uno
En las sinfonías siempre hay una melodía que se repite, aunque sea de diferentes formas, a lo largo de toda la obra. En la vida de las personas, siempre hay algo parecido: un leitmotiv constante que, aunque se presente en momentos distintos, siempre es el mismo. El amor, el dinero, la familia. Algo que no se crea ni se destruye; cambia, y siempre está ahí.
El leitmotiv de Madeleine había sido el éxito académico. Su abuela contaba que, desde pequeña, ya agarraba algunos cuentos y los leía, aunque fuera técnicamente imposible que un bebé de meses pudiera leer. Todo el mundo -su madre, su padre, sus tías, sus vecinos- hablaba de Madeleine como si se tratara de una especie de ave exótica en peligro de extinción, de alguien sublime que necesitaba ser cuidada por si sucedía alguna tragedia que la borrara del mapa. Sí, había sido una niña precoz, porque había aprendido a gatear, caminar, hablar y escribir antes que nadie, pero eso la condenó a que la única constante en su vida fuera la excelencia académica.
Primero se presentó en la forma más simple: en párvulos, consiguió pintar sin salirse del dibujo casi a los dos días. Luego, en primaria, comenzó a entender los conceptos abstractos que niños de su edad no comprendían. Madeleine era brillante. Sobresaliente en todos los sentidos.
En el instituto continuó siendo la Madeleine de siempre, la que sacaba la máxima nota y la que escribía poemas en las esquinas de sus cuadernos, y, aunque aquello le causó problemas, consiguió lo que todo el mundo esperaba.
Cuando llegó la carta de admisión de Harvard se puso a saltar de la alegría. Cuando se enteró de que formaba parte de un programa de becas, lloró. De alegría, claro.
Y durante su estancia en la universidad aquel sentimiento de perseguir la distinción cum laude siguió ahí, con ella, constante.
Pero uno desea lo que no tiene.
—Nena, ¿por qué no sales y te buscas una vida fuera de... esto?
Madeleine alzó la cabeza, retirando la vista de su ordenador e ignorando los miles de textos que tenía alrededor. Se topó con su compañera de piso y amiga, Sylvia, una joven de estatura baja, melena rubia y ojos fascinantemente grandes. Se llevaban tan bien que habían alcanzado un nivel de confianza donde las verdades eran hirientes.
—¿Qué quieres que haga?
—No sé, sal de fiesta conmigo.
—Tengo que acabar esto.
—Maddie, ¡déjalo! ¡Tampoco es tan importante!
La susodicha pestañeó un par de veces, incrédula. —Es mi tesis. Final. —añadió.
Sylvia agitó sus brazos en el aire y señaló el único pasillo del viejo apartamento. Por alguna razón que no se debía a la laca, su melena rubia no se movió. —¡Descansa un rato! ¡Tu tutora te ha dicho mil veces que es la mejor tesis que ha leído nunca y te empeñas en seguir con ello! —lanzó una especie de gruñido, un sonido gutural fruto del más puro hartazgo— ¡Luego te quejas de que no tienes vida social!
Madeleine frunció el ceño. —Yo no me quejo de no tener vida social.
—¡Eres una rata de biblioteca! ¡Sal de fiesta!
—¡El problema es que tú no das un palo al agua! ¿Cuánto tiempo llevas con la asignatura de antropología suspensa?
—¡Al menos me entretengo mientras hago cosas más productivas!
—¿Como ir a comprar incienso?
—¡Hay que limpiar las energías de esta casa! —y volvió a soltar un grito. Se giró dramáticamente (sin despeinarse) y, antes de salir de la habitación de Madeleine, dijo: —Voy a poner algo de incienso de canela. Necesito atraer el amor a tu vida antes de que te vuelvas una erudita elitista.
Madeleine solo pudo soltar una risilla mientras agitaba la cabeza. Una parte de ella deseaba que, como en la vida de Sylvia, su constante fuera el amor, aunque siempre fuera fallido. Maddie solo quería una pizca del romanticismo que siempre había leído, una gota de lo que todos sus amigos habían probado. Quería contar las historias que Sylvia, Matt y Grace, sus compañeros de piso, contaban los domingos por la tarde. Quería poder sentirse querida, quería sonreír con calidez a alguien que, aunque fuera por una noche, le hiciese sentir lo que sentían las protagonistas de los libros que leía.
