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No robarás

Lerei clavó el pico en la roca y se quejó durante todo un minuto de su dureza. Esa capa era especialmente resistente, ¿a que sí? Apretó los dientes y soltó un siseo. Estiró el brazo hacia atrás y volvió con todas sus fuerzas, estrellando el metal contra la piedra. Era una idiotez, esa roca no iba a partirse ni con un rayo.

Levantó el labio superior y casi que le gruñó. Siempre estaba a punto de mandar todo a la mierda; o al menos eso se decía a sí mismo.

«Es la última roca. Que me chupen bien las bolas».

Odiaba trabajar. Lerei era un joven que esperaba obtener todo lo bueno de la vida mediante… ¿magia? Algo fantástico que cayera del cielo, tal vez. Luego, sí, odiaba algo más que trabajar: no tener dinero. Odiaba ser pobre.

Y claro, al final odiaba al jefe. Ese tipejo y su hijo eran la mierda misma de la vida. Lerei detestaba verlos siempre limpios y que no cargaran picos y palas como el resto de los trabajadores. Poco pensaba él en que al final los dueños no necesitaban trabajar en la oscuridad; odiarlos abarcaba todo su ser.

Para Lerei, el simple hecho de que él tuviera que vérselas con la piedra cara a cara era motivo para sentir rencor. Siempre estaba a punto de vengarse de ellos; o al menos eso se decía a sí mismo.

«Algún día voy a ser rico y poderoso. Y ellos me van a chupar las bolas».

No por trabajar, por supuesto. Lerei iba a esperar un milagro del cielo y seguramente pensaba que sentarse bajo la sombra de un abeto era más productivo que sudar en una cueva.

Clavó el pico por enésima vez y gruñó por cuarta.

«Algún día seré increíble».

La piedra se quebró y sonrió con superioridad. La penumbra apenas dejó ver su tosca sonrisa y el diente que le faltaba. Esa era una ventaja de la mina; en los túneles nadie velaba por su apariencia y nadie tenía que percibir la falta de belleza. Lerei siempre se molestaba por la poca atención de las mujeres, pero creía que iba a casarse con una beldad algún día; o al menos eso de decía a sí mismo.

«Me casaré con Crissa. Y todos esos imbéciles me chuparán las bolas».

Metió los dedos en el hueco recién creado y destrabó un pedazo de roca suelta. Un rayo de luz le pegó en la cara y solo atinó a llevarse los dedos negros a los ojos. Le ardió la mirada y protestó en voz baja, pasando enseguida a una completa confusión.

«¿Qué rayos…?»

Entrecerrando los ojos, introdujo la mano derecha nuevamente en el hueco y palpó la superficie del lado interno. Había un vacío allí, claro, pero no entendía de dónde venía la luz. ¿Era otro pasillo? Acercó la cara y gritó, esperando recibir la respuesta de algún compañero;  cuando nada ocurrió, regresó a su sitió, rascándose la frente y evitando mirar directamente el rayo.

Eso no tenía sentido. Era como la luz del sol. ¿Estaban incendiando algo o qué?

Todavía confundido, volvió a asomarse por el hoyo e intentó ver algo más allá de la brillante intromisión. Fue allí cuando el resto de la dura roca se desprendió y se desplomó a sus pies. Ante él se abrió un camino etéreo y luminoso que solo podría ser visto en… algo así como el cielo.

Con la boca abierta, Lerei retrocedió a gatas. No tenía idea de lo que ocurría, pero no podía dejar de mirar.

Eso era imposible.

Delante, el túnel de sol se deslizaba sinuosamente hasta desaparecer de su vista y Lerei solo podía especular sobre el origen de esa luz. No había fuego, en definitiva. ¿Oro, tal vez?

Miró rápidamente a su alrededor, esperando ver a algún compañero en esa zona. Pero como casi siempre, se descubrió solo y en completo silencio.

«Mejor. Que me chupen las bolas».

Gateó al interior del túnel con la cabeza en una sola cosa: el botín. La perfección de la roca cavada no lo detuvo. No pensó, ni siquiera, en quién podría haber realizado un trabajo tan pulcro. Solo le importaba la luz dorada y su brillo amarillo.

«Oro. Oro. ¡Oro!»

Esa era la oportunidad que había esperado toda su vida. ¡Y quién diría que realmente la había hallado trabajando! Recorrió el trayecto con una sonrisa socarrona y triunfante en el rostro. Ese era su día de suerte, el mejor de todos.

El calor le sobrevino, entonces, de golpe. El túnel se abrió en una amplia cámara iluminada por fuego y brillantes piezas doradas en las paredes. Su aspecto no tenía nada que ver con los túneles maltrechos de la mina. Aquel sí era un lugar cuidadosamente abierto en la montaña y esta vez, Lerei fue consciente de su trabajo.

