Capítulo 17: Imperfección
Adoraba entrar a clases, ingresar al instituto y mantener ocupada su mente, ver a personas y que la distrajeran, que la alejaran de sus recuerdos, de su pasado, de su crimen... El pasillo por el que caminaba estaba repleto de alumnos, algunos buscando cosas en sus taquillas, otros besándose, algunos charlaban y otros más únicamente caminaban, los observó a todos.
Saludó a sus conocidos con entusiasmo: con una linda sonrisa y agitando la mano, no recordaba con exactitud los nombres de sus compañeros pero había aprendido a disimularlo para no quedar como arrogante. Entró a su salón correspondiente y suspiró, dentro de poco se presentaría la maestra y comenzaría con la clase.
Faltaba poco para salir al receso y comer con su amigo, Sebastián. Aquel chico era el que mejor le caía, aún cuando no tenía mucho de conocerlo. Seb era una persona muy sencilla y morigerado, silencioso a veces y en otras muy parlanchín.
Era viernes, el peor día de todos, al menos para ella, los fines de semana le dejaban mucho tiempo libre, incluso después de correr en las mañanas, de hacer tarea, de limpiar la casa... Suspiró acongojada, si seguía pensando en ello no podría terminar bien.
– ¡Sebastián! – Llamó en cuanto lo vio en la cafetería – ¿Desayunamos juntos?
– Claro – sonrió algo abochornado.
Ren intentó descifrar el por qué de su vergüenza, sin embargo por más que buscó no halló razón alguna, hasta que recordó lo que había pasado, mejor dicho lo que había visto en la fiesta de Emma; Dylan y él se la estaban pasando en grande.
Sonrió feliz, algo en ellos comenzaba a formarse, sin embargo Seb era, en parte, alguien difícil, una persona que pensaba que todo tenía un lugar correcto en este mundo, lo que en un contexto como en el que podía encontrarse, simplemente no podía existir algo entre ellos.
– ¿Cómo estás? – Preguntó.
– Bien – Seb se veía algo incómodo – ¿Y tú?
– También – respondió al tiempo en que agarraba su charola y comenzaba a pedir comida.
Desgraciadamente para no provocar sospechas erróneas debía coger más comida de lo normal; no era bulímica, ni anoréxica; de hecho le gustaba comer, no obstante la comida, por absurdo que pareciera, no gustaba de ella, le causaba náuseas y a veces incluso vómito. He allí la razón por la que debía tomar demasiadas vitaminas, minerales y quién sabe qué más.
Ambos tomaron asiento en una mesa retirada, comieron en silencio hasta que Renata decidió romperlo.
– ¿Por qué tan serio? – Sonrió.
– No hay nada que decir. – Cortó su compañero.
Y aquella fue toda la conversación, por lo visto no sólo se sentía avergonzado sino que además, algo lo inquietaba. Deseó poder ayudar pero no sabía cómo. No pudo hacer más que comer en silencio.
Al terminar, en su estómago se estaba llevando a cabo la revolución francesa, no sabía cuánto tiempo más podría retener dentro lo que había ingerido. Su estómago la instaba a vomitarlo todo.
– Voy tarde, nos vemos – se despidió y salió lo más rápido de la cafetería.
Apenas sí consiguió llegar al váter, devolvió la comida antes engullida, el ácido carbonizó su garganta y le provocó una terrible tos.
– ¡Vaya! Con razón logras mantener tu peso con lo mucho que comes – era Clarissa.
– No es de tu incumbencia, rubia – su última palabra iba impregnada de burla.
– Perra y bulímica – siseó la chica.
Para desgracia de Clarissa y de Emma, ella mantenía una relación simbiótica con David, lo que malinterpretaba la última como algo más que una sincera amistad, y que la primera reforzaba en aquellos desvaríos a la última.
Después de lavarse las manos y medio enjuagar su boca, cedió a la chica los baños para ella sola. Con todo su ser, deseó que Clary mantuviera la boca cerrada, no quería que corrieran chismes sobre una falsa bulimia de su parte. Bastante mal era sobrellevar su problema como para tener que lidiar con lenguas metiches.
Las clases pasaron demasiado rápido como para su gusto, y tuvo que ir a su club, arte. En realidad no asistía a dicho club por saber dibujar, esculpir o pintar, sino porque le encantaba observar a los demás hacerlo. Se maravillaba con la manera en que deslizaban los pinceles, los lápices y, cómo después de aquellos trazos, que al principio podían parecer garabatos de un niño, terminaban convirtiéndose en un dibujo hermoso, ella no tenía ese don, aquello la entristecía, ser tan insulsa, tan llana, tan simple...
