuperando su camiseta con un ágil movimiento. Madeleine se reincorporó, como si tuviera un muelle pegado a la espalda, y se quedó sentada con la rigidez típica de un suricato y los brazos pegados al pecho. 

Quien estuviera detrás de la puerta llamó de nuevo, pulsando el timbre de forma discontinua pero rítmica y dando a la vez un par de golpes en la madera.

—¡Joder, ya voy! —bramó Will, poniéndose la camiseta mientras abría la puerta.

—Te he llamado seis veces porque-

Eardson se detuvo en cuanto vio a Madeleine. Le dedicó una mirada interrogativa. Madeleine le devolvió una cargada de vergüenza y una pizca de terror. El joven rubio se volvió hacia Will, que se había apoyado contra el marco de la puerta, aún abierta con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. 

—Ah... —Eardson asintió despacio mientras se mordía el labio inferior, comprendiendo poco a poco la situación. Se volvió hacia su compañero de equipo. —No sabía que... estabas... ocupado...

—Por algo no te contestaba al teléfono, campeón. 

—Ya. Eh —se rascó la frente con el pulgar y se dirigió a Madeleine—, perdona. Supongo que estamos empatados.

Maddie sacudió la cabeza e hizo un gesto con la mano para restarle importancia. La de melena castaña y el rubio cruzaron una última mirada que podría catalogarse como cómplice. 

Will suspiró con hastío.  —¿Y? ¿Estás aquí en calidad de amigo, vicecapitán o ambas? Debe ser importante, porque tú nunca me llamas y tampoco sueles venir a mi casa dando porrazos.

—Ah —Eardson se giró hacia Will y recuperó su mal humor característico después del aparente shock—, como vice, claro. Si no, ¿para qué vendría hasta aquí? 

—¿Para pasar tiempo con un amigo, puede ser?

—Bueno. Son Ben y Luca. Han suspendido los exámenes y-

—¿¡Que Benjamin y Luca han suspendido qué!? —exclamó Will, tan fuerte que seguro que le oyó medio campus. 

Eardson se encogió de hombros. —Tienen las neuronas suficientes para respirar y rematar a la vez. A veces, ni eso. No sé por qué te sorprende. No es la primera vez. La cosa es que también les han suspendido la beca deportiva. Y por ende...

—Joder. —Will se llevó las manos a la cara y se la frotó mientras emitía una especie de grito cargado de frustración. 

—Siento haberte jodido el polvo por esto, pero-

—No estábamos- —Maddie se calló al instante y se guardó el apunte para sí misma. Frunció los labios y se acurrucó en el sofá.

—Lo siento. —reiteró Eardson, aunque no sonaba muy arrepentido. Parecía decirlo por pura cortesía. 

—La verdad es que ha sido anticlimático de cojones, sí. —bufó Will, que chasqueó la lengua con enfado. Miró a Maddie con una especie de sonrisa triste. —Te llevo a casa.

—¿Y a mi no, que vivo en la otra punta de este puto campus?

—Pues no, Eardson. Te aguantas, envidioso de los cojones.

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a quién vais a odiar más?

a mí por no daros lo que queréis

o a eardson por romper el momento??????

un besito 

mua!

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