Observó con la boca abierta su entorno y se detuvo en el camino central, amarrillo puro, que salía del túnel para descender más abajo hacia un arco altísimo.

«Esto es un milagro».

Se puso de pie y corrió a acariciar con los dedos negros las irregulares pero pulidas superficies del oro en la pared. Perfectamente dorado, completamente puro. Nunca había visto oro en tantas cantidades.

Clavó las uñas en los bordes, pero le fue imposible extraer siquiera un pedacito. Allí el metal estaba compacto, era parte de la misma cueva. Golpeó, entonces,  con los puños, sin tener en cuenta que podía haber regresado a la mina por el pico —siquiera para intentar con algo más duro—. No, Lerei estaba completamente fuera de sí, y detenerse en cosas como recordar el pico… no estaba en sus planes.

Ofuscado consigo mismo, volvió la vista hacia el camino central que avanzaba. Alzó las cejas y caminó con tranquilidad hasta el arco, embebido en sus cimientos por pequeñas lenguas de fuego. Sonrió al verlas y comprender el porqué del calor.

«¡Jeh! Que si habían prendido fuego algo, eh».

Poco prestó atención a que las llamas surgían de la piedra misma, sin combustible, sin yesca. Otra vez la sonrisa brillaba en su rostro. El oro ocupaba toda su razón y, así, atravesó con la esperanza a flor de piel el arco labrado y veteado en dorado.

«¡Este sí que es un arco de bienvenida!»

Ensanchó la sonrisa y pasó la lengua por el agujero entre sus dientes, chistando. Alzó el pie derecho, pero, antes de que diera un paso más, un hombre alto —¡enorme!— se materializó frente a él. Lerei retrocedió y solo allí se dio cuenta de que no era un hombre, si no un pájaro, un búho, gigante y estilizado, con profundos y brillantes ojos negros y pico pronunciado.

—Bienvenido, mortal —saludó y Lerei estuvo a punto de mearse los pantalones. Ahogó un grito y se giró sobre sí mismo, dispuesto a correr por su vida—. Bienvenido a Afra.

«¡Por todos los cielos!»

Tropezó con sus propios pies, sin poder ir más allá. En seguida, la sombra del búho cubrió su cabeza.

—No temas, humano —continuó el… ¿animal?—. Soy solo un guardián, un espíritu humilde que te ha mostrado el paso y ha de guiarte a las maravillas de este mundo.

Lerei se arrastró por el suelo. Ignoró su cháchara y apretó las manos contra el camino dorado, desesperado por alcanzar el túnel.

—Lerei de Inglasie —llamó el búho, profundizando el tono de voz—. Soy un espíritu sabio, destinado a darte el milagro que buscabas. Todo lo que puedas cargar podrás llevarte a casa.

Aquella frase lo paralizó. Miró al gran búho de reojo y lo estudió. No sonaba a algo serio. La verdad es que llegó a pasar por su cabeza la idea de una treta, pero Lerei siempre estaba obnubilado por algo más.

—¿Oro? —preguntó en voz baja.

—Todo el que puedas cargar, Lerei de Inglasie.

Lerei se puso de pie de inmediato. Dejó cualquier rastro de temor y terminó de tentarse con sus palabras. El enorme búho bajó la cabeza a modo de reverencia y eso fue más que satisfactorio para el pobre y joven minero. Se sintió homenajeado, se sintió importante.

El ave se viró y avanzó por el sendero dorado, bajando aún más a tierras desconocidas.

—Sígueme, mortal. Bienvenido a Afra.

Ante ellos se presentó un paraje de lo más extraño y fabuloso. Lerei dejó caer la mandíbula, pues ese lugar, aunque contaba con similitudes con la primera cámara, era miles de veces diferente. Aquello era un mundo entero y propio, todo dentro de la montaña. Se perdía en fuego y luz el horizonte, y arriba él no era capaz de distinguir las rocas.  Era como si simplemente existiera un cielo más. Con una expresión anonadada, peinó con la mirada el maravilloso universo de oro, luz, fuego y tierra.

Afra era un milagro.

El búho no se detuvo y descendió hacia el valle, estirando su escaso cuello. Lerei lo siguió, trastabillando, mirando embobado las rocas que surcaban aquel país oculto. Muchas eran completamente amarillas… completamente de oro.

—¡Espíritu! —lo llamó al atrasarse. El búho había llegado al final del descenso y lo esperaba con paciencia—. ¿Realmente puedo llevarme lo que quiera?