Se sentó frente a su bastidor con la mente en blanco, ¿Qué podía dibujar? ¿Qué pintar? ¿Una flor? ¿Un corazón? ¡Pero qué ridícula! No obstante una imagen le llegó a la cabeza: fuego. Abrasador, destructor y feroz fuego, consumiéndolo todo a su paso, se puso de pie ipso facto de aquello, y mejor se dedicó a observar lo que sus compañeros pintaban, no quería seguir recordando.
Pocos eran los integrantes del club, tan sólo quince personas de un alumnado tan grande; uno de ellos, un chico alto y escuálido, retrataba alguna clase de humanoide, algo con tres brazos y un pie, Renata lo observó detenidamente y comprendió, que lo que buscaba el muchacho exponer eran los siete pecados capitales. Las manos grandes como representantes de la lujuria, después de todo a las personas con el libido alto les gustaba tocar, la figura tenía tres brazos como símbolos de la avaricia, una sola pierna encarnaba la pereza, la boca grande por la gula, las cejas, o el intento de cejas, delataba un estado contrariado, lo que a su vez podía personalizar a la ira, los ojos, los ojos estaban entrecerrados, lo cual identificó Renata como la envidia, y finalmente la soberbia, la soberbia podía apreciarse por la manera altanera y narcisista en que la figura era pintada, con un porte elegante y orgulloso; Renata suspiró hipnotizada.
Ojalá ella pudiera pintar algo como eso. O cuando menos pintar algo que fuese digno de ser contemplado.
Continuó su paseo por la clase hasta detenerse frente a la pintura de una muchacha, se trataba de un paisaje urbano, la noche lo envolvía de forma ferviente y una enorme luna intentaba contrarrestar con su luz el poder de la oscuridad, y en último lugar, bajo el manto de aquella guerra entre la oscuridad y la luz, se encontraban los edificios, las casas, la civilización, siempre en medio del bien y el mal.
– Renata, ¿Puedes mostrarme tu trabajo? – Inquirió el profesor, su profesor; interrumpiendo así sus cavilaciones.
– Aún no está finiquitado – aseguró aún cuando todo era mentira, ni siquiera estaba empezado.
– Entonces vaya a su lugar, conclúyalo y deje de respirar tras sus compañeros – impuso.
Ella obedeció, o al menos en parte, se sentó frente al bastidor que prensaba la tela sobre la cual debía impregnar lo que sentía o quería, pero ninguna imagen llegó a su cabeza, ninguna sensación se hizo presente en ella como para querer dibujarla, rebuscó en su interior y sólo encontró calor, pero ¿Cómo representar el calor?
<<Fuego>>
Si daba rienda suelta a lo que la tenía ligeramente obsesionada, no sabía si podría controlarlo. No quería arriesgarse, y no lo hizo. No era cuestión exclusiva de pintar, sino que sus codicias iban más allá de eso. Querría verlo en vivo, sentir su calor, abrigarse con él…
Cuando la clase finalizó, el profesor recorrió el aula observando los trabajos de sus alumnos, y alabandolos. Cuando llegó a su lugar chasqueó la lengua.
– ¿Qué es lo que ha plasmado en el lienzo? – Cuestionó aquel hombre, aún a sabiendas que estaba demás la pregunta, pues ella no había pintado ni dibujado nada.
Renata estrujó sus sesos en busca de una respuesta.
– Es nieve – mintió – era un prado, pero comenzó a nevar, y con su manto blanco, abrigó el verde de la vida que el mismo desprendía – empleó toda la retórica que le llegó a la mente.
– Por eso está intacto el lienzo – concluyó por ella, en forma un tanto burlona.
Aquel hombre estaba cerca de veinti tantos o treinta y pocos años, sin embargo para su edad, ya fuera la que fuera, se veía joven; quizá de unos veinti medios.
– ¡Claro! – Exclamó como si estuviera descubriendo lo que ella intentaba plasmar, no obstante Renata percibió un deje de burla en su voz al emitir las anteriores palabras.
– Muy bien – el profesor bromeó con ella, para después añadir – te quedarás a limpiar.
No rechistó, y empezó a guardar sus materiales para proporcionarles a los demás tiempo para imitarla, pues había quienes llevaban sus herramientas de dibujo, y así abandonaran el recinto.
El profesor seguía sentado frente a su escritorio, con un lápiz en la mano y completamente sumido en el dibujo que debía estar haciendo; ¿Por qué ella no tenía ningún don? Era un desastre en música, no se le daban bien los deportes, y ni siquiera podía dibujar.
Inhaló exasperada y con morriña, mientras aquel hombre fruncía el ceño como señal de concentración, ella deseaba lo que tenía.