Pero alguien como ella -lógica, algo fría y, sobre todo, excelente- no podía permitirse el lujo de soñar abiertamente con aquello.
Inspiró profundamente y miró por la ventana del viejo apartamento compartido. Atardecía. Llevaba casi seis horas encerrada en su habitación, así que quizá Sylvia tenía algo de razón a pesar de ser la más desquiciada de la casa: no le vendría mal salir de allí.
Se puso los zapatos y agarró la correa de su perro. El simple tintineo de la cadena hizo que el Golden Retriever de pelaje largo y amarronado apareciera por la puerta que Sylvia había dejado entrecerrada, asomando el hocico por el hueco. Madeleine sonrió.
—¿Vamos de paseo, Tofu?
El movimiento rápido de su cola, que se golpeaba con algún mueble del abarrotado salón, era indicio de que, evidentemente, estaba deseando salir a la calle. Madeleine ancló la correa al collar rojo del perro y salió de casa con él, no sin antes gritar un fuerte ''¡vengo en un rato!'' para avisar a sus compañeros.
Los perros eran el segundo leitmotiv en la vida de Madeleine, aunque se habían presentado en forma de peluche y juguete antes de que Tofu llegara dentro de una caja agujereada de un microondas. Siempre había querido un perro, pero estudiar era más importante. Los ''para tu cumple, Maddie'' se convirtieron en ''para cuando estés en el instituto, Maddie'' y pasaron a ser un ''para cuando te gradúes, Maddie''. Al final, harta de las promesas, fue ella quien decidió adoptar al cachorro. Ninguno de sus compañeros de piso se opuso, así que terminó siendo el quinto integrante de la casa.
Vivir cerca del campus de Cambrigde significaba tener un gran jardín a disposición de Tofu, que adoraba correr por el césped y destrozar algún que otro parterre. Madeleine solía pasear con él por los parques de la zona y, a pesar de que siempre había algún que otro chico paseando a su perro, nunca había sentido esa chispa. En resumidas cuentas, lo de ligar por tener perro era mentira. Nadie, salvo algunos adultos más responsables que un universitario, había intentado coquetear con ella. Bueno, y Maddie mentiría si no dijera que nadie le había llamado la atención. Quizá, ser tan selectiva era lo que le estaba pasando factura. Grace, por ejemplo, no lo era, y terminaba todos los sábados con alguien diferente. A lo mejor ese era el problema de Madeleine.
Avistó una paloma subida en una de las mesas de ajedrez que estaban repartidas por el parque. —Oh, no.
Tofu tenía una obsesión con cazar palomas. Madeleine había utilizado todas las leyes del conductismo para erradicar aquella conducta, pero no pudo hacer nada contra la naturaleza. Solo podía dejarle ser. Y eso conllevaba un buen tirón de correa y una carrera de cien metros lisos.
El perro salió corriendo y Maddie no tuvo más remedio que ir tras él.
Y pum.
—¡Joder!
—¡Ay!
Madeleine se topó con una pared... o al menos eso pensó. Cuando se dio cuenta de que no tenía la correa de Tofu en la mano, tuvo un instante de pánico. Fue entonces cuando, al retirarse, se dio cuenta de que se había chocado con alguien. Y con razón había sido un golpe de los fuertes: aquella persona, de envergadura considerable y torso estoico, era literalmente igual de alta que una pared.
—Per-
—¡Tofu! —gritó Madeleine, ignorando la disculpa entrecortada del desconocido con el que se había chocado.—¡Tofu, ven aquí!
El perro estaba demasiado lejos como para echar a correr. Saltaba de un lado a otro, en el césped, arrastrando la correa y llenándola de verdín, feliz y ajeno a las demandas de su dueña. Ella, resignada, hizo ademán de ir tras él, pero notó que alguien se le había adelantado. Una figura masculina, aquella pared con la que se había topado, había conseguido alcanzar a Tofu.