Los ojos del ave se estrecharon momentáneamente, pero él no se percató de su gesto. Continuó mirando a su alrededor, con la sonrisa tosca grabada en la cara.

—Todo lo que puedas cagar. Todo el oro que consigas levantar —respondió el espíritu, inclinándose nuevamente.

—¿Todo? —repitió Lerei, apretando la lengua contra el hueco entre sus dientes.

—Sígueme, Lerei de Inglasie. Te llevaré a donde puedas extraerlo con facilidad, sin extrañar el pico que has olvidado.

Lerei cerró la boca de golpe y se miró las manos con una expresión contrariada.

«El pico…»

¿Cómo había podido olvidar el pico? No se había acordado ni un solo segundo de el; lo más probable era que lo hubiera olvidado en algún punto antes de ingresar al túnel.

Se rascó la cabeza oscura y volvió a chistar con la lengua entre los dientes.

«Seguro allí los trozos son más pequeños».

Apuró el paso detrás del búho, admirando el extraño y mágico paisaje, caminando por el valle brillante y dejándose seducir por las riquezas que le prometían. El espíritu lo esperó cuantas veces fuera necesario, y en seguida Lerei tomó la costumbre de tomarse su tiempo.

—¿Qué es este lugar? —preguntó, dándole otra vez alcance con paso lento.

Su ágil y alto guía dirigió su mirada oscura hacia él.

—Este es el mundo que equilibra el tuyo. Existe para unos pocos pocas veces en sus vidas, y es el ejemplo de disciplina que el exterior debería seguir. Aquí todo se rige por un orden, por una ley básica y natural. Y todo lo que existe en tu mundo, Lerei de Inglasie, existe a partir de…

—¿Ley natural? —interrumpió él, sin importarle la educación—. ¿Qué significa eso?

El búho no movió ni un músculo.

—La autoridad. No has de desafiar la autoridad justa e impuesta. No has de cometer delitos en contra de la moral y de la autoridad. La autoridad deriva de la moral y la moral se adhiere a la misma.

Lerei esbozó una sonrisa socarrona. Tenía ganas de bromear. El guía no parecía divertido con eso y, por más ridículo que fuera, el joven sentía la apremiante necesidad de burlarse de él.

«Jeh, ¿acaso tú eres la autoridad aquí? ¿Qué moral puede tener un pájaro?»

Pero no dijo nada. El búho volvió a moverse, deslizándose por el paraje, y Lerei perdió toda posibilidad de hacer su ácido y poco apropiado comentario. En cambio, continuó caminando lento, a sus anchas, haciendo esperar al espíritu a conciencia.

Así, llegaron a una zona llana y él comenzó a impacientarse. ¿Cuánto más caminarían y cuánto más tardaría en ver el oro de fácil acceso? Su rostro dejó de mostrarse feliz y confiado y pasó a denotar frustración y molestia.

Deslizó otra vez la lengua por entre los dientes y abrió la boca para protestar cuando el camino dorado se terminó. Automáticamente, el búho viró hacia la izquierda y Lerei miró hacia la derecha. Más allá, por aquel sitio que no estaba en sus planes, había un pequeño templo cubierto por una piedra redonda, encima de un puente elevado sobre el horizonte.

—¿Y qué hay allí? —preguntó, señalando con los dedos.

—Nada para ti, humano. El oro está a la vuelta de la esquina.

Aquello fue con un aguijonazo. Lerei se detuvo, miró al espíritu y su marcha por el camino y corrió hasta el puente, brincando entre las piedras doradas. Pero su emoción se desvaneció cuando llegó y solo encontró una pila de piedras marrones y veteadas. Nada valioso.

Chistó e hizo una mueca. Esas cosas opacas y aburridas eran un asco.

 —Te dije que no había nada aquí para ti, mortal —susurró el búho sobre su cabeza. El sobresalto se le pasó enseguida. ¡Ni lo había sentido llegar!

—Te creo —Lerei bajó los hombros—. ¿Y esto qué es?

—Se trata solo de piedras de equilibrio, valiosas espiritualmente. Pero… no son tan valiosas como el oro, ¿o sí?

Lerei se giró a verlo.

—A nadie le importa las mierdas espirituales.

—Y es por eso que no tienes permitido llevártelas. Su poder no es para cualquiera.

El búho se volteó y continuó el camino, ocultando su figura detrás de otras rocas amarillas. Lerei se limitó a observar el espacio ahora vacío y las llamas que a lo lejos lamían el suelo.

«¿Poder?»

Miró el altar y tomó con recelo una de las piedras con superficie lisa y suave.