Su maestro era alto, no precisamente joven pero tampoco viejo, estaba en forma y tenía unos pequeños y expresivos ojos almendrados; de un hermoso café muy similar al chocolate, ella odiaba el chocolate, aunque no su color y olor.
La limpieza consistía en ubicar los bastidores en su lugar, enjuagar los pinceles y colocar las pinturas de forma ordenada, también debía levantar la basura, y sacarle punta a los lápices de dibujo, en aquella escuela tenían todo. Era la mejor del país y la más cara. Al reconocer lo último, se maravilló de lo inteligente y diestro que debía ser Sebastián, pues el chico no era con precisión, una persona rica, sin embargo había obtenido una beca.
Al concluir con su labor, se despidió de su profesor de arte y se dirigió al estacionamiento. Empero antes de llegar se encontró con Sebastián, el chico la saludó.
– Te debo un helado – le recordó Seb.
– ¡Cierto! – Fingió entusiasmo para después dar paso a una afligida expresión y agregar – pero últimamente he estado mal de la garganta, no creo que sea bueno ir por un helado – sonrió.
– Tienes razón.
– Pero podrías ir con Dylan por uno – sugirió como quien no quiere la cosa.
– Claro – el rostro de su amigo se había crispado.
Después de aquello se despidió y llegó a su destino: su auto. Aventó su mochila en la parte trasera del mismo y subió al asiento del piloto. Arrancó sin miramientos, y la velocidad pronto rondó los 120 km/h, poco le importaba si se accidentaba, tenía prisa. ¿Por qué tenía prisa? Por nada en particular, sólo quería llegar a casa.
Llegó a su enorme y abandonada casa, arrojó su mochila en el sofá y fue por una manzana a la cocina, sólo le dio un bocado y la abandonó en la misma.
Consecutivamente a la muerte de sus padres, el imperio que habían construido pasó a manos de su tío, claro que, en cuanto ella cumpliera la mayoría de edad, asumiría como tal su lugar, suspiró ante aquella expectativa; no le hacía mucha emoción aquello. Pero mientras, mientras ella estaba en aquella abrumadora casa donde sus progenitores solían pasar de vez en cuando sus vacaciones, su tío se encontraba fuera del país, de donde él, sus padres y ella eran originarios.
Después de aquello decidió recostarse en la cama, no se percató en qué momento se quedó dormida.
Se despertó por el sonido de su celular en su mochila, con la mente medio confusa contestó.
– ¿Diga?
– ¡Renata! – Chillaron del otro lado de la línea.
– Katherine – sonrió.
– ¿Estarás libre el domingo por la noche?
Aquella pregunta sólo indicaba algo: Katherine quería una cita doble, o quizá una salida a un bar, o tal vez ir a una fiesta escandalosa y rebosante de sustancias ilegales, o si no invitarla a alguna ceremonia que sus padres organizaban para que no se aburriera, y en el mejor de los casos sólo querría salir de compras.
– ¿Qué tienes planeado? – Inquirió suspicaz.
– Nada grande – la voz de su amiga sonaba melodiosa.
Aquello la tranquilizó, sólo sería una salida pequeña.
– ¿Qué es? – Repitió.
– ¡Oh! – gimió su amiga.
– ¡Katherine! – la reprendió ipso facto de concebir que debía estar haciendo.
– Es Eros – soltó a modo de disculpa, como si no hubiese podido resistirse, y la comprendió, Eros era un dios físicamente; con aquellos ojos entre el verde y el azul del cielo, con aquella altura, con un buen cuerpo, entre otras virtudes, no podía decir nada sobre que tan bueno sería en otras cosas, pero por los sonidos que escuchaba, pues estaban de fondo, era también muy bueno en la cama.
– Pudiste haber llamado después – señaló.
– Lo sé, lo sé – su tono era más como de una disculpa.
– Como sea – tampoco se iba a enfadar por algo tan tonto – ¿Qué tienes pensado?
– Una orgía.
– ¡Una orgía! ¿Estás demente? – Se levantó de sopetón, estaba totalmente escandalizada.
Escuchó una carcajada de parte de su amiga.
– Tranquila Reni, te estaba tomando el pelo.
Su corazón volvió a latir con normalidad.
– Bueno, dímelo entonces.
– Quiero probar algunas cosas, y quiero que las pruebes conmigo – enfatizó las últimas palabras.
– ¿Drogas? – Subrayó lo obvio.
<<Drogas>>
Nunca las había probado, admitía que le habían llamado la atención, pero de ahí a probarlas, no quería engancharse ni por accidente.
