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Capítulo 2

Nosotras, desde la proximitud a los antiguos barracones de ingenieros que ahora no son más que un paredón de fusilamiento de ocho estudiantes, es donde siempre nos ubicamos a nuestra llegada, siempre a tapacete descorrido.
Presenciando mi llegada me sonríes aprovechando que mi madre hace uso del telégrafo empleado por todas las cubanas con una maestría sin igual en otras tierras del mundo, mas yo, presentando indubitables síntomas de iracundez, llevo mi abanico abierto a la oreja izquierda. ¡Cuan profundo tu pesar y mayor el mío ante semejante acto de rechazo! Con premura elevas el vaso contenedor del granizado con aquella mirada: viva expresión de tu dolor más profundo; y yo, resultándome imposible hacer resistencia a la curiosidad que se aloja en mi pecho, le digo a mi criada que vaya en busca de la bebida. Esta, con premura, avanza entre la apretada reunión de desocupados y bellezas de la ciudad, hasta llegar donde mi amado que buscó entretanto, en el bolsillo donde guarda su reloj Cuervo y sobrino, una misiva a la que le hizo entrega junto al granizado de tamarindo.
Tan pronto la tengo en mi mano, con urgencia la guardo en mi pecho para tan pronto tenga un momento a solas me sea posible leerla.
¡Qué inmenso mi alivio al saber el contenido de tus palabras entretejido entre aquellas letras!

Amada mía:
Ayer, como es costumbre en mi persona cada vez que hay retreta de la banda militar en la Plaza de Armas, me di el placer cotidiano de caminar por el paseo público de ésta, aprovechando que las jóvenes van llegando a pie acompañadas por sus maridos o hermanos, incluyendo las Valdés como este ferviente admirador que tiene rendido a sus pies.
Sabía también que vuestra merced haría acto de presencia llegando por la calle que conduce desde la puerta de la muralla, esta vez en su coche para hacer espacio a su padre: honorífico invitado de la fiesta que hubo de celebrarse ayer en
el Palacio del Gobernador y parqueando en la estrecha calle lateral del sólido y antiguo edificio, características muy acordes a la función que presenta. Permítame el atrevimiento de hacerle llegar mi parecer sobre la belleza de su persona esa noche, con aquel traje de hombros apenas cubiertos por los bucles impecablemente arreglados y la gargantilla de diamantes resplandeciente sí, pero nunca como sus ojos sutilmente maquillados que en mi humilde opinión no hace otra cosa que opacar lo hechicero de su mirada. ¡Ah, así tenga que verme en lo menesteroso de colocarme de hinojos ante su persona, no cejaré de implorarle perdón si mi actitud ayer en la noche, justo cuando se daba inicio a una cuadrilla francesa, rodeé la verja de hierro que delimita los arbustos, avancé por el paseo público para llegar al banco frente a la estatua de Fernando VII, donde estaba sentada la muchacha con vestido blanco de muselina que conversaba alegremente con sus amigas, justo al tiempo que vuestra persona pasaba frente al Palacio del ministro de finanzas.
¡Bajo la excusa del fogoso clima, hízome llegar sus celos llevando el pericón cerrado detrás de la cabeza! Amada mía, tan pronto se terminó esa pieza que según dicen tan buena acogida tiene en Inglaterra, le pedí a mi mejor amigo que tuviera a esa joven bajo su vela y a toda prisa fui a mi casa para escribirle esta carta y así dar por término a su angustia, pues esa joven no es otra que mi hermana.

Diste por alcance el final de mi infundada tesitura que me hace rehusar ante lo posible del perjuicio. Entonces me doy a la tarea de planear y poner en práctica, coquetos mensajes con mi ventalle tal cual material es la sombrilla, llevándolo plegado hacia mi corazón y prontamente abierto hacia mis labios con mirada embargadora. ¡Sé que te reirán los ojos contemplando el impecable grecque que divide mis brunos rizos descubiertos como mis hombros para escándalo de las europeas y asombro de los caballeros foráneos!
Pero esta mañana, en la misa ofrecida en la iglesia de San Felipe, tras un reojo entre el encaje que hace la mantilla ubicada sobre mi cabellera y que se desliza sobre la seda negra de mi vestido que me cubre hasta las muñecas, le imploro a Dios para que no nos encontremos en esa fiesta, iniciada tan pronto los disparos de ordenanza a plenitud en todos los cañones situados en el Castillo del Príncipe al quedar encubierto ante la vista el sol entre arrebolada; marcada aquella porción de tiempo tan breve, cantando el himno nacional de España. ¡Y allá en Oriente entonándose en la manigua uno nacional!
Tal vez al caimiento de la bruna capa cuyos diamantes cual bordado al canutillo, tras salir del teatro Tacón, veamos la Alameda, en sus vecindades de Monzerrate enmarcada por un arco sobre cuatro pilastras, inundarse de gente. Acumulados los caballeros a pie en las banquetas que tiene a los costados y sobre el puente de once arcos fabricado en sillería que atraviesa el foso, a prudencial distancia de la casilla construida para el cuerpo destinado a su guardia. Una noche, desde el palco perteneciente a mi familia, te vi en la platea sentado en una luneta con sus brazos, y cuando elevaste tu mirada para extasiarte con la araña que cuelga del techo, fue como si nos hubiésemos acariciado el dorso de nuestras manos cuando me viste a través del antepecho formado por el hermoso bronce que configura aquel enrejado.
Habiendo corrida en la Plaza que a proximitud del zoológico se ubica, nos dirigimos a la antigua calzada Juan Luis Gonzaga y actualmente nombrada de la Reina, avanzando hacia el Poniente entre las calles mal pavimentadas, a más y peor enlodadas.
Pasando próximo a la fuente de Ceres hecha con mármol de Carrara, recuerdo la primera fotografía que nos hicimos juntos y que te regalé con un mechoncito de cabello. Fue allí donde hablamos por primera vez.
―Cada tarde la veo en su calesa. Y sabiendo que su sabor preferido es el tamarindo, sin importar cuál sea su costo, siempre compro esas frutas en el mercado que está en la Plaza de Marte para prepararle el granizado a Su Merced ―me confesaste al apearme del carruaje para socorrer a una anciana que ante el lodazal que alfombraba aquel camino fue a parar a la mala calidad de su empedrado al tiempo que hiciste lo mismo. Aquella tarde, por vez primera, me ruboricé por un sentimiento que más lejano de la indignación resulta inconcebible.
El balanceo constante de la calesa provocado por el pésimo estado de las calles, al llegar donde el otrora Paseo Militar, se hace más llevadero. La suntuosa arteria cuyo inicio se demarca por una verja que rodea una glorieta hecha de sillería, anuncia a todas luces el renaciente esplendor que viste esta ciudad, indiferente a cuanto acontece al otro extremo de Cuba. Sendos pilares fabricados con piedra, a uno y otro lado de esta, sosteniendo cada uno león en mármol con su vista dirigida hacia el Oriente, y dos columnas dóricas rematadas por un capitel sobre el cual un jarrón de bellas proporciones. La decoran pinos de Nueva Holanda como a todas las demás que a través del paseo de Carlos III se ubican y cuyo principal propósito es servir de cuna al monumento erigido al Monarca; la primera y que al primer golpe de vista descrita es como la más deslumbrante de esas cinco rotondas.
¿Estarás allí? Me lo anunciaste cuando nos encontramos en la Alameda haciendo gala con tus amigos a todas voces que recién salían del café Escauriza, donde cada viernes por la tarde te reúnes con ellos tras estar todo el día en la fábrica torciendo tabaco. Un pintoresco lugar donde hay media docena de mesas de billar y otro tanto para el dominó. Nadie se anima aquí en San Cristóbal de La Habana a tener un L'Procope.Y al parecer, nadie lo lamenta.
―Los toros de muerte son excitados con fuegos artificiales ―¿No sientes compasión?, te dije con la mirada y dejando caer mi abanico. La ruboración inundándome reflejó la no cabida por mi parte ante tu designio.

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