Tibia entre sus dedos, la pequeña piedra veteada adquirió un brillo particular y, con un estallido, su mano se prendió fuego. A duras penas consiguió no gritar. Soltó la piedra en el altar  y la llama se extinguió.

Sorprendido, reconoció la falta de dolor y examinó sus dedos negros. Seguían sucios, pero no quemados.

—Increíble.

Miró a su alrededor, comprendiendo de qué se trataba ese poder y que sería un idiota si no aprovechaba. ¿Fuego? ¿Era en serio? El oro solo podría darle una mejor posición social, pero eso… eso realmente podría cumplir todos sus sueños y ambiciones.

Tomó la más pequeña piedra y observó fascinado el fuego recorrer su piel. No perdió más tiempo y se la guardó en un bolsillo. Con una sonrisa confiada, volvió al camino y alcanzó al estúpido espíritu que de nada se había dado cuenta.

Lerei llevaba cada uno de los bolsillos y pliegues de su ropa llenos de pepitas de oro. Nada más daba vueltas en su cabeza que esa monstruosa cantidad. Eso, y la piedra veteada que llevaba en el bolsillo del pantalón.

¡Que fácil había sido engañar al búho!

Caminó de vuelta a la cámara inicial y se detuvo justo antes del túnel. Estaba a nada de salir de allí con las manos llenas y con una victoria extraordinaria.

—Recuerda que no podrás volver nunca, humano —señaló el espíritu con calma—. ¿Tienes todo lo que necesitas?

Con una sonrisa satisfecha, Lerei asintió. Saludó y se agachó para atravesar gateando el túnel que lo llevaba de nuevo a su mundo. Otra vez, solo tenía en mente lo que iba a hacer con ese oro y con esa piedra mágica.

Descubrió, al llegar al final, que la mina estaba más que desierta. Los faroles estaba bajos y supuso enseguida que el tiempo había pasado volando. No se entretuvo, eso significaba que era hora de marchar a casa.

Llegó a los puestos casi corriendo, sosteniéndose la ropa y agradeciendo a los cielos que los túneles ya estuvieran vacíos. Buscó su bolso, otra vez sin preocuparse por su pico, y se apresuró a pasar dentro lo más que pudo. Siempre contaría con la seguridad de una buena bolsa de tela.

Se la colgó al hombro y salió, arrastrando los pies y silbando como si la vida fuera buena y grácil para todos. Afuera, la luz del día se apagaba y los pocos trabajadores que quedaban se agrupaban junto al jefe para recibir una paga escasa y ridícula.

Lerei pudo haber seguido de largo, haberse quedado en paz con el oro que llevaba, pues no pensaba volver a la mina, pero en cambio también se dirigió a Menrir y estiró la mano para recibir su paga.

—¿Dónde has estado toda la jornada, Lerei? —masculló el hombre, sin atreverse a tocar la mano sucia del minero—. ¿Cómo quieres que te pague cuando nadie te ha visto picar hoy? ¡Otra vez te has pasado el día entero durmiendo entre las cuevas!

Lerei alzó el mentón.

—¡No me he dormido!

—¿Ah, no? ¿Y entonces? No te hagas el tonto conmigo, muchacho malagradecido. —Menrir se guardó la mano en el bolsillo—. ¡Y hasta que no aprendas a trabajar no vas a recibir paga!

Con eso, Lerei apretó los dientes. Odiaba a ese tipo, odiaba que estuviera limpio y odiaba que no le pagara.

—¡Dame mi dinero! ¡O verás como…! —exigió, dando un paso hacia él. Menrir retrocedió, pero su hijo Melbac se apresuró a poner una mano en el pecho chato de Lerei.

—No amenaces a mi padre —le espetó.

—¡Tu no me toques, imbécil! ¡Ya vas a ver qué te hago si me tocas!

Melbac no se inmutó. Mantuvo la mano en el pecho de Lerei y lo apartó un paso hacia atrás.

—Quédate ahí, Lerei. No trabajaste, no cobras.

Lerei se enfadó más de lo que podía haberse enfadado nunca. ¡Ni siquiera necesitaba esa paga! Pero ahora con la confianza de ese poder que ya sentía en sus venas, ese que había robado también, se sentía insultado y denigrado.

Ahora que tenía oro y magia, Lerei se sentía burlado.

Levantó el puño para estamparlo en la cara delgada de Melbac, pero todo lo que ocurrió fue que varias pepitas del preciado metal dorado se escaparon de sus pliegues, directos al suelo.

Menrir y Melbac se quedaron estupefactos, y fue el padre el que se agachó para recoger con la punta de los dedos un trocito de metal amarillo.

—Esto es oro… —musitó, completamente sorprendido—. ¡Encontraste oro en mi mina!

—¡Y te lo estabas robando! —añadió Melbac, levantando él también pepitas del suelo.

—¡No! Esto es mío —gruñó Lerei, arrebatándole de la mano a Menrir el oro que el búho le había obsequiado.

—¡Desgraciado mocoso ladrón! —bramó el jefe, pero fue su hijo quién empujó a Lerei al suelo—. ¡Me estabas robando!

Todo el oro que Lerei todavía mantenía en sus bolsillos y en su bolsa se desparramó por el suelo, logrando enfurecer a los dueños de la mina. Ahora sí, se había metido en serios problemas.

—Voy a enseñarte a no meterte con las cosas de otros —masculló Melbac, apurando su pie contra el estómago de Lerei. Lerei no pudo esquivar el golpe, y se sacudió de dolor en el suelo, intentando inútilmente meter la mano en su bolsillo.

«Hijo de puta. Me vas a chupar las bolas».

Aguantó otra patada y rodó por el suelo, sintiendo por primera vez el miedo a ser magullado cuando Menrir también se metió en la pelea y los últimos trabajadores los rodeaban, ya sea para ver o para atrapar alguna pepita.

Justo antes de que Menrir lo cazara del cuello, Lerei consiguió meter la mano en el bolsillo de su pantalón y atrapar la piedra veteada con los dedos. La sacó en el mismo instante en que su piel se cubría de llamas y miró desde el suelo, con una sonrisa torcida y el labio roto, los rostros atónitos de los atacantes y del público.

—Me vas a chupar las pelotas, pendejo.

Se levantó, alzando el puño cerrado envuelto en fuego, y Melbac y Menrir retrocedieron en un instante, olvidando el oro y la furia. El resto de los obreros apenas si murmuraron algo y pronto el círculo que se había creado a su alrededor se difuminó.

—¿Qué carajos…? —alcanzó a decir Melbac, antes de que Lerei lo interrumpiera con un tono que él consideraba poderoso y digno de un ganador.

—Ahora, todos ustedes van a pagarme la humillación.

Menrir tiró del brazo de su hijo, alejándolo del peligro, con los ojos oscuros clavados en el puño de Lerei.

—Cálmate, hijo.

—¿Hijo? ¿Ahora soy tu hijo? —Lerei dio un paso al frente—. En todos estos años que te hiciste llamar el amigo de mi padre siempre te importó poco lo que me pasara. Tú y todos tus limpios trajes. Tú y tu barba bien recortada.

Melbac acató la orden de su padre y retrocedió. Lerei dio otro paso al frente y la tensión de palpó en el ambiente.

—Baja ese puño, Lerei —indicó Melbac, con el mismo tono de siempre. Lerei lo miró con el ceño fruncido, borrando la sonrisa de su cara. Si había algo que odiaba era la falta de miedo de ese jodido imbécil.

Eso lo enfureció aún más. ¿Cómo podía ser que no se asustara ni con el fuego mágico que desprendía su mano? ¿Cómo podía ser que mantuviera la tranquilidad? Melbac de Inglasie siempre había sido un cojonudo que se creía valiente, eso era.

—¡Mira como lo bajo! —Sin pensarlo dos veces, agitó el puño en su dirección. El fuego salió despedido hacia la cara de Melbac, que tardó solo un segundo en girarse y cubrirse. Por desgracia, eso no fue suficiente para salvarse del choque y su limpia ropa cobró vida bajo el poderoso calor de las brasas.

—¡Hijo! —gritó Menrir, lanzándose al suelo junto al caído Melbac, que intentaba por todos los motivos apagar las llamas rodando en la tierra.

Los pocos trabajadores que quedaban corrieron. Ninguno se atrevió a ayudar a los jefes y dueños de las minas; lo que tenían delante de sí era suficiente como para alejarse.

Lerei avanzó, decidido a atacar nuevamente, justo cuando Melbac conseguía extinguir el fuego entre jadeos nerviosos.

—¿Tienes miedo ahora, pendejo? —le gritó Lerei, alzando el puño otra vez.

—¡Ya basta! —vociferó Menrir, pero él ya había tenido suficiente. Le dolía la patada en el estomago y le dolía nunca poder enfrentarse a ellos. Le dolía la falsedad que habían usado con él durante años y la miseria. Le dolía no poder ser mejor y más rico.

Volvió a alzar el puño y lanzó otra llama, esta vez en medio de padre e hijo, separándolos para salvarse. Si los hería, no le importaba. Lo que importaba era él y solamente él.

—¡Van a recoger todo mi oro! —les ordenó, atento ante la mirada seria de Melbac y la contrariada de Menrir—. Van a juntar todo lo mío.

—Tú nos has robado eso —indicó Melbac, ignorando el apretón de la mano de su padre en el brazo una vez que lograron reunirse.

—¡Ya cállate, Melbac! —rugió el hombre y se inclinó ante Lerei para juntar el oro.

Pero Lerei no estaba satisfecho con eso. No le alcanzaba con obligarlo y ordenarlo. Quería hacerlo temer, quería hacerlo sufrir. Alzó nuevamente el puño y lanzó una llama cerca de sus manos, todavía con los ojos de Melbac fijos en él.

Menrir dio un salto hacia atrás, aterrado, pero su hijo continuó sin mostrar miedo. Nada podría cabrear más a Lerei que ese imbécil haciéndole frente.

Volvió a apuntar y arrojó llamas a diestra y siniestra, divirtiéndose con los brincos de Menrir y forzando a Melbac a retirarse y a sudar como un puerco.

—¡Eres un asqueroso cobarde! —le gritó el joven y, ante eso, Lerei apretó los dientes—. ¡Un cobarde que se esconde detrás de una magia desconocida! ¡Eso no te hace más hombre, Lerei!

—¡CÁLLATE! —El poder se acumuló en su mano y cuando lo tiró, llegó a pensar que quizás había sido demasiado. La bola de fuego golpeó a Melbac en el pecho y lo arrojó tres metros hacia atrás.

El muchacho cayó sobre su espalda en el suelo de tierra polvoso, con el fuego en el pecho y sin moverse. Menrir ahogó un grito y Lerei bajó la mano, borrando la sonrisa de satisfacción de su rostro por un segundo.

Melbac no se movía y las llamas comenzaron a apoderarse de él.

—¡Hijo! —exclamó Menrir, corriendo hasta él y arrojando tierra sobre su cuerpo para apagar las llamas. Pero Melbac no se movía.

—¡Levántate y pelea ahora, pendejo! —gritó Lerei, dando un paso al frente y alzando otra vez la mano, pero no hubo respuesta alguna. Lo único que oía era los jadeos nerviosos de su padre—. ¡MELBAC! ¡Da la cara! ¿Quién es el cobarde ahora, eh?

Dio otro paso al frente y Menrir ahogó un gemido. Las llamas que intentaba apagar crecieron nuevamente, tragándose el cuerpo de Melbac en un segundo. Lerei se detuvo y guardó silencio, sintiendo en su pecho la verdad.

En ese mismo instante, el fuego en su mano explotó, cobrando vida por sí mismo y saltando en llamaradas a su alrededor. Lerei gritó y observó con horror como las cosas se salían de control, como el páramo a su alrededor y los arbustos que rodeaban la entrada de la mina y el camino, que bajaba por la montaña, se encendían en rojo y naranja.

—¡Ah! —aulló, soltando la piedra y girando sobre sí mismo. El fuego en su puño no se apagó y con cada movimiento más llamas salían de él, saltando a cualquier parte.

—¡Mataste a mi hijo! ¡Mi hijo! —lloró Menrir y Lerei negó con la cabeza, agitando la mano abierta, desesperado por deshacerse de ese poder desbocado—. ¡Mi hijo!

—¡No! ¡Yo no…!

Al cabo de unos segundos, todo era un infierno, y Menrir tuvo que ovillarse lejos del cadáver de su hijo para intentar proteger su propia vida. Lerei, en cambio, se quedó en el centro, en el único pedazo que aún no estaba envuelto en llamas, asustado y confundido.

—¡Yo no quería esto! —exclamó, llevando la mano a la tierra, buscando apagarla con el polvo—. ¡Yo no quería lastimar a nadie de verdad!

No recibió respuesta alguna de Menrir y comprobó con más terror que el fuego se había tragado al hombre; ahora la magia avanzaba dando brincos de liebre por el camino rumbo al pueblo… fuera de control.

—¡No! —gritó, pensando en su madre y en el resto de las personas que estaban allí abajo.

Lerei odiaba ser el pobre y el feo. Odiaba a Franlo, el hijo del granjero, por ser alto, apuesto y por ser el prometido de Crissa. Odiaba a los niños que le gritaban narizón cuando volvía de la mina. Odiaba que su madre no se moviera ni para encender una olla… Pero no quería verla morir, no quería que nadie muriera.

¡Él en verdad no quería dañar a nadie!

Sollozó como un crío cuando vio el fuego llegar al bosque, arrasando con todo y alcanzando a los mineros que había huido minutos antes. La magia se tragaba todo a toda velocidad, menos a él.

«¡Ya lo entiendo, ya lo entiendo!», lloró en su mente. Había sido su culpa, había robado algo que no le pertenecía y el búho tenía razón: esa piedra no estaba hecha para cualquiera. Sin dudas, no estaba hecha para alguien tan bobo como él.

Buscó con la mirada la pequeña piedra, pensando que tal vez, si la devolvía, podría arreglar eso. ¡Tal vez el espíritu comprendiera y accediera a ayudarlo a detener el daño!

Cayó de rodillas en la tierra, con su mano todavía vibrando caliente y fuerte, y palpó la superficie en busca de la gema mágica, con el corazón en la garganta y el espanto en los oídos. Ya oía claramente los gritos en el pueblo. Todos ya veían venir el desastre.

Apretó los ojos y enterró los dedos en el polvo, rogando a todos los dioses y al mismo espíritu que se compadecieran de él. Pero la piedra no estaba; había desaparecido.

—¡No! ¡No, por favor! —lloró—. ¡Lo siento, lo siento! Por favor, lo siento. ¡Es mi culpa! ¡Robé, mentí y ataqué! ¡Pero no quería hacerlo en serio!

Apoyó la cabeza en la tierra y gritó hasta quedarse ronco, hasta que todos los gritos en el pueblo se apagaron, hasta que no quedó nadie. Hasta que creyó que moriría asfixiado y que la tos le impediría seguir respirando, hasta que sus ojos se quejaron y hasta que su boca se llenó de cenizas. Hasta que las llamas en su mano desaparecieron.

Se ovilló y derramó lágrimas en lo que fue una eternidad de dolor, angustia y miedo. La culpa carcomió su pecho y sus pensamientos y, al final, todo lo que quedó de él fue una cascara temblorosa y dañada. Lerei odiaba muchas cosas en la vida, pero lo que más odiaba ahora era a sí mismo y a sus propias decisiones. Maldijo el momento en el que robó esa piedra.

Cuando el fuego se apagó y el humo denso e irritante se disipó en oleadas suaves por el viento, Lerei despegó la cara de la tierra. Había perdido la noción del tiempo; pocas cosas eran importantes para él ahora y pocas cosas podía llegar a tener en cuenta.

Siempre le había temido a la muerte, ahora no estaba seguro de lo que debía pensar de ella. Al fin y al cabo, todos estaban muertos, excepto él.

«Y por mi culpa».

Se levantó torpemente y caminó de vuelta a la mina arrastrando los pies y tropezando consigo mismo. Cayó dentro del primer riel y se levantó, virando por los túneles hasta pasar el segundo y el tercero y arrastrarse por entre las piedras donde había olvidado su pico.

Con un jadeo y otra tos, se detuvo delante de la piedra que había estado tratando de quebrar toda la tarde. No había ni un solo rastro del túnel a Afra y Lerei se limpió las lágrimas, la saliva y la mucosidad con los dedos negros. Alcanzó su pico y con las últimas fuerzas que tenía lo clavó en la roca.

Una y otra vez. Una y otra vez.

No supo exactamente por qué lo hacía. Sabía que no iba a hallar el camino de vuelta a Afra y que no había nada que hacer, porque nada quedaba, ninguna piedra tenía y nada tenía por devolver. Pedir perdón ya era inútil, suplicar también.

Picó incluso cuando ya no podía levantar los brazos; al final, el agotamiento pudo con él. Cayó sobre las piedras y cerró los ojos, deseando completamente que las cosas hubieran sido diferentes.

—¿Otra vez estás durmiendo? ¡Levanta la cabeza, Lerei!

Alguien lo golpeó en la sien. Lerei brincó, asustado, y se golpeó la frente con la piedra que había estado picando toda la tarde. Pestañó en medio de la penumbra de la mina, completamente ido, y giró la cabeza hacia los murmullos.

—¿Qué? ¿Qué? —soltó, llevándose una mano a la frente y fijando los ojos en sus compañeros de trabajo. Los más cercanos a él protestaron y rieron y otro le hizo un gesto con el dedo de en medio.

—¡Tu duermes y nosotros trabajamos, niño! —reclamó con un tono divertido. Si no hubiera estado tan confundido, Lerei se hubiera enfadado y lo hubiera odiado.

Con la boca abierta, se puso de pie. El pico se resbaló de su regazo y el mango chocó contra su bota, justo por encima de los dedos. Emitió un bajo: “¡Ay!”, y el mismo minero que lo había golpeado para despertarlo chistó y negó con la cabeza.

—Ya ponte a trabajar.

—¿Pero qué…? —Lerei apartó el pico y siguió al minero hasta la parte más amplia del túnel. Al menos cinco trabajadores había en aquella zona. Todos estaban vivos y nadie estaba quemado—. ¿Y el fuego? —preguntó, ganándose una catarata de risas.