– No – su resolución no cambiaría.
– Será divertido – argumentó su amiga.
– No – esta vez su tono dejó entrever que no cambiaría de opinión.
– Amargada – la calificó Kat.
Bueno, prefería ser una amargada, era una promesa tácita consigo misma, no dañarse al propósito. Pero sonaba tan tentador, tenía curiosidad, quería probar...
– Te he acompañado en muchas cosas Kat, pero quizá debas reconsiderar esto – le aconsejó – pero no soy tu madre para decirte que no y qué hacer.
– Tienes razón Renata, no eres mi madre. – Con aquellas palabras la línea se cortó.
Su amiga se había molestado, y mucho, pero ella no podía acompañarla en eso.
La culpa se agolpó en su pecho por desatender a Kat en aquello, quizá podía presenciar y no consumir nada, podía sacarla del sitio en donde fuera a darse aquello si llegaba a ponerse mal. Podía hacer mucho sin hacer nada.
Su amiga simplemente buscaba diversión, buscaba pasarla bien, no tenía demonios a los que vencer, ni siquiera tenía problemas en su casa, su vida era demasiado perfecta, quizá por eso era un tanto hedonista; dando rienda suelta a sus placeres, sin preocuparse por el mañana. Pero ella, Renata no podía hacer lo mismo, porque una vez sueltas, sus sombras la consumirían y no tendría la fuerza para regresarlas a lo recóndito de su ser. Durante mucho tiempo había buscado contenerse, controlar sus impulsos, porque si sus padres vivieran, ellos no querrían verla así, si sus padres vivieran quizá no fuera así. Ellos vivirían en EUA, juntos, en familia, en armonía; su vida sería como la de Kat: sencilla y cómoda.
A veces se preguntaba qué clase de persona sería si ella no hubiese prendido fuego en la cocina…
Había oído que la gente cambiaba al perder a un padre, pero ella había perdido a ambos, todo por su culpa... Y la culpa nunca la abandonaba ni lo haría, tenía esqueletos en el armario, como todos, pero los de ella eran ciclópeos, por eso siempre buscaba ser la mejor versión de sí misma, intentaba compensar el daño que una vez causó.
Se levantó del sofá con la intención de borrar aquellos lúgubres pensamientos, se dirigió al baño de su cuarto y, se metió con todo y su uniforme al chorro de agua que comenzó a manar de la regadera, después que ella la abrió. Su ropa pronto estuvo completamente mojada, se desvistió y se bañó como tal.
Cuando concluyó se observó en el espejo, sus ojos estaban rojos, ya era demasiado tarde; pero gracias a la ducha imprevista no tenía sueño. Salió del baño y se vistió con una sencilla pijama; al no tener sueño no sería productivo acostarse en la cama, para sólo dar vueltas y vueltas por no poder conciliar el sueño. Así que, como si fuese mejor, encendió la pantalla frente a su cama y se dispuso a ver una película, cualquiera estaría bien.
El sueño la venció pasadas la una de la mañana.
Se levantó a medio día, y dio un respingo, se le había hecho tarde para salir a correr, el sol ya estaba en su apogeo, aún así se vistió con ropa deportiva y salió a dar un par de vueltas. Mientras corría se alegró al percatarse que no era la única a la que se le habían pegado las sábanas, aún había gente corriendo.
Volvió a su deshabitada casa y, fue directamente a bañarse, el sudor perlaba su piel, algunas gotas ya se habían secado dejando su piel pegajosa, detestó esa sensación. Posterior a ello, recogió el desastre que había hecho anoche, limpió su casa, metió la ropa sucia a la lavadora y finalmente decidió desayunar, ¿O era la comida?
Al terminar de comer, realizó algunas tareas escolares que tenía, para finalmente poder salir; no iría de fiesta o algo similar. Fue a una veterinaria a comprar cinco bultos de alimento para perro y otros dos para gato. Como todo los fines de semana.
– Disculpe, ¿Podría llevarlos a mi auto? – Indagó mientras pagaba. El dueño no parecía aprender que, siempre iba a requerir ayuda y eso que iba cada fin de semana.
– Ya le digo a Héctor.
– Gracias.
Esperó menos de dos minutos, que fueron los que le tomaron al dueño llamar al tal Héctor e indicarle lo que debía hacer, ella se apresuró para abrirle la cajuela al chico. Héctor acomodó los bultos de tal manera que su cajuela cerrara. El cargador era nuevo, nunca lo había visto con anterioridad.
– Gracias – sonrió agradecida.
– ¿Tienes muchos perros y gatos? – Curioseó el muchacho.