Llevaba un chándal que parecía el merchandising de algún equipo, el pelo revuelto y una enorme bolsa de deporte con una botella de metal colgando de un extremo. A pesar de tener una mirada ávida y el cuerpo de una persona con la que no te gustaría meterte, sonreía con amabilidad y cierta simpatía mientras sujetaba la correa de Tofu, que caminó a su lado sin rechistar tras un par de ñoñerías. Madeleine se quedó plantada en el sitio y le vio caminar hacia ella con toda la tranquilidad del planeta.
—Perdona. —se disculpó, al fin. Mientras entregaba la correa a Madeleine, frunció el ceño y la señaló. —Oye, ¿nos conocemos...?
—No, creo que no. —rio ella, frotando el lomo de Tofu, que se sentó a su lado. —Gracias por recuperar a-
—Tu perro, ya. —le cortó él. —Es que me suenas un montón, como si tu perro se hubiera escapado más veces...
Madeleine fingió una sonrisa y continuó acariciando el pelaje de Tofu. —No, no. Creo que te equivocas.
No se equivocaba. Era Will, aquel chico con sonrisa encantadora, hoyuelos y cabello negro como el carbón que aquel día de invierno hizo que Tofu no destruyera todos los balones de la cancha de voleibol del pabellón de deportes.
—Ah, bueno. Entonces, —se aclaró la garganta y le tendió la mano. —Soy Will, y siento haberme chocado contigo.
Algo reticente, le estrechó la mano. Era algo áspera y llevaba un par de dedos vendados con cinta blanca. Madeleine trato de no hacer demasiada fuerza. —Maddie. Y también siento haberme chocado.
—¿Te has hecho daño? Ibas a toda velocidad.
—No, estoy bien. —y volvió a mentir. Le dolía el pecho, pero no iba a admitirlo ante él, que se inclinó para poder acariciar al perro que acababa de recuperar.
Le acarició por detrás de las orejas. Era tan alto que casi tuvo que acuclillarse. —¿Cómo se llama?
Normalmente, Madeleine no solía sonreír a extraños -o casi extraños-, pero lo hizo porque la escena le produjo algo de ternura. Tofu parecía feliz porque alguien aleatorio le prestara algo de atención y enseñaba sus blanquísimos colmillos en una especie de sonrisa perruna; Will, que también parecía contento por poder acariciar a un perro, también mostraba sus dientes en una sonrisa abierta.
—Tofu. —respondió por fin Maddie.
—¡Qué nombre más gracioso! ¿Y cuántos años tiene?
—Dos recién cumplidos.
—¡Anda! —continuaba acariciando al perro con sus manos grandes y ajadas. Maddie se dio cuenta de que llevaba el meñique y anular de la mano derecha entablillados, y el corazón y anular de la izquierda, también. Sería por jugar al vóley, supuso. —Creo que le caigo bien.
—Oh, a Tofu le cae bien cualquiera que le dé mimos.
—Vaya, así que tú y yo no tenemos una conexión especial, ¿eh? —dijo al can. Dejó de inclinarse hacia delante y volvió a erguirse, alto como una espiga, y a pesar de parecer intimidante, sonrió. —Bueno, ha sido un placer, esta... eh, ¿Maisie...?
—Maddie.
—¡Ah! —chasqueó los dedos de la mano derecha y luego agitó el índice. —Maddie, Maddie... No se me olvidará, lo prometo. —por alguna razón, la susodicha tenía la sensación de que, en efecto, se le olvidaría. Will volvió a fruncir el ceño. —¿Vienes mucho por aquí?
—Sí. —contestó, con algo de sequedad.
Will volvió a sonreír. ¿Acaso no se cansa de hacerlo? —Bien. Pues, Maddie, —dijo su nombre con aire divertido, como si se tratara del cierre de una promesa, como si cada letra le hiciera cosquillas en la lengua— supongo que te veré pronto.
Maddie intentó devolverle la sonrisa. —Sí.
—Y a Tofu también, ¿no? Porque no vendrás sin él, ¿verdad?
Madeleine acarició el lomo de su perro. Le observó unos instantes. Se rio y soltó lo primero que se le pasó por la mente: —Ah, así que tú y yo no tenemos una conexión especial...
El joven pelinegro se encogió de hombros y su sonrisa pasó de ser cordial a ser algo pícara. —Tendremos que ver qué nos depara el destino, Maddie. —hizo una especie de reverencia algo teatral y se despidió. —¡Nos vemos!
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