—¿Fuego? ¡El chico sigue dormido!

—Ve a lavarte la cara, muchacho.

Entre risas, Lerei corrió por el túnel, nervioso y ansioso. La luz blanca del exterior lo recibió junto con el aire fresco, libre de impurezas y de polvo. No había humo, no había fuego. El camino estaba intacto y los vagones llenos de piedras. La gente estaba trabajando y el jefe Menrir estaba controlando los pesos y proporciones de las rocas más grandes.

Estaba vivo, eso quería decir que Melbac también lo estaba.

Todavía con la boca abierta, Lerei caminó como un torpe hasta Menrir, que lo miró ceñudo y desconfiado.

—¿Qué haces que no estás trabajando?

—¿Melbac está bien? —pregunto él, a cambio. Estaba desesperado por arrancar de su cabeza la imagen de su cuerpo en llamas y aunque sabía que eso no desaparecería nunca, realmente necesitaba saber que estaba bien. Necesitaba saber que eso no había sido real y que, sobre todo, no había matado a alguien.

—¿Por qué no iba a estarlo? ¿Qué te traes, muchacho?

Lerei balbuceó. Todos estaban vivos, ¿verdad? Se rascó la cabeza, reconociendo el alivio inundar sus músculos, y así como si nada, se volteó y volvió a la mina.

Llegó a la conclusión de que había sido un terrible y horroroso sueño y que por nada del mundo deseaba repetir algo así. Se lavó la cara en el barril y regresó a su sector en el túnel y volvió a clavar el pico en la roca, con la cabeza dándole vueltas a lo que había visto, tan real y sincero.

Pero al final había sido un sueño…

Ese día, terminó su trabajo en la mina, cobró la mísera paga sin chistar y se fue a casa, ignorando las burlas de los más pequeños del pueblo. Estaba cansado física y mentalmente y su sueño había podido con él. No tenía siquiera ánimos para protestar o quejarse. Estaba seguro de que esa noche, después de aguantar a la vieja de su madre, iba a tener serias pesadillas.

Clavó el pico por enésima vez y gruñó por cuarta. Los días habían ablandado su malestar y ya no pensaba tanto en su disgusto.

Volvió a arrugar el ceño cuando algo no le gustaba o cuando alguien disfrutaba de cosas que él no podía alcanzar. También volvió a imaginar un futuro digno y seguía sin estar seguro de cómo conseguirlo. Al fin y al cabo, la magia de verdad no existía, y conseguir dinero y poder por ese motivo era un sueño tonto y descabellado.

«Ha sido un sueño».

La piedra se quebró y él sonrió con superioridad. La penumbra apenas si dejó ver su expresión confiada. Esa era una ventaja de la mina; en los túneles nadie velaba por su apariencia y por los sentimientos que pudieran representarse en sus rostros, ni siquiera cuando sentían el orgullo por haber logrado algo.

Metió los dedos en el hueco recién creado y destrabó un pedazo de roca suelta. Un rayo de luz le pegó en la cara y solo atinó a llevarse los dedos negros a los ojos. Le ardió la mirada y soltó un siseo. Tardó solo medio segundo en echarse para atrás y cambiar su expresión alegre por una contrariada. Observó el rayo de luz con un nudo en el estomago, con la bilis arremolinándose dentro de su cuerpo. Cerró los ojos y se pasó ambas manos por la cara.

«Estoy soñando otra vez. Me quedé dormido de nuevo».

Lerei volvió a negar y esta vez miró fijamente el hueco y el túnel del otro lado. Podía ser nuevamente un sueño, pero la verdad es que tampoco estaba seguro de eso.

Del otro lado había oro y poder. Cuando volvió a pasarse las manos por la cara, imaginó que solo el oro no podría traer tantos problemas. Si aprovechaba estaba nueva oportunidad —aunque fuera un sueño— podría tener cuidado de no cometer los mismos errores. No tendría que robar la piedra, no tendría que llevarse tanto oro, no tendría que ir a molestar a Menrir por una paga solo por orgullo.

Si se iba tranquilamente y sin joder a nadie… las cosas podrían salir bien, ¿no?

Continuó mirando el rayo de luz y su expresión se suavizó. Del otro lado había oro y poder.

Apretó los labios y alzó el pedazo de piedra que había sacado de allí. Sin más, con fuerza y determinación, lo metió dentro del hueco y tapó todo rastro de la luz dorada y brillante.

Del otro lado había oro y poder. Cosas que simplemente no eran para él.

—Ha sido un sueño —se dijo en voz baja, pero firme. Se levantó, tomó su pico y, sin mirar atrás, se fue a trabajar a otro sitio.

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