Héctor era alto, con la piel cobriza, el cabello negro y ojos cafés, unos bonitos ojos cafés, y era aproximadamente de su misma edad.
– No – respondió – los llevaré a la perrera.
– ¿Por qué no adoptas a uno? – El muchacho le sonrió, y al estirar las comisuras de sus labios, permitió el paso a sus blancos dientes.
Renata ya lo había intentado, pero era tan descuidada consigo misma que no pudo cuidar a un perro, el animal murió al poco tiempo. Pero no podía decirle aquello.
– Soy alérgica – mintió.
– Oh, ya – el chico pareció detectar su mentira pues añadió – no debí preguntar, no son asuntos míos. Deberías aprender a mentir mejor. – Le recomendó con una mueca que dejaba claro que la había descubierto.
Y se fue.
Abandonó a Renata, con la boca sutilmente abierta en un intento de querer explicarle, mentirle, mejor.
Subió a su auto y condujo rumbo a las perreras, dejando un bulto en cada una, no sería suficiente, lo sabía, por ello al día siguiente regresaría.
Fiel a su palabra al día siguiente volvió a la misma veterinaria. Pagó nuevamente por la misma cantidad de producto, y de nuevo, solicitó que alguien le ayudase. El dueño volvió a llamar a Héctor. El muchacho repitió las acciones del día anterior, con la única diferencia que no intentó entablar una plática con ella.
– Ten – le tendió un billete de cien.
El muchacho no los tomó. Algo en ella se enfureció. ¡Sólo intentaba recompensarle su arduo trabajo! Indignada volvió a subir a su auto y recorrió la misma trayectoria que el día anterior.
Al atardecer la lluvia se hizo presente, Renata observó fascinada, desde su ventana, como caían las gotas de agua, en ese momento volvió a sentir culpa por no querer acompañar a su amiga, ¿Y si le pasaba algo? ¿Y si alguien intentaba abusar de ella? Cogió su móvil y marcó, quizá un tanto frenética, el número de su amiga.
– ¿Ren? – Kat respondió al tercer timbrazo.
– Kat, dime donde te veo – pidió.
– ¿Vendrás? – Ren casi pudo imaginar a su amiga sonreír.
– Por supuesto – confirmó.
Kat le indicó la dirección, y acto seguido, al no saber cómo llegar, buscó en su teléfono como hacerlo, mientras tomaba un suéter y bajaba a la cochera por su auto.
Como era costumbre en ella, encendió el motor y, piso a fondo el acelerador, una vez que estuvo en las calles.
Llegó al lugar en poco tiempo, se trataba de una casa deplorable, de dos pisos y con una reja en su perímetro, quizá en algún momento fue una hermosa mansión, sin embargo en ese momento sólo era una abandonada casa, Renata llegó a cuestionarse si terminaría así su residencia. Irrumpió en ella, saltando la reja, pues no había nadie para abrirla, su pantalón se rasgó, precisamente en la peor parte de su anatomía, permitía que chismosos vieran su defecto, su culpa, suspiró.
Todo era por Kat.
En cuanto atravesó la puerta de la casa, unas luces la cegaron momentáneamente, cuando su vista se adaptó, se percató que era una fiesta, una clandestina fiesta, la gente bailaba y se empujaba entre ellos, y por la manera en que se movían, parecían estar seriamente drogados, la música hacia vibrar su cabeza, sus sienes latían al mismo ritmo.
No reconoció a nadie, ¿Katherine los conocía? No tenía la respuesta a aquella interrogante. Oteó el lugar intentando hallar a su amiga, no la encontró. En su lugar dio con "la barra", habían tres personas sirviendo bebidas sin ton ni son, simplemente servían y las dejaban allí, para quién quisiera agarrarlas, algunos hasta estaba sentados allí a la espera de lo que sea que sirvieran. Se acercó a ella, no tenía intención de beber el líquido de alguno de aquellos vasos, pero su boca estaba reseca.
– Disculpa – fue su primer intento de hacerse oír, no funcionó – ¡Disculpa! – gritó y uno de los que servían la observó molesto. – ¿Tendrán agua?
Escuchó como alguien se burlaba de ella a su lado, giró para encarar a la persona.
Su mente se negó a creerlo, su corazón se detuvo por la sorpresa, estuvo casi segura que sus ojos se abrieron ligeramente, intentando verificar sí era verdad lo que veían. El único que había sabido reconocer su mentira, aun cuando no la conocía. ¿Por qué estaba él alli?
Héctor.
Nota1: Espero que les agrade conocer un poco más a Renata, me gustaría leer sus opiniones en los comentarios.
Nota2: Lamento la demora.
Nota3: Gracias por leer (:
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro